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Authors: Bjarne Reuter

Tags: #Aventuras, histórico

El Embustero de Umbría (11 page)

BOOK: El Embustero de Umbría
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La duda le quiebra el juicio.

Como ahora.

Noche negra. El sonido del viento entre los pinos que bordean el río.

¿Qué quiere de él el sueño? ¿Tuvo, contra toda lógica, un amigo dentro de los muros de la fortaleza? ¿Un protector que osó enfrentarse a Agostino y a su temible verdugo?

No. Giuseppe no creía en milagros, pero admitía que tal vez se le había asignado otro destino. Siempre creyó que tenía un destino.

Lo dijo en voz alta.

—Alguien está protegiendo al embustero de Umbría.

No sabía si le gustaba. Nunca le habían regalado nada; al contrario. ¿Por qué iba a cambiar ahora?

—Dios —susurró.

Si había un Dios, tendría otras cosas que hacer que ayudar a un ladrón de cadáveres a salir de la mazmorra. Pero alguien lo había salvado de una muerte cierta. Alguien se la había dado con queso a Agostino.

Giuseppe apoyó la cabeza en las manos.

—¿Qué está ocurriendo? —murmuró—. Voy dando tumbos por un laberinto. Sé que tiene una salida, pero no logro encontrarla.

Se puso en pie y echó a andar por la celda.

—La mazmorra cerrada —musitó—, con el cerrojo más fuerte de Lucca, vigilada día y noche. Imposible huir. Y de pronto aparece la llave. La Iglesia había puesto sobre aviso al verdugo, al sacerdote y a los sepultureros. La sentencia estaba dictada. El padre Agostino había encendido incluso una vela por el hereje que había sido tan estúpido como para airear su creencia en que una uña de Lucifer podría ofrecerle la vida eterna. Que también había sido tan ingenuo como para contar la verdad acerca del chico sin lengua.

Golpeó con los nudillos en la pared.

—La duda, Rinaldo, la duda y la llave, pues el cerrojo no es lo único que puede abrir esa llave. La tengo en la mano, siento su metal frío, la boca y la lengua recuerdan su sabor, porque fui tan idiota que me puse a chupar sus dientes. Tal vez no la necesite más.

Miró fijamente a la oscuridad.

—Puesto que la llave soy yo.

—Ahora las ranas van a criar pelo.

—No te metas, Rinaldo.

—También yo prefiero quedarme entre bastidores, porque cuando el ratero tiene delirios de grandeza, hasta el que va desnudo se arriesga a que lo roben.

—Pero ¿cómo explicas la presencia de la llave en mi vida?

—No pienso en ello.

—Ya lo sé, porque cuando naciste, la caja del coraje estaba vacía, o sea que la llenaron de cinismo.

—Empiezo a temerte, Seppe. Porque no tienes ni idea de adonde vas ni ves quién guía tus pasos.

—Busca otro público, Rinaldo. Comienza con los tontos, puede que te escuchen. Mis oídos están cerrados.

Llamaron a la puerta. Giuseppe se estremeció.

Fuera estaba el rechoncho Johannes con dos bastones de paseo y una alforja. Dijo que la caminata por las montañas iba a ser larga y fatigosa.

Giuseppe se lavó la cara en una jofaina.

El fraile le preguntó qué tal estaba, y él replicó que había tenido una pesadilla.

—Pero ya ha terminado, y tienes razón: es mejor que partamos antes de que haga demasiado calor.

Johannes sonrió satisfecho y observó a Giuseppe como observa un montañero el mapa. Los ojitos castaños parecían despreocupados y alegres, pero a la vez inquisitivos. Tal vez su intelecto era normal, pero la mirada era ávida, porque igual que la carne atrae a los gusanos, atrae el pecado al evangelizador «Y el jovial hermano —pensó Giuseppe— ha encontrado en mí toda una biblioteca.»

