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Authors: Michael Ende

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

El ponche de los deseos

 

Belcebú Sarcasmo es un mago lleno de talento y acostumbrado al éxito. A pesar de ello, este año no ha logrado cumplir su cupo de maldades porque el Consejo Supremo de los Animales le ha enviado un espía: un gato con el sonoro nombre de Maurizio di Mauro. A la tía Tirania, bruja de profesión, le ocurre exactamente lo mismo: el cuervo Jacobo la vigila tan de cerca que frena sus malas acciones.

Tiranía y Belcebú están en apuros y el tiempo aprieta. ¿Podrán llevar a cabo su proyecto infernal antes de que suenen las campanadas de Año Nuevo?

Michael Ende

El ponche de los deseos

ePUB v1.1

Elle518
14.02.12

Título original:
Der satanarchäolügenialkohoöllische Wunschpunsch

Traducción: Jesús Larriba y Marinella Terzi

Cubierta e ilustraciones: Estudio SM

Michael Ende, 1989.

E
RA la última tarde del año y había oscurecido demasiado pronto. Nubes negras habían entenebrecido el cielo, y una tempestad de nieve azotaba desde hacía horas el Parque Muerto.

En el interior de Villa Pesadilla no se movía nada, excepto el tembloroso resplandor del fuego que ardía con llamas verdes en la chimenea abierta y sumergía el laboratorio mágico en una luz espectral.

El reloj de péndulo que había sobre la cornisa de la chimenea puso en marcha sus engranajes rechinando. Se trataba de una especie de reloj de cuco, pero su ingenioso mecanismo representaba un pulgar dolorido sobre el que descargaba sus golpes un martillo.

—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! —gritó.

Así pues, eran las cinco.

De ordinario, Belcebú Sarcasmo, Consejero Secreto de Magia, se ponía de buen humor cuando lo oía dar las horas. Pero aquella tarde de San Silvestre le echó una mirada más bien pesarosa. Le hizo un gesto de rechazo con un leve movimiento de la mano y se dejó envolver por el humo de su pipa. Con el ceño fruncido, se sumió en sus cavilaciones. Sabía que le esperaba algo muy desagradable y que le iba a llegar muy pronto, a medianoche lo más tarde, al cambiar el año.

El mago estaba sentado en una cómoda butaca de orejas que un vampiro muy dotado para la artesanía había hecho personalmente, muchos años antes, con tablas de ataúdes. Los cojines estaban confeccionados con pieles de ogro que, por el paso del tiempo, se hallaban ya un poco raídas. Este mueble era una herencia familiar y Sarcasmo lo tenía en gran estima, pese a que, por lo demás, era de ideas más bien progresistas y estaba al día, cuando menos en lo que se refería a su actividad profesional.

La pipa en que fumaba representaba una calavera cuyos ojos, de cristal verde, se encendían con cada chupada. Las nubes de humo formaban en el aire figuras extrañas de los más diversos tipos: cifras y fórmulas, serpientes enroscándose, murciélagos y, sobre todo, signos de interrogación.

Belcebú Sarcasmo suspiró profundamente, se levantó y comenzó a ir y venir dentro de su laboratorio. Le iban a pedir cuentas, de eso estaba seguro. Pero ¿con quién tendría que habérselas? ¿Y qué podía aducir en su defensa?

Y, sobre todo, ¿aceptarían sus motivos? Su alta y esquelética figura se hallaba cubierta con una bata plisada de seda verde cardenillo (éste era el color preferido del Consejero Secreto de Magia). Su cabeza, pequeña y calva, parecía apergaminada, como una manzana rugosa. Sobre su nariz aguileña se asentaban unas gafas enormes de armadura negra y con unos cristales, fulgurantes y gruesos como lupas, que agrandaban sus ojos de forma poco natural. Las orejas le colgaban de la cabeza como el asa del cubo. Tenía la boca tan estrecha como si se la hubieran abierto en la cara con una navaja de afeitar. En resumidas cuentas, no era precisamente un tipo en el que se puede confiar a primera vista. Pero eso no le preocupaba lo más mínimo a Sarcasmo. Nunca había sido un personaje muy sociable. Prefería no darse a ver y actuar en secreto.

