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Authors: Bjarne Reuter

Tags: #Aventuras, histórico

El Embustero de Umbría (15 page)

BOOK: El Embustero de Umbría
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Pero la suerte había vuelto a sonreírle, el anillo le daría unos buenos dineros, y aquella noche durmió como un recién nacido, despertó bien entrado el día y dedicó un rato largo a su aseo habitual. Aquél iba a ser el día en que averiguara en qué lugar del mundo se hallaba. Sabía que había caminado hacia el oeste, pero después de atravesar las montañas cambió de rumbo hacia el norte; la tierra era llana y verde, fértil y salubre. Calculó que estaba cerca de la ciudad arenosa de Ravena, pero aún no había llegado allí.

Se encontraba en una pequeña loma con unas vistas magníficas a un gran bosque. «La vida —se dijo— es siempre hermosa cuando se contempla de lejos. Así debe de verse enriquecida la existencia del milano con la visión general que sólo Dios otorga. Hasta que no estás tumbado con la nariz pegada a la tierra, no te haces cargo de cómo es el mundo realmente. Pero ¿qué le importa eso al ave de presa cuando se cierne sobre la malla de campos sembrados y ve de costa a costa?»

Decidió continuar su caminata en paralelo a los montes, pues sabía que así llegaría hasta Bolonia, una ciudad espléndida, llena de gente ilustrada, y un lugar apropiado para recibir un pago justo por su piedra preciosa. Desde la gran ciudad podría seguir hacia arriba, hacia Lombardía; su plan era llegar a donde la nieve cubre las cimas y la gente va vestida con pieles. Giuseppe Pagamino quería alejarse hacia el norte y desaparecer como la sal en la sopa hirviendo.

Pero aquel mismo día, algo más tarde, cambiaron todos sus planes.

Acababa de despedirse de dos pastores que habían compartido su pan con él cuando divisó en el crepúsculo un caballo, que andaba por el lindero del bosque con los arneses colgando, libres e inquietantes. Giuseppe no confiaba en los caballos y no entendía de arneses, pero se dio cuenta enseguida de que allí pasaba algo raro.

Se acercó con cuidado al animal. Era evidente que se trataba de un caballo de tiro, fornido y hermoso, de piel lustrosa y cola trenzada.

Entonces vio otro caballo trotando por el bosque.

«La curiosidad —pensó— lleva a menudo a un hombre más allá de lo que es conveniente.» No muy lejos pudo divisar un sendero, un camino que penetraba en la frondosidad de enebros y cedros.

Avanzó con dificultad por la maraña del bosque y llegó al sendero, que en realidad era una rodada, y vio enseguida un elegante coche de caballos con capota detenido ante un viejo alcornoque caído. Había esparcidas en torno al coche cajas y bolsas de viaje, abiertas y vaciadas.

Giuseppe miró en derredor, se acercó y pudo hacerse una idea de la tragedia que había azotado a la gente fina. Dos hombres con uniforme rojo y botas negras yacían en el suelo, ambos con el cuello rajado. Uno era de mediana edad; el otro, bastante joven.

—Asesinato —murmuró—, un vil asesinato.

Nunca le habían gustado los bosques grandes; las historias, canciones y advertencias acerca de lo que vivía en su interior lo decían claramente; y para él, que sólo robaba a los muertos, era escandaloso ver cómo los bárbaros robaban a los vivos.

—Que el diablo os lleve, bandidos —gimió, mientras registraba los bolsillos de los cocheros.

Pero los malhechores habían realizado su trabajo con meticulosidad y no habían dejado nada. Los muertos no estaban aún del todo fríos.

Giuseppe abrió la puerta de la elegante calesa.

Estaba en el suelo. Un brazo le ocultaba el rostro. Era una joven con ropa de viaje. Ropajes rojos y verdes con puntadas bordadas en oro y botones de tela con dibujo. Una dama de la nobleza.

