—Ha pasado el tiempo de los milagros.
Siente un tirón en el pecho, y sus dedos tiemblan al introducir la llave en el cerrojo.
—No me tientes —jadea—, que estoy demasiado débil para hacerte frente. Es justo el cerrojo para el que se han hecho los dientes de la llave, y nada me ha de faltar. Soy tan miserable que lo que pueda aguardarme al otro lado de esta vida no es nada comparado con lo que aguarda al otro lado de esta puerta.
Introduce la llave y la gira con cuidado.
El «clic» metálico le atraviesa la médula.
Un sonido que paraliza la respiración.
Abre y espera, mira frente a sí y se desliza afuera, al pórtico, que termina en una escalera que conduce a un patio donde hay un almendro.
Ocho peldaños fríos. El frío se le mete en la entrepierna. Coloca los pies como un gato, espera constantemente lo inevitable, y se detiene ante un portón con herrajes.
La puerta separa la fortaleza de la libertad.
Giuseppe se humedece los labios porque la garganta se le está secando. Pero aún puede mover la mano, y la tiende hacia la manilla, que es negra, fría y tentadora.
La puerta se abre.
Fuera hay un centinela, apoyado en su lanza.
Giuseppe abre la boca para decir algo, pero de su boca no sale sonido alguno. Se queda mirando al soldado, que se aparta para que pueda pasar.
—De noche sólo suelen salir mujerzuelas y comadronas —dice sonriendo.
Giuseppe mira fijamente la oscuridad.
—Un monje —murmura, poniéndose la capucha— no necesita nada de eso.
Giuseppe es llevado por el río, presencia una tragedia
y filosofa acerca del precio de la carne
Lo despertaron los lloros de una mujer. Tenía sus dudas sobre si despertar era la palabra adecuada, pues no sabía realmente si había dormido los últimos cinco días. Notó en su cuerpo que se había movido más rápido de lo que sus pies y piernas podían soportar, pues lo tenía molido.
Sobre él se cernía el cielo claro de octubre, que casaba muy bien con el aroma a podredumbre. El verano transcurrido brillaba como una diadema en el agua azul verdosa.
Estaba en una vieja barca. No había timón ni remos, sino un hormigueo de bichos que habían salido a darse el viaje de su vida por el río Serchio. Se había caído en algún lugar de las montañas. No tenía ni idea de cómo había llegado tan lejos, pero sabía que llevaba caminando seis días. Había comido raíces y fruta caída del árbol, y llorado hasta dormirse, sin saber si eran lágrimas de felicidad o desesperación las derramadas en los campos. Cuando miraba su cuerpo largo y flaco, veía los huesos empujando la piel.
—La muerte —murmuró— es un señor impaciente y, además, ahora tiene un rostro: el del padre Agostino. En sus ojos azules brilla la justicia, pues en ellos jamás ha arraigado la duda. Cuando emite su veredicto, su espada no tiembla. Y ahora el poderoso señor ha prendido una vela por un preso fugado.
Se acurrucó en el fondo de la lancha.
—¡Ay, obispo infame! ¿En qué ha consistido mi pecado? Dígamelo. ¿He pecado de ingenuo al decir la verdad? ¿Lo ha herido tanto en el alma? ¡Exactamente! Pero es una satisfacción amarga ver su enfado, estando como estoy con el estómago vacío. Pero lo he engañado, padre. Cuando usted pensaba que el verdugo tuerto podría lograr lo que la oscuridad de la gruta no había podido, justo cuando creía que Pagamino era un problema menos, de hecho estaba fuera de su alcance. ¿Cómo ha sido posible? Lo agradezco de todo corazón, aunque no sabía que el hambre tuviera dientes que podían roerle a uno los intestinos y robarle su sensatez. ¡Ay, ojalá pudiera comer madera! ¿Sería demasiado pedir que me transformara en una carcoma para poder vivir a base de tablas mohosas y morir en una telaraña en la desembocadura del río?
Se agarró a la bancada y volvió a oír aquel llanto desgarrador. No sabía exactamente hasta dónde lo había arrastrado el río, pues no había casas a la vista, nada más que unos juncos altos y medio mustios que al entrechocar emitían un sonido discreto, leñoso.
Se inclinó hacia fuera y metió la mano en el agua, que sabía a hierro y podredumbre. No había cosa mejor que el agua de río, pues allí se reunían el monte y la tierra, los campos y la lluvia, para formar un único vino.
Enseguida vio a cuatro mujeres algo más allá, una de ellas con las piernas metidas en el agua tibia. Se estaba produciendo un altercado. Por lo que pudo vislumbrar, eran tres mujeres adultas y una mocita. La joven lloraba con tal amargura que rompía el corazón. La zona era conocida por las luchas entre familias. Pero cuando Giuseppe viró el bote para poder observar mejor la escena, vio que la muchacha llevaba un bulto que no podía ser otra cosa que un bebé. Por el modo en que lo sujetaba, y a juzgar por su expresión, había razones sobradas para seguir río abajo tan rápido como fuera posible, porque lo que estaban haciendo aquellas mujeres era algo que ya había presenciado suficientes veces. En Salerno había cientos de tarros de cristal con recién nacidos. Se trataba a menudo de hijos ilegítimos, resultado de las relaciones de gente distinguida con la servidumbre. Algunas de aquellas desgraciadas criaturas terminaban en el río, y después eran pescadas por médicos, que las guardaban en la universidad, donde se disecaban las vidas que nadie quería.
