—Pero ¿qué espera de mí?
—Que la saques de ahí.
Sor Emilia aguardaba en su celda.
Giuseppe se hallaba detrás de la abadesa, quien sin decir palabra abrió la puerta del cuarto de la joven monja, que estaba sentada en su camastro. Giuseppe se dijo que parecía una persona para quien la sentencia más severa del mundo no era nada comparada con la que ella había impuesto a su propia vida.
La abadesa estaba notablemente calmada, no quedaba en ella ni rastro de su habitual autoridad. Debía de habérsele contagiado la aflicción; tras presentar a Giuseppe, fue a sentarse en un rincón.
Fue entonces cuando la joven se echó la capucha hacia atrás y volvió la mirada hacia Giuseppe. Tenía el pelo rapado; la cuchilla había hecho su trabajo con meticulosidad: no quedaba un pelo en la cabeza afeitada, tan sólo una sombra rojiza, que reforzaba la seriedad de los rasgos.
Giuseppe se quedó mirándola y sintió que la sangre abandonaba su cerebro. Durante un breve instante temió que fuera a desmayarse; después encontró la jarra de agua, se sirvió y bebió hasta vaciar el vaso.
Luego se disculpó mientras se frotaba la cara como si quisiera arrancarse la piel. «Los astros me han mostrado el camino —pensó—, pero preferiría que fuera de otro modo, porque es un camino que no deseo tomar. Y yo que creía que no había ningún camino…»
Se giró y miró a la abadesa.
—De pronto me siento indispuesto —murmuró.
—¿Cómo?
—Pues sí, mareado e indispuesto. A decir verdad, ahora sé que no tengo cura para la enfermedad que sufre la muchacha. Ahora lo veo.
La autoridad de la abadesa retornó con fuerza redoblada. Apretó los labios.
—Te vas con el rabo entre las piernas.
—No, no me voy con el rabo entre las piernas.
—Mírame, Pagamino; ¡mírame y dime si no hay en tu corazón sitio para la hermana Emilia!
—Mi corazón sangra —susurró—. No soy el mismo. Estoy aturdido y mareado, la verdad es que debería estar tumbado. Llámelo irse con el rabo entre las piernas, llámelo como quiera. Pero no es justo, y desde luego no es cosa que pueda hacerse a un anciano.
—¿De qué hablas, hombre de Dios?
—Hablo de mi vida. He conocido terremotos y hambrunas, pero este instante es diez veces peor que la grieta de la tierra y los aullidos del intestino. Es algo que mina mi mente. Tuve una vez un asno que me ayudó a andar por el mundo, desde el reino de Nápoles hasta el obispado de Lucca. ¿Para qué? ¡Para que me encerraran! Si fue culpa del borrico que terminara en la mazmorra, era totalmente razonable que al final me lo comiese.
—No entiendo nada de lo que dices. ¿Puede saberse qué estás contando?
—¿Qué estoy contando? No me gusta pensar en ello. O sea que prefiero hablar de borricos.
La abadesa se puso en pie de un brinco.
—Entonces márchate, Pagamino. Déjanos. Haz lo que haces siempre. Busca el Paraíso.
—Eso, golpee a quien no puede defenderse.
—¡Márchate!
—No, no me marcho, porque si fuera ésa mi intención, el dolor sería tolerable. —Después miró a la joven monja—. Déjeme a solas con sor Emilia —susurró.
La abadesa abrió la puerta y le hizo una seña con la cabeza.
Giuseppe salió tras ella.
—¿Qué te traes entre manos, Pagamino?
—No me traigo nada, pero tal vez… tal vez exista un camino para entrar en la pena de la chica. Y si hay camino de entrada, también lo habrá de salida. Al menos así suele ser en las guaridas de los zorros.
—Pero ¡si aún no habéis cruzado palabra!
Giuseppe se apoyó en la pared.
—No, no hemos cruzado palabra, pero conozco su desgracia.