Está a punto de amanecer cuando llegan al río. Johannes se halla de un humor excelente, y habla de su niñez y de la revelación que lo impulsó a tomar el hábito gris. Giuseppe no es tan ligero de pies y escucha distraídamente.

—Yo era de buena familia, mi padre tenía tres barcos en el mar y la familia de mi madre era acomodada, pero hasta que no renuncié a todo no me convertí en un espíritu libre.

—También yo he conocido el dinero —suspiró Giuseppe—; pero lo perdí todo una noche.

—Y ahora eres libre como un pájaro —se regocijó Johannes.

Giuseppe se detuvo.

—Yo no soy fraile como tú, y no lo seré jamás.

—Entonces, ¿qué eres, hermano?

—Soy botánico, herborista y hombre de ciencia.

Sintió avivarse la cólera en su interior. No sabía la razón, pero el otro había empezado a irritarlo. Cuánta ignorancia autocomplacida.

Tras un descanso continuaron en silencio, y llegaron al mediodía.

El pueblo estaba sobre una ladera con árboles frutales, y lo componían una docena de casitas. Por los caminos transitaban ovejas y cabras mezcladas con niños, que dirigían el rebaño con sus varas.

Johannes tomó a Giuseppe del brazo.

—La meretriz del diablo vivía más arriba, en el monte. Poniéndose de puntillas puede verse el tejado de su casa.

Giuseppe estaba extrañado por su mal humor. No tenía nada contra el monje, pero aun así lo dominaba una furia reprimida, una necesidad desconocida de hacer algo inadecuado. Él, que siempre había controlado la ampulosidad, se había tomado a pecho el sueño que se aferraba a él como una garrapata.

Johannes había entablado conversación con un par de lugareños que parecían conocerlo. Llenó la cantimplora con agua fresca y una rodaja de limón para refrescar las encías.

Se abrió una puerta.

—¡Por aquí, Giotto! —gritó el fraile—. Monna Tesser quiere verte ahora.

En la casa sombría, que se componía de dos cuartos desnudos, había un olor rancio a cebolla vieja y a mucho llanto. Hasta que pudo acostumbrarse a la oscuridad no reparó en la cama, la jofaina y la silla con la tapicería destrozada.

—Monna Tesser —explicó Johannes— no sale nunca de casa. Deja que la cuiden los buenos vecinos, que se ocupan de ella en sus últimos años.

Giuseppe se quedó mirando a la mujer gorda de la cama. Casi no tenía pelo y en muchos aspectos parecía del sexo opuesto, aunque el sexo había desaparecido entre tanta carne. Lo singular eran las manos y los dedos, que incomprensiblemente habían evitado la obesidad, porque eran las manos de una doncella, de tan finas, delgadas y lisas. Su mirada era más escrutadora que hostil. Giuseppe la atribuyó a su ansia de distracción.

—Monna Tesser está bien hoy —gorjeó Johannes mientras corría una cortina para que entrase la luz del sol.

El enorme cuerpo era blanco como la leche. Una sonrisa irónica se dibujaba en los labios marchitos.

—Se lo agradezco de todo corazón —empezó Giuseppe, mirándola de reojo—. Soy un hombre modesto que simplemente busca información en torno a… —Calló y miró en derredor—. Johannes, ¿puedo hablar a solas con esta buena mujer?

El fraile miró sin comprender a Giuseppe, que lo condujo hasta la puerta. Se resistió, porque no sólo eran indiscretos los ojos, también lo eran los oídos.

Giuseppe lo atrajo hacia sí.

—Después te contaré todo lo que oiga —le susurró.

—Pero ¿no es mejor que yo, que soy tu hermano…?

Giuseppe cerró la puerta y se dio la vuelta.

La mujer de la cama lo miró con una sonrisa pensativa.

Él se encogió de hombros en señal de disculpa.

—Se trata de una bagatela —comenzó—, una cosa sin importancia de la que quería hablar con Monna Tesser.

