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Authors: Bjarne Reuter

Tags: #Aventuras, histórico

El Embustero de Umbría (20 page)

BOOK: El Embustero de Umbría
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Giuseppe vaciló. Debería marcharse ya, lo sabía bien, pero en el dedo meñique de la mujer había una sortija voluminosa con una piedra negra.

Observó la joya más de cerca, seguro de que para sacarla tendría que utilizar un cuchillo, porque los dedos de la mujer eran tan regordetes que el oro estaba enterrado en la carne.

—No habrás pensado cortarle el dedo a la señora, ¿verdad, ratero codicioso?

—Lo estoy sopesando. ¿No es acaso lo que me enseñaste cuando éramos jóvenes y sin escrúpulos?

—Y ¿no crees que la señora va a despertar cuando le cortes el meñique?

—Eso es lo que me fastidia. ¿Por qué comen tanto que las joyas no caen hasta que están en el ataúd?

—En ese caso, tendrás que armarte de un poco de paciencia.

Poco después estaba en el ancho pasillo, con la oreja en la siguiente puerta, que abrió con precaución. Una mujer dormía profundamente, aunque no sola: un joven yacía a su lado. Parecían madre e hijo, pero no lo eran. Giuseppe reconoció al mozo: era uno de los pajes.

«Cuánto libertinaje —pensó—, cuánta fornicación; estoy escandalizado. Y por si eso fuera poco, la mujer ha escondido sus joyas. Es que ya no hay confianza. El bienestar y la avaricia suelen ir de la mano.»

Miró más de cerca a la dama. Era bastante guapa. Tendría entre treinta y cuarenta años. De rasgos límpidos. Viuda, decidió. Se notaba en la boca amargada y la piel fresca. Él había conocido a varias viudas, también algunas vivas, todas ellas muy diferentes entre sí, pero todas tenían en común la piel fresca; el sol se había apagado en ellas, y ahora sólo las iluminaba una luna solitaria.

—Una lástima —susurró, mientras metía la mano bajo la almohada y sacaba una bolsita.

Sonrió. «O sea que has ocultado tus florines debajo de la almohada, qué pecaminoso; tal vez estaban destinados a quien te ha entretenido toda la velada. Pues habrá de contentarse con menos.»

Abrió la puerta y se deslizó satisfecho por el pasillo.

—Detente mientras estás a tiempo, ladrón miserable.

—He de buscar más, aún me deben mucho. Las mayores sortijas, es cosa bien sabida, suelen estar en los dedos más gordos, y es lo que vamos a encontrar más adelante. Recuerda que las encías existían antes que los dientes.

—Tu codicia te traerá la muerte, pronto llegará el día en que el verdugo tenga la última palabra.

—Te regodeas de antemano, encarnación de la maldad.

—Lo estoy viendo: el ratero sollozando y el verdugo encapuchado buscando su amuleto. El ladrón sigue siendo ladrón hasta en el cadalso.

Giuseppe giró en una esquina y pegó el oído a una puerta pintada de azul, asió la manilla y entró en una habitación mayor que la anterior, aunque menos lujosa. Allí sólo había una cama y un cofre, sobre el que estaba enrollada la ropa del ocupante.

El hombre dormía con la manta estirada hasta la barbilla. Llevaba la barba bien cuidada y parecía dormir tranquilo, sin sueños. No lucía ningún anillo en los dedos, ni había nada debajo de la almohada. El lecho era igual de espartano que el resto del cuarto.

—Bueno, se acabó la suerte.

—Puede que te haya tomado la delantera alguien con tus mismas aficiones.

—Serán los sirvientes, que despluman a los invitados.

—Cree el ladrón que todos son de su condición.

—Si el paje tiene los dedos largos, ¿de qué vamos a vivir los demás?

Giuseppe se separó de la cama. Un sexto sentido le decía que aquel hombre no era noble ni rico. Sin embargo, dormía en la nave elegante. Le inspeccionó la ropa y asintió con la cabeza para sí. Un soldado. Un soldado de Lucca. No podía ser peor. Se mordió los nudillos, consciente de que aquello estaba repleto de soldados de Lucca, porque el prometido de la hija del príncipe era ni más ni menos que el capitán Tiziano, el soldado más guapo de Italia, a pesar de que su rostro parecía siempre melancólico, o precisamente por eso.

Giuseppe había visto al capitán paseando por el jardín como una especie de Adán. A pesar de su expresión seria, aquel hombre estaba iluminado por una luz que lo elevaba por encima incluso de los nobles. La mujer del herrero decía que era hijo de reyes; ella tenía trato con los comensales de la mesa de honor, entre quienes era difícil distinguir la sangre azul de los burgueses, porque todos comían con las manos. Pero allí estaba el capitán, erguido como una estatua de sal; sus modales eran naturales, aunque refinados, jamás exageraba la cortesía, raras veces se oía un tono de falsedad en sus apreciaciones, y cuando lo ensalzaban por su trabajo, enseguida bajaba la mirada y cambiaba de tema de conversación. Y a pesar de que sus compañeros de borrachera disfrutaban llenándole el vaso, él solía llevar la embriaguez con dignidad, erguido como una vela de sebo, hasta que caía como un mástil tronchado por la mitad. Incluso cuando lo sacaban de la sala solía haber dignidad en su mirada fija, y no olvidaba saludar cuando pasaba junto al centinela. Tiziano era una delicia para los invitados y un motivo de orgullo para Lucca.