—¿La conoces?
—Sí. Dios mío, creo que he contraído la fiebre. Todo el cuerpo me arde.
La abadesa lo agarró del brazo.
—Perfecto. Entra al cuarto de Emilia, pero recuerda que estaré fuera. Has de saber que no toleraré ningún exorcismo.
—No habrá necesidad de ello. La verdad es que preferiría volver al berzal, o mejor aún, beber el brebaje del olvido.
—¿Tan mal está?
Giuseppe cerró los ojos y asintió en silencio.
—Tiene el corazón roto —musitó.
La superiora le puso la mano en el hombro.
—Eres un hombre extraño.
Él hizo un gesto con el brazo.
—No soy especialmente extraño —dijo con un suspiro—: sólo soy un profanador de tumbas corriente que nunca deja de meter la pata hasta el fondo.
La monja seguía sentada donde estaba la primera vez, con las manos juntas y los hombros inclinados hacia delante.
Giuseppe cerró la puerta y tomó asiento frente a ella.
—Me llamo Giuseppe —empezó—, y no nos conocemos… aunque estamos unidos de un modo extraño.
Emilia no reaccionó.
—¿Quieres mirarme, hermana?
La monja alzó la vista y trató de enfocarla en él, pero era como si sus ojos no quisieran obedecer a su mente.
Giuseppe la tomó de la mano.
—Emilia —susurró—, esto no me divierte, no me divierte en absoluto. Preferiría estar en cualquier otra parte. Sí, comprendo tu asombro, pero el caso es que te he visto con anterioridad. Aunque no aquí. Al principio no te he reconocido, porque en aquella época tenías una cabellera cobriza, abundante y hermosa.
La chica retiró la mano.
Giuseppe se retorció las manos.
—No sé cómo decir esto —murmuró—, porque lo que he de explicar va a dolerte, pero… Por empezar en alguna parte, estaba yo hace mucho viajando río abajo, tumbado en una lancha que arrastraba la corriente. Me detuve en un remanso, pues había oído voces. Voces de mujer. ¿Me oyes, hermana?
—Sí, lo oigo —susurró la muchacha.
Giuseppe inclinó la cabeza.
—Lo que vi aquel día me ha perseguido desde entonces, aunque el final de la historia no es tan triste como el principio. Lo que vi, hermana, fueron unas mujeres maduras y una chica muy joven.
Se detuvo al reparar en el brillo de los ojos de Emilia. Ella no se inmutó, no emitió sonido alguno, se limitó a mirarlo a través de gruesas lágrimas.
Giuseppe asintió con la cabeza.
—Eras tú a quien vi, tú y tu hijito pequeño. Me duele decirlo. ¿Estás aquí, mi niña?
—No, no estoy aquí,
signore.
—Sí, Emilia, sí que lo estás. Di que estás aquí. Si no lo dices, será mucho más difícil.
—Se equivoca, pues estoy en un lugar completamente distinto.
—¿Dónde?
—En el país de la soledad —respondió con expresión vacía—. Aquí no hay noche, ni día, ni sol, ni luna.
Giuseppe notó que le temblaba la barbilla y maldijo a su viejo corazón, porque la pena de aquella muchacha era tan grande que ocupaba todo el espacio.
—¿Cuál es tu nombre de pila?
—Me llamo sor Emilia.
Giuseppe hizo un esfuerzo.
—Vas a oír mi historia hasta el final; eso, si es que puedo terminarla. El caso es que vi lo que sucedió aquel día junto al río.
La chica sacudió la cabeza. Por primera vez salía de la burbuja en que había estado encerrada hasta entonces.
—Escucha —dijo Giuseppe—, escucha lo que ocurrió.
—No ocurrió nada.
—Emilia…
—Quiero que entre la madre superiora. Y quiero que usted se vaya.
—Hermana…
—Vamos —exclamó ella alzando la voz—, váyase, desaparezca de aquí, no me gusta su compañía.