—Maldita sea mi curiosidad, y que el diablo se lleve esta corriente mansa.
Miró de reojo a las mujeres, que se habían enzarzado en una pelea. Eran tres contra una. La joven, alta y delgada, con pelo rojo y abundante, estaba ya con el agua hasta la cintura y sostenía al niño por encima de la cabeza. Una de las viejas, una aldeana pequeña y fuerte con ropajes negros, se dirigió hacia ella. Llevaba un garrote en la mano con el que daba golpes a diestro y siniestro.
Giuseppe asintió para sí en silencio. Las mujeres eran despiadadas cuando se trataba de peleas. A él lo habían zurrado las viejas a menudo.
Fue entonces cuando rompió a llorar el niño. Había por encima de todo un ruido infernal, y la cosa no mejoró cuando las mayores empezaron a pegar a la joven. Ésta ya se había alejado tanto que tenía el agua al cuello.
—¡Suéltalo! —le gritaban—. ¡Suéltalo y sálvate tú!
Por suerte para la chica, les llevaba una cabeza a las comadres, pero los garrotes llegaban lejos, y por sus golpes ya le sangraban los brazos. Le salía sangre de la nariz, y uno de sus hombros había cambiado de color por el tratamiento.
—Pero ríndete, mujer —murmuró Giuseppe—, suelta el fardo y sálvate, porque si no, terminaréis los dos en el río.
—¿Qué miras, Seppe?
—Miro lo silenciado.
—Pero ¿qué gusto puedes obtener mirando tanta desgracia?
—¿No se hace uno más sabio en la vida estudiando a las personas cuando no lo esperan?
—Pero ¿qué te importa a ti esa vida?
—Simplemente pasaba por aquí.
—Haz como el río, viejo, sigue adelante y como si nada. Al fin y al cabo, ya sabes el final de la historia.
—¿Lo sé?
De pronto alcanzaron a la chica en la cara. Estuvo un momento con los brazos estirados sobre la cabeza y la mirada implorante, paralizada por el terror. Sus fuerzas estaban a punto de agotarse. El siguiente bastonazo le dio en el cuello. Cayó hacia atrás y soltó al niño, que desapareció en el río. Durante un breve instante desaparecieron ambos. Después volvió a emerger la joven. La sangre le brotaba de la nariz y la boca, pero los golpes seguían cayendo sobre su cuerpo. Ella apenas les hacía caso; de pronto se zambulló y reapareció con las manos vacías. Finalmente se quedó quieta y, con la mirada perdida, dejó que la empujaran hasta la orilla, donde cayó arrodillada.
Al poco las mujeres se la llevaron a rastras. Una de ellas parecía su madre; otra, la hermana de la madre, y la tercera podría bien ser la madre del padre de la criatura.
Se habían ido. Todas las huellas se habían borrado, pues así de despilfarradora y despiadada es la naturaleza, y ya se sabe que el río no transmite habladurías. En la granja, la vida seguiría su curso habitual, y al cabo de un año nadie notaría que la chica había entregado su hijo al agua, aunque parecería algo mayor que las de su edad. Puede que lo ocurrido la endureciese tanto que posteriormente fuera capaz de hacer lo mismo cuando su hija diese a luz un niño no deseado.
—Los golpes que se reciben se transmiten —dijo Giuseppe, mirando el nítido cielo de octubre—. Una vez conocí a un idiota llamado Arturo —murmuró—. Aquél, a mi lado, es un maestro de la sagacidad, porque yo debo de ser más tonto que los retrasados que se sientan en la plaza del pueblo y le sacan la lengua al mundo. ¿En qué estoy pensando?
Liberó con cuidado al niño de los ropajes empapados. «Es increíble —pensó— lo que pueden aguantar los críos pequeños, pero eso no es nada comparado con lo que hacen los adultos cuando les falla la sensatez: en Andalucía se dice que el que cría al hijo de otro lleva un pedazo de carbón candente en el pecho.»
Apretó al bebé contra su cuerpo para calentarle la piel fría.
—Y en Persia —continuó en voz alta— sostienen que el amor de un niño es como el agua en una cesta. Sí, soy un idiota.
Acomodó al niño en su brazo. El pequeño le dirigió una mirada inquisitiva, como suelen hacer algunos bebés que nacen con la mirada de un anciano. Un crío de pelo rubio y ojos azul ultramarino. Los labios finos ya habían recuperado su color natural.
Giuseppe le contó los dedos de pies y manos, y concluyó que no tenía defectos de ningún tipo. Después le miró la fontanela y dedujo que no podía tener más de veinte días.
—Y sigue estando gordo de leche materna. Existen lugares donde esas cosas se venden.
