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Authors: Bjarne Reuter

Tags: #Aventuras, histórico

El Embustero de Umbría (4 page)

—¿Ha traído los polvos? —preguntó Lambrini, ansioso.

—Pagamino acostumbra cumplir lo prometido; pero brindemos antes por nuestra salud. —Tendió la mano hacia atrás y destapó una cantimplora marrón. El enano dirigió una ávida mirada de reojo al líquido que le estaba sirviendo en un vaso—. Esta bebida está hecha a base de anís, raíz de cálamo aromático, jengibre e hipérico, añadiendo una pizca de la raíz que proviene de las zonas más recónditas del mundo. Si viajas lo suficientemente lejos, puedes encontrar al borde del abismo la Raíz de Todo Mal, que tantas vidas ha costado, pero que también ha salvado al menos otras tantas; no en vano se trata de un cáliz sagrado, un antídoto excepcional. Lo cierto es que si quieres resistir a la epidemia, tienes que tomar algo de esto. En Francia ingieren esta bebida en la corte, junto con la Sagrada Forma. No me queda mucha, pero compartiré contigo las últimas gotas, diminuto amigo. Echa la cabeza atrás, apóstol de la felicidad. —Vertió un poco del brebaje en la boca abierta del enano.

—Sabe a anís —dijo, secándose los labios.

Giuseppe se aclaró la garganta y habló con voz distraída:

—Y tú ¿sigues trabajando en casa de su excelencia?

Lambrini se le acercó más.

—Mi mujer y yo nos ganamos la vida en casa del padre Agostino, donde lavamos la ropa, limpiamos y nos ocupamos del servicio; mejor trabajo no se puede tener. Pero dígame, maestro, ¿dónde están los polvos? Estoy impaciente. Maese no sabe lo que es ser pequeño, no conoce los desprecios y las risas que acompañan a un enano desde la cuna hasta la tumba. Mi inteligencia no es poca, mi corazón es tan grande como el suyo, únicamente los brazos y las piernas son más cortos, y aun así el mundo sólo tiene burlas para mí.

El rostro de Giuseppe se tornó serio.

—Pero ¿seguro que estás preparado para una transformación tan grande?

—Más de lo que cree. Me muero de ganas por tener extremidades como las de los demás.

Giuseppe carraspeó.

—En cuanto al pago…

—Diga cuánto es, maese; no tema, que Hortensia y yo hemos estado ahorrando.

—A propósito de tu mujer —murmuró mientras examinaba con cara de médico experto los huesos del enano—: ¿sigue llevando comida a los condenados?

—Sí, maese, todos los días lleva comida y agua a esos pobres diablos. Sus descripciones de la mazmorra no son para almas delicadas. Pero las casas de los poderosos, maese, rebosan un esplendor nunca visto: suelos de mármol, columnas de oro y paneles de marfil. En la iglesia hay frescos del apóstol san Juan, y es cierto que el obispo posee el
Volto Santo
—dijo el enano, poniendo los ojos en blanco.

—Ten la bondad de arrojar algo de luz a la memoria de un anciano. No recuerdo qué es el
Volto Santo.

Lambrini se santiguó.

—Está colgado en la catedral, maese: es un crucifijo de madera de cedro, hecho por Nicodemo, que estaba presente cuando crucificaron al Hijo de Dios. Dicen que van a sacarlo en procesión a la plaza cuando el obispo derrote al Maligno. Pero antes hay que quemar a la vieja.

Giuseppe asintió en silencio y destapó la cantimplora.

—Pero dime, amigo, ¿has visto a esa mujer?

—No, maese, la tienen encerrada en una jaula, vigilada noche y día por la guardia de Agostino, nobles caballeros armados de espadas y ballestas. Pero mi esposa la ha visto. La bruja tiene dientes de león y despide fuego por la boca cuando habla.

Había lágrimas en los ojos de Lambrini.

Giuseppe lo tomó por los hombros y le permitió volver a degustar la Raíz de Todo Mal.