—¿No quieres que te devuelvan a tu hijito?
Las manos que atacaron a Giuseppe eran como las garras de un halcón; se hundieron en su rostro y retorcieron su carne hasta hacerla sangrar. Al poco rodaban por el suelo, pero la chica no soltó su presa hasta que se abrió la puerta. Entonces comenzó un barullo peor aún, que sólo acabó cuando la joven trató de saltar por la ventana. De no ser por la resolución de la abadesa, habría logrado su propósito.
En aquel momento Giuseppe estaba echado en el suelo, tratando de determinar el alcance de los daños. Sangraba por la comisura de los labios, y le pareció que el ojo izquierdo se le había desplazado.
—¡Vete! —dijo la abadesa, abrazada a la chica.
Con dificultad, Giuseppe se levantó y fue como pudo hasta la puerta.
—Desaparece de aquí y llévate a tu alumno y tu carreta.
Él se apoyó en el marco.
—Seré un pillo, pero no cometa una injusticia conmigo.
—He dicho que te vayas.
Giuseppe salió fatigosamente al pórtico, donde dos hermanas miraban al interior de la celda con ojos espantados.
—Emilia —dijo.
La abadesa lo asió.
—¿No has oído lo que te he dicho?
Giuseppe ni la miró; miraba a los ojos a Emilia.
—Tu hijo —susurró—, tu hijo vive.
Estaba tumbado en el camastro, con la vista clavada en el techo. En el banco de al lado se hallaba Arturo.
—¿Quiere que le ponga un trapo húmedo en la frente, maese?
—Dame el trapo húmedo sin más. Aunque no sé de qué va a servir, si tengo la cabeza abierta.
Fuera tamborileaba la lluvia, y a lo lejos se oía el trueno, apagado y profundo, que sacudía el macizo montañoso y cuarteaba la corteza terrestre.
De pronto Giuseppe se volvió en el jergón y ocultó el semblante entre las manos.
—Piccolino… —musitó.
—No se entristezca por eso, maese.
—No sé si me entristece, Arturo. No sé nada. Nada.
—¿Nos vamos de aquí, maese?
Giuseppe se incorporó.
—Sí, nos vamos de aquí. No es que me haga ilusiones de que un hombre pueda escapar a su sombra, pero aquí no podemos quedarnos.
—¿Qué le ha pasado en la cara, maese?
—Es lo que se logra cuando se dice la verdad a la gente: te arrancan la piel. Tampoco se lo reprocho a la pobre chica.
—¿Qué chica, maese?
—Una de las monjas. Se llama Emilia. Es una persona desdichada. Destrozada por el dolor. No entres nunca en el dolor de otra persona.
Arturo sumergió el trapo en la jofaina y empezó a lavar la cara ensangrentada de Giuseppe.
—No comprendo. ¿Conoce a la monja?
—La conocí en otra vida. ¿Sigue el ojo donde ha de estar?
—Sí, los ojos están en su sitio, pero tiene algunos arañazos profundos. ¿Ha sido la madre venerable la que lo ha arañado, maese?
—Cuida la boca, cretino. ¿Qué manera de hablar es ésa? Ha sido cosa de la chica.
—¿La chica que conoció en otra vida, maese?
Giuseppe arrancó el trapo de las manos de Arturo.
—A veces te haces el tonto más de lo que eres, y me irrita oír a un cretino haciéndose el tonto.
—Perdone, maese.
—Me duele todo el cuerpo. Pero donde más me duele es en un lugar que no sabía que existiera.
—¿Voy en busca de la cantimplora de mandrágora?
—No; quiero que me escuches. Hace mucho tiempo, la primera vez que vi a Emilia, estaba a punto de ahogar a su hijo. Mejor dicho, un grupo de mujeres la estaba forzando a que lo hiciese. Tal como es costumbre cuando no puede ser de otra manera. Ella, como es natural, se sentía desgraciada. Tan desgraciada como solamente una madre puede sentirse. Pero la obligaron, y el río se llevó al niño.
