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Authors: Bjarne Reuter

Tags: #Aventuras, histórico

El Embustero de Umbría (6 page)

—Vaya inconstancia la mía —dijo con un suspiro.

Porque aún tenía la posibilidad de dar la vuelta y volver al asno, al carro y al buenazo de su alumno sin que nadie le pidiera cuentas. El aire estaba lleno de malos augurios, lo percibía, aunque no se oía nada; no había nadie a la vista, ni una miserable salamanquesa. Todo estaba silencioso.

—Hasta los murciélagos han encontrado otros terrenos de caza. —Miró en derredor—. Por eso —musitó—, por eso voy a salir, nada más fácil, y no ha pasado nada, se trata simplemente de mover las piernas. Ya conozco el camino de regreso. Y pronto estaré de nuevo sentado en el pescante junto a mi despreocupado alumno. Le devolveré la piedra, porque no me han gustado sus palabras. Lo que le hace falta es mano dura y una educación apropiada.

La idea lo reanimó, y sintió alivio: se había quitado un peso de encima, un yugo que había llevado sobre los hombros durante decenios; un sueño que había guiado sus pasos desde Damasco hasta la catedral de Lucca. Aunque el camino había sido largo y había durado la mayor parte de su vida, había merecido la pena. Las circunstancias le habían dado una nueva perspicacia. «No en vano —se dijo—, hasta que estás en el interior del templo no reparas en los puestos de mercaderes de palomas y las mesas de los cambistas, justo lo que le sucedió al Hijo del Señor en Jerusalén.»

—Y en el bolsillo tengo una simple piedra —prosiguió en voz alta—, que me han entregado con la mejor de las intenciones. Por eso la llevaré encima hasta el fin de mis días.

En eso se abrió la puerta.

Giuseppe miró fijamente a un hombre corpulento vestido con un delantal de cuero brillante.

—¿Pagamino? —refunfuñó el hombre.

Él vaciló, pero después hizo una reverencia.

—Así es como me llamo: Giuseppe Pagamino.

La puerta se abrió del todo. Giuseppe la traspasó.

El taller era largo y estrecho. En una mesa se alineaban botas de montar ordenadas según el tamaño. Había herramientas diversas colgadas de la pared, y en el suelo pieles curtidas y cajas de clavos.

La puerta se cerró.

—Espera aquí.

Fue entonces cuando Giuseppe advirtió una cortina al fondo del cuarto.

—Ha llegado Pagamino —dijo el guarnicionero.

Después corrió la cortina a un lado y le dijo a Giuseppe que se acercara.

La estancia era cuadrada, y las paredes de tono marrón rojizo estaban decoradas con cuadros grandes y pequeños de colores recargados. Los retratos tenían en común que eran bastante monstruosos: una nariz demasiado grande, una boca torcida, una frente que sobresalía, un ojo que descendía hasta la mejilla.

Del Sarto estaba sentado en un sillón. Llevaba puesto un hábito negro con una capucha puntiaguda que ocultaba la mayor parte de su cabeza. Sólo asomaban la parte inferior del rostro, la poderosa mandíbula y el extremo de la nariz. El aire que lo envolvía era denso y seco, con un débil olor a ceniza, como ese tipo de aroma cuyo único propósito es esconder otro.

—Le agradezco que permita mi presencia —murmuró Giuseppe.

El zapatero puso una silla a su alcance y abandonó la estancia.

Giuseppe tomó asiento y vislumbró por primera vez el ojo azul hielo semioculto por el hábito negro. «Existe un silencio parecido —pensó—, un silencio expectante, caviloso, junto al Tigris y el Éufrates; de hecho, junto a todos los ríos grandes. Una calma absorta. No hay cosa tan cínica como el agua de río, porque no distingue entre la vida y la muerte.»

—Tienes algo para mí —dijo Del Sarto con voz baja y profunda.

—Un ungüento,
signore
—respondió—, un ungüento para el ojo enfermo.

La mano del verdugo se abrió. Le faltaba la última articulación en cuatro de los dedos. Despedía un olor que a Giuseppe le recordó al del líquido de embalsamar. Ofreció a Del Sarto la vasija con el remedio, que estaba hecho siguiendo una receta a base de ortigas. Tenía un aroma agradable y era de un bonito color verde.

—En otra época se utilizaba para las hemorragias nasales.

—¿Las hemorragias nasales?

—Sí,
signore
, pero ahora se emplea exclusivamente para ojos enfermos.

El verdugo echó para atrás la capucha. Tenía la cabeza rapada. El cráneo era amarillo y armonioso, pero lo que llamó la atención de Giuseppe fueron sus ojos. Uno de ellos era negro, y el otro, azul claro centelleante, aunque de ningún modo lechoso. La piel de su rostro estaba llena de agujeros de todos los tamaños, algo parecido al maderamen del carro de Giuseppe. Tierra de gusanos y carcomas omnívoras.

Del Sarto olisqueó el ungüento y respiró profundamente. Su enorme cuerpo empezó a temblar, los hombros subían y bajaban, pero no emitió sonido alguno.

—Y dime —rugió—, ¿qué esperas a cambio?