Giuseppe le retiró el brazo y miró fijamente el pálido semblante. Era jovencísima. De rasgos límpidos. No había ni una línea mal colocada; era como si el Creador hubiese hecho esfuerzos extraordinarios para acoplar nariz y boca, párpados y cabello, a fin de que armonizaran entre ellos como el cielo armoniza con el mar. El cabello estaba debidamente aclarado. Las mujeres nobles pasaban varias horas al día en los tejados con el simple propósito de aclararse el pelo. El aspecto de aquella doncella era, en suma, tan bonito y bien cuidado que resultaba imposible no quedarse absorto en sus facciones.

De pronto un párpado azulado se estremeció.

Giuseppe dio un salto atrás. Se apresuró a echar mano de la cantimplora de agua, pero antes de que la alcanzara, la mujer emitió un sonoro quejido. Sonaba como el llanto de un niño. Giuseppe vaciló, pero levantó las piernas de la muchacha y las colocó sobre el asiento, esperando que el color volviera así a las pálidas mejillas.

La chica sangraba un poco en el cuello, lo que indicaba que le habían arrancado una gargantilla.

Giuseppe suspiró. «Qué brutalidad —pensó—, qué brutalidad robar a un ser tan joven.» ¿Cuánto valdría aquella gargantilla?

—Qué vergüenza —susurró, mientras enjuagaba la herida con agua.

Al primer contacto, ella abrió los ojos.

La mirada que le dirigió estaba llena de pavor.

Él inclinó la cabeza, juntó las manos y, a falta de cosa mejor, rezó una oración.

—¿Los ladrones? —gimió la muchacha.

—Ya se han marchado.

La chica miró a su alrededor con la expresión voraz de una fiera, y trató de sentarse.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—En un bosque,
signorina.

—Ya lo veo, pero ¿dónde? —La voz de la joven era dura e imperativa. A Giuseppe le gustó.

—No lejos de Bolonia,
signorina
. Me llamo Alberto el Venerable, pertenezco a la orden de los franciscanos y estoy evangelizando la comarca.

La muchacha midió con los ojos a Giuseppe, que bajó la cabeza mientras pensaba que una joven con una mirada tan profunda tal vez podría leer sus pensamientos. Tendría que andar con cuidado y no irse de la lengua.

—¿Dónde están el cochero y su hijo?

—Me entristece decirlo —contestó levantando la mano—, pero han sido víctimas de los ladrones.

La joven no mudó la expresión, pero de pronto se llevó la mano al cuello.

—La dote —gimió, y salió corriendo del coche y se hincó de rodillas, más pálida aún que antes. Un llanto violento estremeció su esbelto cuerpo—. Se lo han llevado todo —dijo entre lloros—, todo.

Giuseppe sintió una punzada de contrariedad.

—Eso parece —murmuró.

La muchacha se tapó los ojos con un brazo y habló en voz baja y monótona.

—Mi vestido de terciopelo brocado carmesí, el paño más hermoso que puede encontrarse en Florencia, mi sombrero de perlas y plumas, por el que mi padre pagó ochenta florines. Para el día de la boda, una túnica de terciopelo con mangas blancas, ribeteada de marta. Mi vestido color rosa bordado con perlas. En total, más de cuatrocientos florines. Lo han robado todo.

Giuseppe suspiró, pues sabía que muchas jóvenes terminaban en un convento cuando no podían conseguir una dote. Pero cuatrocientos florines era una cantidad considerable para emplear en trapos.

—El destino es caprichoso —murmuró, añadiendo para su fuero interno que si el padre podía gastarse cuatrocientos florines en ropa de boda, bien podría corresponder un poco al hombre que había salvado la vida a su hija.

—Tienes que sacarme de este bosque —dijo la joven—. ¿Dónde están nuestros caballos?

—Andan por ahí, pero podemos recuperarlos.

—Apresúrate. No puedo quedarme aquí, ya te das cuenta.

—¿Adónde se dirige la señorita, si se me permite preguntarlo?