Arturo se apoyó contra la pared y se hizo un ovillo.
Giuseppe sacudió la cabeza.
—Era algo insoportable de ver. No sé qué me dio, pero de repente el bebé estaba en mi lancha. Un niño bien formado, de cabello rubio y ojos azules. ¿Qué hacía en mi lancha? Por otra parte, ¿por qué había de llevárselo el río? ¿Por qué tener hijos para luego ahogarlos? Arturo, ¿estás llorando?
—Es que es muy triste, maese.
—Sí, es tan triste que ni siquiera un final feliz puede borrar la huella del pesar.
—Pero, maese, ¿ha olvidado las palabras del jardinero mayor?
—¿Qué pinta él en todo esto?
—Deberá salvar el pellejo tres veces, rescatar a un bebé de morir ahogado, conocer a una chica tanto entre los vivos como en el reino de los muertos, encontrarse con la peste en Londres y Marsella y, finalmente, atravesar el océano. ¿Ha oído, maese? Salvar a un bebé de morir ahogado.
—Sí, ya lo oigo. ¿Qué le pasa a este mundo? ¿Qué te pasa a ti? No lo soporto. Prefiero el azar a este destino funesto, y no vuelvas a decir una palabra sobre el jardinero mayor y su profecía, porque me estremezco al pensar que quizá no soy más que una marioneta. —Arrojó el trapo sanguinolento—. Al infierno con la lluvia —gimió—. También antes hemos viajado en medio de aguaceros. Aunque cayeran chuzos, apretábamos los dientes, y, aunque fuera un terremoto, sobrevivíamos a él. Y esta vida de convento no me agrada. Cuando las hermanas empiezan a arañarte hasta que sangras por darles una buena noticia, ¿qué no se les ocurrirá cuando tengas que darles una mala? No hay tiempo que perder: encontremos el viejo carro cuanto antes.
—Es usted una buena persona, maese.
—Cuantas más veces lo dices, más se te ven los cuernos de la frente. No sabes de qué estás hablando —repuso, sacudiendo la cabeza—. Todos mis arrepentimientos, todos mis fallos, los tolero, Arturo; pero nunca me digas que soy una buena persona, es como reírse de la luna.
La mirada de Arturo se encendió.
—Maese es una persona de verdad. Eso sí puedo decirlo, ¿no?
—¿Qué sabrás tú de mi vida?
—Sólo es cuestión de dosificar, maese.
—¿De dosificar?
—Sí, maese, la vida se compone de día y noche.
Giuseppe se inclinó hacia delante y cerró los ojos.
—Claro —murmuró—, y Satanás no es sino Dios de un humor diferente. —Alzó la voz—: Todos somos iguales bajo el cielo, caminamos sobre nuestras piernas torcidas, algunas más que otras, porque, como dice el cretino, sólo es cuestión de dosificar.
Llamaron a la puerta.
Arturo fue a abrir. Fuera estaba la abadesa.
—No riñamos más —murmuró Giuseppe—. Mi alumno y yo ya nos marchamos. Tal como se nos ha ordenado.
—Hay alguien que quiere hablar contigo.
La puerta se abrió de par en par. Entró sor Emilia, de una blancura cadavérica y con los ojos muy abiertos, como los de una fiera. Su cuerpo emitía una fuerza singular, pero Giuseppe sabía que la chica podía derrumbarse por el polvo de las alas de una mariposa. Los lagrimones que había antes en sus ojos se liberaron y resbalaron como canicas mejillas abajo.
—Me llamo Giulietta —musitó—. Una vez tuve un hijo, pero lo entregué al río.
Giuseppe asintió en silencio.
Se miraron fijamente, expectantes, inquisitivos e inquietos.
Giulietta buscó la mano de Giuseppe.