—Me recuerda un poco a mí —murmuró Giuseppe, rascándose el sobaco.

—Porque no tengo nada que temer. Entre Tiziano el Hermoso y Alberto el Venerable no hay ninguna cuenta pendiente, aparte de que nunca hemos estado cara a cara. No me extrañaría que su soldado hubiera ahorrado unos dinerillos.

—¿Vas a desplumar a un soldado de Lucca? ¿Tienes serrín en la cabeza? ¿No te basta con robar la flauta, y ahora vas a robar al flautista?

—La mayoría de los soldados de Lucca se alimenta asaltando a gente inocente. No muestran reparos en robar incluso a los pobres.

—Entonces, ¿por qué no llevas uniforme?

—Soy monje, como ves.

—Tú eres tan monje como una rata es un armiño.

—Sí, tú deberías saberlo, Rinaldo.

Se sobresaltó, como si su corazón hubiera dejado de latir.

La puerta se había abierto.

Una figura estaba entrando.

Giuseppe se quedó petrificado, pero el desconocido aún no se había acostumbrado a la oscuridad de la pieza, y aprovechó el momento para orientarse.

Se movió sigilosamente hasta el rincón más cercano y se deslizó hasta el suelo, sabedor de que se había hecho tan invisible como un avestruz en la sabana.

El hombre que estaba de pie junto al durmiente llevaba puesto un hábito negro con una capucha alta y puntiaguda.

Giuseppe se atrevió a alzar la mirada, y esa vez se convenció de que la suerte persigue de manera especial a los locos, porque él se encontraba en el rincón más oscuro de la estancia, aparte de que el intruso sólo tenía ojos para el soldado.

Se quitó la capucha.

Giuseppe se llevó una mano a la boca.

—Santo cielo, es Tiziano.

—Y si se da cuenta de que estás aquí, será tu fin.

—Como si no lo supiera. Rinaldo, nos veremos en el infierno, porque aquello está lleno de clérigos.

—Te atarán a una estaca, te untarán con miel y morirás como un pobre diablo, devorado por tábanos y avispas.

Giuseppe cerró los ojos con fuerza y se tapó los oídos. «Nada me ha de faltar —pensó—. No veo nada ni oigo nada, no estoy aquí en absoluto; al contrario, estoy sentado en una loma de Umbría, observando un rebaño de ovejas, pues soy el pastor del Señor y jamás he puesto los pies en Mirandola. ¿Qué iba yo a pintar allí, cuando me encaminaba a Ravena con la esperanza de cambiar un anillo por un asno? ¿Me oyes, Dios? Un asno, no deseo otra cosa. Ahí terminan mis sueños, en una carreta de dos ruedas con su correspondiente asno: no pido más. Ya me ocuparé de conseguir ungüentos, y en cuanto al sustento diario, no volveré a trabajar con una pala: me he hecho demasiado viejo para esa ocupación. Pero lo mejor es que he comprendido que es algo indigno e infame, pues los muertos merecen la paz de la tumba, y Dios sabe mejor que nadie que siempre he tratado de abandonar a los muertos tal como los encontraba. Incluso algunos, si he de decir la verdad, tenían un esqueleto con mejor aspecto al dejarlos que al descubrirlos, y bien sabe Dios que mi recompensa por esa buena acción nunca ha sido grande. De lo contrario, ¿por qué iba a meterme en este embrollo? Que el Todopoderoso me castigue con la mudez si no puede convertirme en cucaracha, hilandero o, mejor aún, pelusa de la manta del lecho. Eso, conviérteme en pelusa, amado Dios, porque se habla mucho en las Sagradas Escrituras acerca del pecador arrepentido y el ojo de la aguja. Pocos camellos han pasado por ahí. Perdona que la memoria me falle y que me enrede con las citas de la Biblia. Y ahora Tiziano, quién iba a pensarlo; y lleva un cuchillo en la mano. Ya noto su filo.»

Pero Tiziano sólo se ocupaba del hombre del lecho. Con el puñal en la mano, se inclinó sobre él.

En aquel momento el durmiente abrió los ojos. Durante un segundo el tiempo quedó en suspenso, pero el capitán enseguida se abalanzó sobre él. El hombre sacudió las piernas, pero Tiziano era más fuerte, y el cuchillo ya había hecho su trabajo. La sangre salía a borbotones por la garganta del soldado, cortada de oreja a oreja. En un santiamén, la cama se convirtió en un cenagal rojo.