—A Mirandola.

—¿A Mirandola?

—Mirandola —dijo la muchacha cerrando a medias un ojo y mirando a Giuseppe con expresión amonestadora— es un principado.

—Ah, sí, ya recuerdo, un lugar espléndido. Yo he viajado y he estudiado tanto en Salerno como en Córdoba, donde trabajé traduciendo del árabe al latín.

—Entonces, ¿conoces la lengua de los infieles?

—Sólo la descifro escrita —empezó a desvariar Giuseppe, sopesando si morderse la lengua o no.

—Pues yo —repuso la joven, con los ojos brillantes— iba a contraer matrimonio.

Giuseppe le tomó la mano y soltó un suspiro de compasión.

—Abandoné a mi familia en Viareggio hace cinco días —continuó ella—. Mi padre es comerciante, un mayorista. Haz el favor de soltarme la mano. ¿Qué te figuras?

—Disculpe, querida amiga.

—¿Cómo dices que te llamas?

—Alberto. Alberto de Umbría. El epíteto de Venerable me lo pusieron en el Vaticano.

La chica entornó los ojos.

—¿Has estado en Roma?

—Ya lo creo, muchas veces.

—Eso sí que es una ciudad, ¿verdad?

—El centro del mundo, joven, ni más ni menos. Estar junto a la tumba de Pedro…

—Ya basta —dijo ella, ladeando enérgicamente la cabeza—. También yo iré a Roma un día. Con mi prometido. Y, por supuesto, serás recompensado por tu hazaña.

—Ya he tenido suficiente recompensa ahuyentando a los ladrones —replicó Giuseppe, sonriendo, y se llevó la mano al hombro como para indicar dónde había recibido los golpes.

La muchacha lo miró de reojo.

—¿Los has ahuyentado?

—Sí, sólo eran tres. Por desgracia he llegado demasiado tarde para salvar a los cocheros, y en cuanto a la dote de la señorita, he tenido que dejarla escapar, esperando así proteger la vida de la señorita. Si usted lo permite, voy a echarme un rato en la hierba. Creo que son los golpes, que todavía los siento en el cuerpo. No creo que me hayan roto nada, aunque ésa es la sensación que tengo.

Giuseppe cerró los ojos y se tumbó de costado.

—Alberto.

—Sí,
signorina.

—Levántate.

Giuseppe se incorporó.

—Es sólo la clavícula, que se ha dislocado.

—De hecho, pareces algo enfermo.

La joven dio a sus palabras un tono de reprimenda. Giuseppe emitió un sonoro suspiro y habló de su largo viaje por las montañas.

—A pan y agua —añadió.

—Ahora habla la autocompasión. Sí, el primero que nota que el bolsillo está vacío es siempre el ladrón.

—Calla, amarga voz sepulcral; acabo de echar una mano a esa joven señorita, y ¿ahora tengo que oír esto?

—Lengua zalamera, lo único que te duele es la contrariedad por no haber pescado tú la dote.

—¿Cuántas vidas he de salvar para satisfacerte, Rinaldo?

—Santo cielo, ¡si no has salvado ninguna vida! Tú mismo a duras penas sigues vivo, viejo hipócrita. Pero no tienes empacho en aprovecharte de una doncella en apuros.

Giuseppe sacudió la cabeza y dio la espalda a la muchacha.

Ella lo agarró.

—Escucha, me llamo Isabella Lambertuccio. Ahora ya sabes con quién te juegas los cuartos. Lambertuccio. Y no tengo tiempo que perder.

—Querida señorita…

La chica no hizo caso de la mano extendida de Giuseppe.

—Trataré de recuperar los caballos.

—Ojalá pudiera ayudar, pero la clavícula me duele tanto que temo romperla. Ay, si tuviera dinero para pagarme un médico…

—Mientras tanto, puedes ir enterrando a los muertos. Después les dedicaré unas palabras. Llevaban muchos años al servicio de mi padre, y tenemos fama de tratar con respeto a nuestra gente.