—Cuánto sabes, paticorto.

—La vieja es de un pueblo de las montañas, donde solía celebrar aquelarres y beber sangre de recién nacidos. También ha reconocido que se ha acostado con el Maligno. ¿Queda algo en la botella?

—Queda más, tranquilo. Pero dime, ¿esa mujer ha tenido también un hijo con el Anticristo?

—Un bastardo, maese. Cuentan que el niño se pasa llorando la noche y el día. Por fuera parece un chico normal, pero por sus venas corre sangre negra. No le late el corazón, porque no tiene; y lo peor es que…

—Adelante, amigo.

—Puede transformarse.

—¿Transformarse?

El enano asintió con la cabeza.

—En cuervo —musitó—. La Biblia no es mi fuerte, y no sé leer en latín, pero en las Sagradas Escrituras se dice que el Diablo tomó posesión de una mujer, que se quedó preñada y dio a luz un chico que era mitad persona, mitad pájaro. Hay frescos donde se representa esa visión horripilante. Pero deje que le cuente las relaciones que tiene ella con los sapos, porque es como para poner los pelos de punta.

—Sí —murmuró Giuseppe—, es cosa sabida que las brujas y los sapos forman una hermandad impía.

—En casa de la bruja hay un sapo que es mayor que un verraco. La vieja viste al batracio con levita, calzas y chaleco de seda —dijo el enano, temblando de agitación.

Giuseppe volvió a destapar la cantimplora.

—Vamos, bebe el resto, querido amigo, y dime: ¿dónde van a quemar a la bruja?

—En el cadalso que ha ordenado construir Agostino a los pies de la catedral. Si sube al pescante, lo verá.

Giuseppe montó al pescante y miró por encima del denso mar humano; enseguida divisó una gran plataforma rodeada de soldados.

—¿Cuánto tiempo lleva esperando toda esta gente?

—Desde que corrió el rumor de que Agostino había apresado al hijo de Lucifer, maese. Pero como le conté en Nápoles, esos asuntos pueden alargarse. La Inquisición ya ha llegado, pero se toma las cosas con calma.

—No hay cosa más paciente que un público que espera sangre —afirmó Giuseppe, sentándose. Durante un momento se olvidó completamente del enano y de su mujer—.
Quinta essentia
—murmuró—.
Quinta essentia.

Pronto surgieron en su interior voces conocidas. La voz moral tenía la iniciativa flagelando a la voz dócil, que por su parte dijo que nunca iba a estar tan cerca de su objetivo.

—Ahora puede medirse en metros la distancia a lo infinito. No tengo más que extender la mano, y lo que se prometió en las calles de Damasco se hará realidad. Toda una vida adquiere de pronto significado.

—Calla, apóstol de la codicia
—lo regañó Rinaldo.

—Ya has oído lo que ha dicho el renacuajo: su mujer puede procurarme lo que he soñado desde que abandoné las arenas del desierto.

—Vete de aquí, perro, ¿no te das cuenta de qué es lo que está en juego? ¿Te falla el juicio? Haz lo que haces siempre, mete el rabo entre las piernas. Piensa que es el bastardo del Diablo el que está bajo siete llaves.

—Exactamente, y me estremezco al pensar lo cerca que estoy del objetivo. Hay en Bagdad cuarenta y una bibliotecas, pero nadie sabe cuántos volúmenes hay, aunque algunos de ellos tratan con toda seguridad de los textos apócrifos, igual que los cinco millones de libros de los sótanos de Trípoli, encuadernados en cuero, encerrados bajo siete llaves, escritos con dedos temblorosos, tiznados y arrugados, la escritura inclinada, negra como el carbón, tachada y repetida, con unidades de medida ilegibles: un fajo, fasciculus, cerca de treinta gramos; un manojo, manipulus, unos quince gramos. Pugillus, lo que puede cogerse con tres dedos. Me lo sé de memoria. Sí, hombre, la vieja fórmula milenaria. Podría ser que estas manos, que han molido tantos polvos y mezclado tantos elixires…

—Que nunca han tenido efecto más que en tu propia panza, que iba creciendo gracias a la ingenuidad de la gente. Largo de aquí, lengua desatada, vete de Lucca inmediatamente, porque veo que la desgracia va a llegar con el crepúsculo.