Giuseppe sopesó sus palabras.

—En realidad, sólo quería regalarle ese remedio, Del Sarto. No deseo nada a cambio.

—¿De verdad?

—Temo haberle causado ya demasiadas molestias.

—No hay muchos que arriesguen tanto sólo para dar un presente al verdugo de Lucca. ¿Podría haber algo que desearas como pago por tu valor?

—Mi profesión —murmuró, mientras se retorcía las manos— me ha llevado a todas partes, he mezclado muchos…

—Sé breve.

Giuseppe se humedeció los labios resecos.

—Tal vez sea mejor que me vaya,
signore
. Ya le he hecho perder demasiado tiempo.

—No antes de probar este producto maravilloso.

En un santiamén, Del Sarto se metió tres dedos en la cavidad del ojo y sacó el ojo azul claro, que lanzó por el suelo. Se quedó mirando fijamente con el otro, el negro, a Giuseppe, que siguió el desplazamiento del ojo de cristal hasta la pared, donde golpeó el zócalo antes de volver rodando lentamente.

El ojo negro del verdugo adquirió de pronto una expresión expectante.

—¿Quieres restregar mi ojo para que veamos si el ungüento es eficaz? —susurró—. No, claro que no, porque no es a eso a lo que has venido. Un enano se ha ido de la lengua. Tú has venido por el chico, ¿verdad?

Giuseppe sacudió la cabeza.

—No; sólo que… —Se calló.

El verdugo se puso en pie. Le sacaba una cabeza a Giuseppe, que no era hombre pequeño.

Recogió el ojo de cristal y lo sumergió en una jarra de agua, donde tenía un aspecto más desagradable aún, si cabe. Después lo secó con un trapo y se lo puso, para poder observar a Giuseppe con la misma fijeza que con el negro.

—No hay que detenerse a mitad de camino.

—No —repitió Giuseppe—, no hay que detenerse a mitad de camino.

—Y estás a punto de hacerlo. Veo que las manos te tiemblan y tu boca se estremece. Tienes la cara bañada en sudor y te cuesta hablar. Es comprensible, porque no todos los días se encuentra uno frente a frente con un hijo del Anticristo. —Del Sarto sonrió, pero pronto recuperó la seriedad. Abrió la puerta—. Acompáñame —susurró—, hagamos juntos el último trecho.

Poco después se hallaban en las profundidades de la fortaleza, donde los sonidos eran inconfundibles: gritos y chillidos, gemidos y maldiciones, rezos y quejas. Un infierno de aflicción y desgracia.

«Es un auténtico infierno —pensó Giuseppe—. Lo merezcan o no estos pobres diablos, son las calderas de Pedro Botero. Sólo yo podría responder a qué hace aquí un desgraciado como yo, aunque no tengo ni idea, pero estoy seducido por una cinta de tela. Es lo que cabe esperar cuando injertas el saber con el deseo y ahogas la sensatez en vino especiado.»

Del Sarto abrió una pesada puerta y se dirigió a dos hombres encapuchados, que se inclinaron ante él.

El pasillo era estrecho y estaba flanqueado por pequeños cuartos oscuros, desde donde ojos aterrorizados miraban al verdugo, que no hizo caso de las manos implorantes y siguió hasta otro pasadizo, algo más allá.

Estaban junto a una escalera empinada y alumbrada por antorchas colgadas de la pared.

Del Sarto sacó el manojo de llaves.

—Sólo hay una persona en este mundo que puede venir aquí. Ahora voy a otorgarte el honor de ver lo que se concede a pocos. ¿No era lo que soñabas, Pagamino? ¿Ver al chico mientras aún respira?

Giuseppe juntó las manos.

—Un pedazo de su uña —susurró—, no deseo más que eso. ¿Es tal vez pedir demasiado? He hecho un viaje muy largo, y sólo deseo un pedazo de la uña del chico. —Se quedó contemplando una gruta en que había un muchacho flaco con pelo abundante y enmarañado, y una expresión que normalmente sólo se ve en las fieras.

—Míralo, míralo, Pagamino —gruñó el verdugo.

—¿Es de verdad…?

Del Sarto se inclinó hacia delante.

—El hijo de Satanás —siseó.

—Pero no parece… vamos, yo me esperaba otra cosa.

El verdugo puso la palma de la mano sobre el pecho de Giuseppe y lo apretó contra la pared.

—¿Qué sabrás tú, mercachifle?

—Yo no sé nada,
signore.

—No seas tan modesto. ¿Qué querías? ¿Una uña?

—Signore
—jadeó—, me arrepiento de mi petición. Estoy arrepentido por mi empeño. Si no le importa…

—Puedes llevarte todas las uñas que quieras.

Giuseppe se humedeció los labios.

—No le pido nada,
signore
. Tan sólo déjeme salir. Le presento mis disculpas por mi impertinencia. Ha sido usted sumamente amable, no lo olvidaré jamás.

—Lástima, has estado muy cerca —dijo Del Sarto, abriendo la puerta de la gruta. Al oír el sonido del manojo de llaves, el chico dio un grito y se refugió en un rincón—. Entra sin miedo, Pagamino.