—Un águila no caza moscas.

—Así es —murmuró Giuseppe, que excepcionalmente dejó que la lengua se deslizara sin control.

Si aquella mujer se había vuelto idiota por la edad, entonces el resto del mundo estaba enloquecido. Llevaba en su alforja una cantimplora con una bebida amarga, hecha a base de alcohol y descrita por primera vez en
Mappae Clavicula
. Hacía años que conocía el método de elaboración, que en suma consistía en cocer vino añejo con tres partes de sal, de donde se obtenía un líquido que, al arder, generaba una llama clara. Al líquido destilado se le añadía anís, clavo, raíz de regaliz y naranja agria, lo que daba a la bebida un color rojizo y un aroma excelente.

Sin mayor explicación, le pasó la cantimplora a la mujer.

Ésta, sin dudar un instante, bebió un buen trago.

—Me llamo Pagamino —dijo Giuseppe—, Giotto Pagamino. No soy monje, sino herborista. He estudiado en la Universidad de Salerno con el conocido médico Edward Lacarte y… ¿Qué es lo que te hace tanta gracia, Monna Tesser?

Ella se reía ahogadamente mientras se secaba las lágrimas. Pidió a Giuseppe con un gesto de la mano que continuara, como si estuviera contando algo gracioso.

—He venido con la piadosa misión de buscar…

La vieja se tronchaba de risa, extendió la mano en busca de la cantimplora, pero desistió, rodó sobre un costado y escondió el rostro bajo la manta.

«Que el diablo se la lleve», pensó Giuseppe, inseguro de si lo que estaba viendo era una muestra de pura ingenuidad o si le estaba tomando el pelo.

Pero de pronto la mujer cambió de humor y lo miró con profundo desdén. Sus ojitos de cerdo centelleaban.

—Una conoce a las pulgas por los saltos —gruñó—. Pero a los de Lucca ya os he dicho lo que tenía que deciros. Aunque enviéis al mismísimo obispo, mi boca permanecerá cerrada, pues es la Iglesia la que ha pecado.

Giuseppe se sentó en la silla.

—Tienes ante ti a alguien que ha estado en las mazmorras de Lucca. He pasado la mayor parte del invierno con los franciscanos. La vida en la mazmorra me había dejado flaco como un golfillo, pero ya he recuperado las carnes. Y si tu mirada es capaz de distinguir entre pecado e inocencia, también apreciará mi inocencia.

—Quien bien se esconde bien vive.

Giuseppe carraspeó. Sentía que pisaba terreno resbaladizo. Agostino había cometido tal vez el mayor error de su vida al no matar a aquella mujer.

—Me llamo Giuseppe —dijo, mirando al suelo de adobe—; es cierto que soy botánico de profesión, pero me dedico a robar a los muertos. Al diablo la epidemia, al diablo el obispo de Lucca.

La mujer cerró la cantimplora y la metió bajo la manta.

—Para mí —dijo.

—Eso parece.

—¿Por qué te encerraron?

—Porque buscaba la
quinta essentia
. Mi codicia me había llevado de un extremo del mundo al otro, desde Damasco hasta Lucca, donde habían apresado a un rapaz que, según la Iglesia, era hijo de Lucifer. Encontré al chico, pero no el agua de la vida, porque aquel chaval no tenía más de Lucifer que los demás chavales.

—No sabes más que los demás.

—Cierto, pero también es cierto que yo he estado con ese muchacho.

—Y por eso te has disfrazado. Has sido prudente. Pero lo que ignoras no te provoca pesadillas, es cosa sabida.

—¿Tienes tú pesadillas, Monna Tesser?

La vieja no respondió; empezó una retahíla de lamentaciones y terminó hablando de su familia, que yacía en el cementerio.

—Y el chico del que hablas era mi nieto.

Giuseppe se sentó en la cama y tomó la mano menuda y fina de la mujer.

—Lo siento —murmuró.