—Ya me doy cuenta.

Una hora más tarde, cercana ya la noche, los dos cocheros yacían cada uno en su agujero, cubiertos de tierra. Isabella dijo unas palabras acerca de los caídos por la codicia de los bandidos. En general, Giuseppe se quedó impresionado con la joven cuando observó, sorprendido, cómo se las arreglaba en el entierro y recuperaba uno de los caballos. El animal estaba dispuesto ya delante del coche, pues ella sabía usar las manos y se expresaba con decisión. «A esa voz —pensó— la obedece uno de buena gana.»

La joven se puso la capucha.

—El principado está un poco al norte de Bolonia; creo que podríamos llegar para el amanecer.

—Qué más quisiera, querida señorita: Bolonia está algo más lejos que eso.

—Entonces no hay tiempo que perder. Salta al pescante, Alberto, y no te detengas hasta que salgamos del bosque, pero mantén los ojos abiertos, porque no he probado bocado en mucho tiempo, o sea que si ves una casa, detente enseguida.

—Con mucho gusto —dijo sonriendo—; también yo llevo varios días sin comer.

—Ya, ya, pero apremia al caballo, lo demás puedes guardártelo. ¿Estás familiarizado con los caballos?

Giuseppe carraspeó. Llevaba las bridas en la mano, pero no tenía ni idea de qué hacer con ellas.

—El caso es que no estoy familiarizado con los puntos de semejanza entre un caballo de tiro y un asno. Si es que hay puntos de semejanza. Yo mismo fui en otros tiempos el afortunado dueño de un pequeño asno terco, cuya falta de entendimiento le imposibilitaba obedecer a su amo. El castrado aquel se llamaba
Rinaldo.

—¿Un asno?

—Lo compré en Apulia; es decir, lo conseguí en un trueque, a cambio de un ungüento contra dragones.

—Pero ¿qué dices? ¿Dragones? ¿Sabes o no sabes lo que hace un cochero?

—Bueno, en mi vida de fraile pocas veces he…

La chica saltó del coche y le arrancó las bridas de la mano.

—Adentro.

Giuseppe bajó a rastras.

—Sigue doliéndome la cadera —murmuró—, debe de ser por los palos que me han dado en el fragor de la batalla. A los huesos viejos les cuesta más recuperarse.

—Déjate de palabrería —lo regañó la joven—. Como dice mi padre: cuando se presenta la desdicha, hay que aceptar lo que te dan.

Giuseppe apoyó el dorso de la mano en la frente.

—Qué gran verdad —murmuró.

SEGUNDO LIBRO

No me induzcas a pecar de nuevo,

no despiertes en mí la furia, ¡ve!

Muestro más amor hacia ti

que hacia mí mismo,

porque he venido aquí armado

contra mí mismo.

SHAKESPEARE,
Romeo y Julieta

12

En que se habla de la mano que vela por la cabeza de Giuseppe,
la piedra del interior del obispo y el remedio
contra la melancolía

Tiziano llevaba en el bolsillo dos cartas: una escrita con dolor, la otra con pasión. Leyó la primera movido por el amor; la segunda con pesar.

Cuando deambulaba de noche por las callejas de Lucca y oía música de trovadores procedente de tascas y tabernas, soñaba con los montes cubiertos de pinos piñoneros donde podía estar a solas con sus pensamientos. Pero cuando finalmente se quedaba solo, se apresuraba a volver a la ciudad, cuyo bullicio era lo único que lo ayudaba contra la dolencia que padecía. Y es que con su añoranza le pasaba lo mismo que con las serenatas de los trovadores: que de noche estaba prohibida por ley. Si te pillaban los funcionarios de la municipalidad cometiendo tales excesos, te rompían el laúd. Tiziano había aprendido por experiencia que no hay cosa más diligente que los corazones rotos, y si había un soldado especialista en interrumpir serenatas, ése era él.

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