—La desgracia llegó contigo, Rinaldo.

—Pues hazla realidad, si eso es lo que buscas.

—Entonces ven conmigo, Rinaldo.

Giuseppe abrió los ojos y sonrió a Lambrini, que había terminado su relato acerca de las virtudes de su mujer.

—Debe de ser un auténtico ángel.

—Lo es, maese. Pero ahora quiero ver los polvos mágicos.

—¿Polvos? Ah, sí, los polvos, es verdad. —Se puso a revolver entre vasijas y saquitos de cuero, que estaban colocados de cualquier manera en el carro—. Espero que no lo hayan robado —murmuró.

—No diga eso —gimió Lambrini—. No diga eso, maese.

—La fama suele viajar más rápido que uno mismo —dijo con un suspiro—. Ayudo a muchos, pero también hay que rechazar a otros, porque yo no sano a los leprosos ni a los sordomudos, y al que sólo le queden las encías en adelante habrá de comer con cuchara. Ah, aquí está ese poquito de polvos que tienen un efecto tan grande. Y es que la luz divina no diferencia entre grandes y pequeños, sino que brilla para todos nosotros por igual. —Depositó un cofrecillo en sus rodillas—. La mitad de esta cura milagrosa es para una persona noble de Pisa, que tuvo un encogimiento el pasado invierno. Una mujer alta y delgada, pero que ahora está reducida; vamos, que tiene la mitad de tu estatura, Lambrini. Vive en la oscuridad porque no desea que el mundo contemple su desgracia.

—Pero la otra mitad, maese, la otra mitad es para mí, ¿verdad? Pertenece a Lambrini, tal como me prometió, ¿no?

Giuseppe suspiró y movió la cabeza de lado a lado, resignado.

—Muchas cosas me han ofrecido a cambio de estos polvos —murmuró—, porque el mundo está lleno de engendros, mujeres bracicortas, niños sin pies y hombres que sólo tienen un colgajo donde los demás cargamos con nuestro miembro.

—Bueno, pero nosotros dos hicimos un trato, ¿verdad, maese?

—A ver si podemos ponernos de acuerdo en el pago, Lambrini.

—Nada más fácil, maese. Propongo que hagamos lo que dice mi mujer.

—Y ¿qué es lo que dice?

—Hortensia opina que maese debe cobrar veinte florines ahora y otros cien cuando hayamos comprobado el efecto de los polvos.

—Pero, hombrecillo de Dios, ¿crees que tomas los polvos por la noche y te despiertas con las extremidades de un atleta griego? Mi querido amigo, eso lleva tiempo, a menudo varias semanas.

—Puedo esperar, maese.

—Pero yo no, porque voy camino de Pisa, de modo que propongo un trato sin dinero por medio.

—¿Sin dinero, maese?

—El dinero nunca me ha gustado —dijo, sacando la lengua y escupiendo—. Lo único que pido es un favor de amigo.

El enano se quedó mirándolo.

—¿Un favor de amigo?

Giuseppe se inclinó sobre él.

—¿Sabes el destino que aguarda al hijo de Lucifer?

—Dicen que va a arder en la hoguera con su madre.

—Justo lo que me temía, menudo despilfarro.

—¿Despilfarro, maese?

—Exacto. El rapaz no es como los demás niños, por eso va a ser un despilfarro incomprensible si lo queman sin más, ya sabes a qué me refiero, ¿no? —Se quedó mirando al vacío—. Si todo cuanto contiene termina en un montón de ceniza.

—Pero, maese, es el hijo del Príncipe de las Tinieblas.