I
NTERRUMPIÓ sus paseos y se rascó la calva, pensativo.

—Al menos el elixir 92 tendría que estar terminado hoy —murmuró—. Al menos eso. Siempre que no venga otra vez a interrumpirme el maldito gato.

Se acercó a la chimenea.

En las llamas verdes había sobre unas trébedes una marmita de vidrio en la que hervía una especie de sopa de aspecto bastante nauseabundo: negra como el alquitrán y viscosa como la baba de un caracol.

Mientras examinaba el mejunje removiéndolo con una varita de cristal de roca, escuchaba, sumido en sus pensamientos, el rugido de la tempestad, que sacudía las persianas. Por desgracia, la sopa tenía que burbujear un buen rato hasta estar perfectamente cocida y convenientemente transformada.

Cuando el elixir estuviera acabado, resultaría una poción totalmente insípida que podría echarse en cualquier comida o bebida. Las personas que lo tomaran creerían firmemente que todo lo que procedía de manos de Sarcasmo contribuía al progreso de la humanidad. El mago tenía el proyecto de ponerlo a la venta después de Año Nuevo. Lo venderían con la etiqueta «Dieta del hombre sano».

Pero todavía no estaba a punto. La cosa necesitaba su tiempo, y ahí estaba el problema. El Consejero Secreto guardó la pipa y dejó que su mirada se deslizara por la penumbra del laboratorio. El resplandor del fuego verde danzaba sobre la montaña de libros viejos y nuevos que contenían todas las recetas que Sarcasmo necesitaba para sus experimentos. Desde los oscuros ángulos del salón emitían misteriosos fulgores retortas, vasos, botellas y tubos en forma de alambique en los que subían y bajaban, goteaban y humeaban líquidos de todos los colores. Además había ordenadores y aparatos eléctricos en los que tremolaban constantemente lámparas minúsculas de las que surgían leves zumbidos y pitidos. En un rincón menos iluminado subían y bajaban, constante y silenciosamente, flotando en el aire, bolas con luces rojas y azules, y en un recipiente de cristal hacía remolinos un humo que, de tiempo en tiempo, se contraía para formar una fantasmagórica flor fosforescente.

Como ya se ha dicho, Sarcasmo estaba a la altura de los nuevos tiempos y, en ciertos aspectos, se hallaba por delante de su época.

Sólo en lo referente a sus plazos se encontraba irremediablemente atrasado.

U
NA leve tosecilla le hizo estremecerse. Miró a su alrededor. En la vieja butaca de orejas había alguien sentado.

«¡Ah! —pensó—. ¡Ha llegado el momento! Ahora lo importante es no achicarse.»

Naturalmente, un mago —sobre todo uno de la talla de Sarcasmo— está acostumbrado a que se le presenten todo tipo de criaturas extrañas, a menudo sin anunciarse y sin haber sido invitadas. Pero en esos casos se trata ordinariamente de espíritus que tienen la cabeza debajo del brazo, o de monstruos con tres ojos y seis manos, o de dragones que vomitan fuego, o de cualquier otro tipo de monstruosidades. Una cosa así no habría asustado lo más mínimo al Consejero Secreto: estaba familiarizado con esos seres y trataba con ellos todos los días, o todas las noches.

Pero el visitante recién llegado era completamente distinto. Tenía un aspecto normal, como cualquier hombre de la calle, inquietantemente normal. Y eso fue lo que desconcertó a Sarcasmo.

El tipo llevaba un correcto abrigo negro, un rígido sombrero negro en la cabeza, guantes negros, y tenía sobre las rodillas una cartera negra. Su rostro era totalmente inexpresivo, sólo un poco pálido, casi blanco. Tenía los ojos descoloridos y un poco saltones. Miraba sin pestañear. No tenía párpados.

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