—Tienes razón, Seppe, los niños son una magnífica mercancía. Pero habrás de esperar hasta que pueda trabajar para ganarse el sustento, y cuando él alcance la edad para trabajar en los campos, tú tendrás la espalda encorvada y un pie en la tumba. Piénsalo bien, viejo, porque el destino que le estaba asignado sigue estando ahí.
—¿Te refieres al río?
—¿A qué, si no?
—Eso sería asesinato.
—Eso sería cumplir los deseos de su familia. Tienes la fastidiosa costumbre de estar continuamente estorbando a los demás.
Giuseppe se colocó al pequeño en el regazo. Aún guardaba en la boca el regusto del río y pensó en los amargos tubérculos con que había sobrevivido los últimos días.
—Simplemente porque era demasiado fino para mendigar.
—Porque no había nadie a quien pedir. Si hubiera habido alguien, te habrías puesto a cuatro patas con la lengua colgando, como un perro. Vuelve a echarlo, Seppe. Pertenece al río.
Giuseppe levantó al pequeño y lo tuvo suspendido sobre el agua.
—Si al menos no me mirase así.
—Cierra los ojos y termina de una vez.
—Eres un cínico, Rinaldo. Pero ¿qué puedo hacer, si no? No soy capaz ni de alimentarme a mí mismo.
—Por fin habla la sensatez.
—No me des la razón, Rinaldo, que me ahuecas el juicio.
Giuseppe hundió el pequeño cuerpo en el agua.
—Es mejor así —susurró, y vio que el cuerpo adquiría los tonos del río.
El agua cubrió la cabeza desnuda.
—¿Por qué no cierra los ojos? ¿Por qué me mira fijamente?
—Suéltalo, bobo.
—Mis manos se niegan a obedecerme.
—Eres tú quien decide. Suéltalo y dale la espalda.
—Le salen burbujas de la boca.
—Eres un bobalicón. Suéltalo, te digo.
Con un movimiento rápido, Giuseppe subió al niño a bordo.
—Lo venderé. Está decidido: lo venderé a cambio de un buen dinerillo. Hay muchas mujeres estériles que serán generosas a cambio de lograr un niño tan bien formado. Y no es nada feo.
—Acabas de salvar el pellejo de forma milagrosa, y cinco días más tarde vuelves a desafiar al destino. Ese crío va a ser un estorbo para el resto de tus días. No olvides que estás huyendo. Da al río lo que le pertenece.
—Tal vez estoy saldando una deuda, ¿no? ¿No debo acaso la vida?
—¿Cuál fue la última vez que pagaste lo que debías?
—Alguna vez tiene que ser la primera.
Giuseppe se desplomó en el fondo de la lancha. Tenía al pequeño sobre la tripa. Pesaba menos que un gorrión. Había entrado en un sueño profundo, pero aun así ligero, como si no sólo hubiera salvado la vida, sino que la hubiera asegurado para los años siguientes. Qué confianza en la vida. Qué candidez.
—El alma se me encoge ante tanta ingenuidad.
Sacudió la cabeza.
—¿Dónde estás, Arturo? —susurró—. ¿Dónde estás, cretino espabilado, que me has dejado ver el mundo a través de tus ojos?
Se acurrucó sobre el niño, y así estuvieron tumbados, pegados uno a otro como dos cucharas, hasta que se hizo de noche y la lancha llegó a una pequeña abadía que había a orillas del Serchio.
En un pequeño embarcadero había dos franciscanos y un novicio pescando. El más corpulento de los frailes entonaba una canción alegre acerca de las bondades de una vida terrenal moderada y piadosa. Tenía una voz clara y aguda. Tal vez un tanto demasiado aguda para ser natural, pero sonaba bella y limpia, y el eco que siempre surge al crepúsculo le daba mayor plenitud.
Al fondo se vislumbraban los montes azulados, y los hábitos grises de los frailes completaban la apagada escala cromática que hacía juego con el agua del río, igual que el tomillo con el cordero lechal. Un anochecer inusualmente bello para un estómago inusualmente vacío.
Giuseppe trató de asearse lo mejor que pudo, mientras rezaba por que le hubiera vuelto la suerte. Todo parecía indicarlo, pues siempre había preferido los frugales franciscanos a los celosos dominicos.
—Pues ¿qué es la vida sino hacer penitencia, predicar y evangelizar? Pero yo siempre he hecho eso, a mi propia y modesta manera.
—Ya se oye la lengua zalamera, debe de haber una comida a la vista.
—No me lleves la contraria, que no estoy en condiciones de mirar por encima del hombro a una orden mendicante.
—No, nunca has tenido empacho en refocilarte en la inmundicia.
—Desde luego, tengo derecho a pedir ayuda, pues nada poseo. Más aún, he legado todo a un idiota de Florencia, que probablemente ha malgastado ya los frutos de una larga vida dedicada al servicio de la Botánica. Giuseppe de Umbría es humilde, bondadoso y abstemio.
—Lo que hay que oír.
—Y llevo cinco días sin comer nada.
—Vaya, la lengua se ha enderezado y de ella sale la verdad.