Giuseppe agarró al enano del brazo y bajó el tono de voz.

—Lo sé, Lambrini, y precisamente por eso tengo que verlo. ¿Comprendes lo que te digo? Tengo que verlo antes de que lo quemen. No he atravesado el desierto y arriesgado la vida en las pérfidas callejas de Damasco para nada. Nunca volveré a estar tan cerca. Nadie volverá a estar tan cerca.

—Pero, maese…

—No me lleves la contraria, enano —zanjó, enderezándose hasta parecer de repente una torre ante el hombrecillo—. Porque las cosas se te torcerán si te interpones ante alguien de mi calibre. —Tomó un sorbo rápido de la cantimplora de agua, reflexionó y sonrió a Lambrini con aire paternal—. Consigue que pueda estar con el chico y los polvos serán tuyos. No va a costarte ni un miserable florín.

—Pero, maese, cómo voy a…

—Llévame a donde el verdugo.

Los grandes ojos castaños del enano adquirieron una expresión de desaliento.

—Del Sarto —susurró.

—El verdugo tiene acceso al chico, ¿no?

—Pero Del Sarto es una persona terrible. Grande como un armario y con un ojo azul cielo, lechoso y de aspecto repugnante. Cuando aparece en el pórtico, un viento helado atraviesa el lugar. Lleva un hábito negro, siempre con la capucha puesta, pero en la oscuridad se ve el brillo del ojo enfermo. Junto a él camina su perro, que no es un perro, sino un lobo, una bestia espantosa de colmillos afilados y dos ojos tan extrañamente azules como el ojo enfermo de su amo. Se dice incluso que esa fiera ya ha probado la carne humana, y que Del Sarto la alimenta a base de herejes.

Giuseppe miró ante sí y repitió el nombre del verdugo.

—Son interminables las historias que se cuentan de él —continuó Lambrini—; hasta el poderoso Tiziano lo teme.

—¿Tiziano? ¿Quién es Tiziano?

—El capitán de la guardia ecuestre, un hombre esbelto y gallardo, el orgullo de la ciudad. Es la mejor espada de Lucca y el protector de todos nosotros. Si Del Sarto es la mano izquierda de Agostino, Tiziano es la derecha; pero la mano derecha no siempre sabe lo que hace la izquierda.

—Llévame a Del Sarto y serás feliz.

Lambrini sacudió la cabeza.

—Es imposible, maese. Raras veces abandona la fortaleza, pues teme la venganza de todas las familias que han perdido un hijo o un hermano en los pasadizos subterráneos de la catedral.

—Los polvos serán tuyos. Piénsalo bien, Lambrini. Piensa en conseguir brazos y piernas como los de los demás. Piensa en las posibilidades que van a abrirse ante ti: mujeres, fortuna, distracciones, admiración. Cierra los ojos e imagínalo. —Agarró al enano—. Di a Del Sarto que maese Pagamino puede sanar su ojo enfermo. Mataremos dos pájaros de una pedrada, y al cabo de pocas semanas podrás mirar al verdugo a los ojos, pues entonces los dos seréis hombres gallardos.

Lambrini apretó los puños.

—Tengo que hablar con Hortensia —susurró—, pero no puedo prometer nada.

Giuseppe bajó los párpados.

—Eso no sería correcto. No hay cosa que desprecie más que la gente que promete cosas que no puede cumplir.

—Vaya a la puerta norte de la ciudad al caer el sol —dijo Lambrini, besando el dorso de la mano de Giuseppe—, y traiga los polvos. No lo olvide, ¡los polvos!

Giuseppe posó la mano sobre la cabeza del enano.

—Como ordena el Señor, pues escrito está en la Biblia de los infieles que Dios siempre ha elegido a su profeta del redil.

4

Giuseppe hace testamento e invoca
a las estrellas de Túnez

Cuando comenzó a anochecer, Giuseppe había terminado su cena, consistente en melocotones, carne de gallina y pan recién hecho.

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