—No, gracias,
signore
. Gracias, por lo demás.

El verdugo dejó caer la zarpa sobre Giuseppe.

—Los ojos que han visto al hijo del Diablo ya no pueden soportar la luz del día.

Giuseppe recibió un empujón en la espalda y aterrizó a cuatro patas en el frío suelo.

La puerta se cerró.

—Pero,
signore…

—Menuda experiencia. Menuda experiencia para un científico, pasar una noche acompañado del hijo de Lucifer. Podrás cortarle todas las uñas que quieras.

—La noche —murmuró Giuseppe, viendo cómo desaparecía Del Sarto escaleras arriba.

La luz desapareció con él.

Instintivamente, corrió a la verja y la sacudió, aun sabiendo que era en vano.

—Pero mañana me sacarán otra vez —susurró—. No puede ser de otra manera. No puede existir un destino tan cruel, ni paso en falso tan grande.

Calló y se dejó caer al suelo, dio la vuelta y tropezó con los enormes ojos negros que, según los rumores, estaban hechos por el propio Demonio.

—Me llamo Pagamino —dijo bajito—, Giuseppe Pagamino. ¿Cómo tengo que llamarte?

El muchacho abrió la boca, pero no emitió sonido alguno. En el lugar de la lengua sólo había un agujero.

5

Giuseppe se baña en un cilindro de oro y ve
la luna como mensajero entre la persona solitaria
y su alma perdida

En la penumbra del hoyo existe un sinfín de sonidos. Contrariamente a lo que cabría esperar, están llenos de vida, pues no hay bicho silencioso para un oído que no tiene otra cosa en que entretenerse que escuchar la vida de los gusanos.

En la penumbra del hoyo hay también una luz. Si se mira bien la noche eterna, la oscuridad se convierte en manchas luminosas que forman una escala ininterrumpida en las paredes del hoyo, donde también ciento veintiuna rayas marcan el comienzo del otoño y los cuatro meses que han transcurrido desde que encerraron a Giuseppe bajo la fortaleza de Lucca.

Estuvo solo desde que, a los cuatro días de llegar, los carceleros se llevaron al chico mudo. Éste berreaba mientras lo subían por la escalera, y sus chillidos siguieron colgados de las húmedas paredes, como un goteo silencioso. Giuseppe no tenía ni idea de la suerte que habría corrido, tampoco de la que aguardaría a la bruja de las montañas. Pero seguro que los quemaron en la hoguera. A madre e hijo.

Una vez al día le empujaban un cuenco de sopa en la oscuridad, y él lo devoraba y después pasaba el pan seco por los bordes hasta que desaparecía la última fibra de verdura.

No veía a nadie y sólo hablaba consigo mismo.

Pero a medida que transcurrían los meses encontró otros interlocutores, que accedían a detenerse para oír cómo era el mundo en Salerno, Damasco y Córdoba. A los gusanos les contaba la historia del frío del desierto y las cimitarras de los beduinos, les hablaba de sus hazañas juveniles y del falso Rinaldo, cuya voz hipócrita seguía teniendo que soportar. Y a los bichos a los que jamás se pondría nombre, les enumeraba los nombres de todas las hierbas del mundo, y finalmente se le ocurrió salmodiar las denominaciones en latín, en parte para oír su propia voz, en parte por tratar de recordarlas; pero cuando también aquello acabó en llanto, se entregó al silencio, que aliviaba su tristeza. Si había aprendido algo, era que hay que andar con cuidado con el llanto, porque con él llega el desaliento, y tras el desaliento aguarda la renuncia. En el silencio, la oscuridad y el frío encontró una red de caminos y senderos, un auténtico laberinto en que era fácil perderse. Allí estaba el hoyo donde lo metían cuando, de niño, era travieso. Y allí estaba el tonel donde se escondió cuando el labriego y sus hombres lo persiguieron armados de horcas cuando descubrieron las lápidas volcadas. Siempre aquella oscuridad, siempre aquella soledad.

—La locura es el único atajo para salir de este laberinto.

No sabía cuándo era de día y cuándo de noche, pero la peste de sus propias heces no era nada comparado con la fetidez de su carne muerta. Tenía una herida en el tobillo que no lograba cicatrizar. Trató de sanarla con saliva, pero seguía quedando un pedazo de carne muerta. Giuseppe ya sabía cómo se quita la carne muerta, y se llenó la mano de gusanos, que parecían hechos para tal fin.

De modo que había vida en el hoyo, porque mediante la descomposición todo renace, aunque con otra apariencia. Él, que con tanta habilidad empleaba la pala en una noche sin luna, estaba ahora enterrado en vida, y aunque él jamás había sido así, sabía que lo esperaba la demencia. Incluso hablaba con ella, porque tenía arrebatos que lo atacaban como la epilepsia. Entonces solía gritar con toda la fuerza de sus pulmones; golpeaba la pared con los nudillos y el suelo con la frente, se quedaba encogido, temblando de miedo, soledad y remordimientos, puesto que ¿a quién sino a sí mismo podía culpar de su mala fortuna?

—Siembras lo que has cosechado, viejo.

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