—¿En serio?

—Sí, lo siento.

—¿A qué has venido?

—A que me hables de la mujer que quemaron.

Monna retiró la mano.

—¿Por qué quieres saber más de lo que ya sabes? ¿Qué gusto puede darte? ¿No ves que estoy tumbada en la cama? Saber puede resultar peligroso, y preguntar, una imprudencia.

—Así es mi vida, pero yo todavía vivo. Quizá decir que vivo sea demasiado decir: el cuerpo decae, pero el cerebro se rebela.

Ella lo miró con una sonrisa repentina que en otros tiempos había sido bonita. En el interior de la manteca vivía una mujer encantadora. Se notaba en la sonrisa.

—¿O sea que robas en los cementerios?

—De vez en cuando.

—No debe de haber trabajo más despreciable.

—Sí que los hay, pero hay que buscar mucho. Por ejemplo en Lucca, donde vive el obispo.

—No tienes pelos en la lengua.

—Tiemblo como una hoja porque conozco la crueldad de la Iglesia.

—Podrían ahorcarte por esas palabras.

—He evitado la tumba varias veces, la última de ellas por un milagro. Creo que alguien tiene otros planes para mí.

La mujer echó la cabeza atrás y emitió una risa corta.

—¿Quién había de tener planes para un ladrón de cadáveres? Vaya pinta la tuya. Gordo en los sitios inadecuados y flaco donde debería haber carne. Pero no desesperes, Pagamino, hay algo en lo que dices que me agrada. Puedes ser gracioso, como todos los que llevan la amargura en la sangre. O sea que te mortificas, aunque los golpes que le das a tu vieja espalda no dejan cicatriz.

Giuseppe ladeó la cabeza y murmuró algo para sí.

—¿Has estado casado, profanador de tumbas?

—Estuve a punto y, además, con una mujer maravillosa. Pero eso fue hace muchos años.

—Todo fue hace muchos años.

—Me has quitado la palabra de la boca. ¿Cuántos tenía la que quemaron?

—Ya había pasado la flor de la edad. Era una mujer repugnante que se vendía por un trozo de tocino y se ofrecía a hombres casados. Embrujó a las chicas de la comarca y hacían aquelarres en el bosque. Su casa estaba llena de sapos, algunos de los cuales iban vestidos con chalecos de seda.

—Sí, se oyen muchas habladurías así.

—Me importa un pepino lo que oigas, profanador de tumbas.

Giuseppe levantó la mano.

—¿Vamos a enfadarnos? ¡Pero si tenemos la misma misión!

—Yo no tengo ninguna misión, esa época ya pasó; ahora me he vuelto olvidadiza y descuidada, y siento que la muerte me roe la carne. Pero háblame de tu misión, profanador de tumbas, no te contengas en tu relato: una no goza de muchas distracciones cuando la cama empieza a heder.

—¿Mi misión? —Giuseppe se levantó y se puso a andar por el pequeño cuarto—. No sé si tengo alguna, puede que sea simple curiosidad. Hace medio año era un hombre con respuesta para todo, y hoy no sé ni en qué se convierte un tomate al partirlo por la mitad.

La mujer colocó una mano a un costado e hizo un gesto con la cabeza.

—Siéntate y haz lo que has hecho antes. Con la mano. Me ha gustado.

—¿Quiere la señora que la peine?

—Si no te importa tener piojos…

—Si no quiere, nada.

Monna Tesser destapó el frasco y bebió con avidez.

—No te diré más, pues conoces la fuente.

—Háblame de la mujer. ¿Era bruja?

—Desde luego que era bruja. Tampoco lo ocultaba. Nosotros la evitábamos. Pero poseía buena mano para los cultivos. Cosa que tocaba, cosa que empezaba a crecer. Mi hijo tenía un olivar con docenas de olivos viejos. La mujer sólo tenía tres, pero daban más fruto que todos los de mi hijo.

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