Giuseppe se llevó la mano al cuello y jadeó. «Es mi sangre la que chorrea —pensó—, porque no se limita a fluir, salta en todas las direcciones. No se puede respirar con este tufo. ¿Por qué el asesino no abandona el lugar del crimen, si hace tiempo que la víctima se ha desangrado?»

Pero Tiziano esperó hasta que el hombre emitió los últimos estertores.

Vaciló un instante, pero después arrojó el cuchillo al suelo, retrocedió hasta la puerta y salió.

Silencio.

Por el pasillo no se oía nada, ni siquiera los pajaritos cantores que solían anunciar el alba. El crimen había dejado paralizado al mundo.

—Despierta, calamidad.

—Creo que voy a vomitar.

—¿Qué pasa? ¿No lo soportas? ¿Tú, que has consagrado la vida a la podredumbre?

—Lo que no soporto es lo que veo. Si me encuentran aquí… Sólo de pensarlo me dan escalofríos.

—¿Por qué no pones pies en polvorosa?

—Porque me he quedado sin sangre. Estoy flácido como un puerro cocido. He sido testigo de un asesinato. Santo cielo, el capitán ha matado a uno de los suyos, y yo aquí oyendo cómo gotea la sangre. Me da la sensación de que cada vez más me hallo en lugares en que no es saludable estar. Ya no sé qué es peor, si ser testigo de un crimen o su víctima.

—Pronto conoceremos la solución del enigma.

—Calla, rey de los cínicos, ¿no ves que estoy untado de brea hasta el cuello?

—Si naciste entre la brea, Seppe.

Se puso en pie con dificultad y examinó de cerca al muerto. Los ojos del soldado sobresalían como huevos de codorniz. El corte de la garganta se había abierto más, y recordaba al pico de un ave asomando del nido. La sangre había dejado de correr, pero el hedor de la que había brotado ya era horrible.

Giuseppe se dirigía hacia la puerta cuando oyó voces fuera. Aterrorizado, cayó al suelo, con los nudillos prietos contra la boca. La gente que caminaba por el corredor se había detenido. Sus voces se oían amortiguadas. Calculó que eran tres.

—Soldados —jadeó.

Debían de ser soldados que iban a ver a su colega. Pero ¿qué encuentran? Una garganta abierta, el cadáver de su compañero y al autor del crimen, tumbado en el suelo como un perro.

—Vas a morir, Seppe.

—Así parece.

—¿Te arrepientes finalmente?

—No tengo nada de que arrepentirme. No me lleves la contraria ahora, Rinaldo, que estoy con un pie en la tumba. Y soy tan inocente como el cordero pascual.

—Una vez más, el embustero se halla en el centro de los acontecimientos.

—¿Acaso lo he hecho a propósito?

—Ya está otra vez enredando la historia del mundo.

—Me gustaría salir. Pero ¿existe alguna puerta?

—Me duele tener que decirlo, pero de hecho hay una puerta en la pared.

—¿Una puerta en la pared? ¿Me estás diciendo que hay una salida a esta pesadilla? Pues sí, hay una puerta de madera. Dios vela por Giuseppe.

—¿Seguro que es Dios?

—Mientras haya una salida…

—Claro, a ti te da igual a quién hayas de rezar. Jamás has sido moderado, y menos aún en lo que se refiere a dioses.

—En eso me parezco a la mayoría. Y desde luego, a ti.

Rápidamente gateó hasta la puerta, se arrodilló, la abrió, miró atrás y la cerró.

El olor de la estancia contigua era fresco y perfumado.

Arrodillado, miró en derredor. La habitación era el doble de grande que las demás, y los postes de la cama estaban tapizados de seda. Allí se daban cita la limpieza, la castidad y la belleza.

Giuseppe se puso en pie y oyó voces procedentes de la estancia de donde acababa de salir. Primero apagadas, después agitadas.

Conteniendo la respiración, se desplazaba como un cangrejo junto a la enorme cama cuando se oyó un tumulto en el corredor. Voces que trataban de hablar apagadamente, aunque temblaban de nerviosismo.

Habían descubierto el crimen. Pero ¿quién lo había perpetrado?

Giuseppe se mordió los nudillos. A un asesinato de ese tipo seguían a menudo crímenes mucho peores.

Miró fijamente al hombre de la cama, que estaba tumbado de espaldas. Tenía las manos cruzadas en torno a un pequeño crucifijo.

Se inclinó sobre el durmiente y notó que una flojera desconocida se apoderaba de su cuerpo.

«Dios mío, lo que hay que ver. En este momento los pájaros se callan y la sangre huye de mi cerebro, pues se trata ni más ni menos que del obispo de Lucca.»

—A eso se llama huir del fuego y dar en las brasas.

—Cuida la boca, Rinaldo.

—¿Cómo se dice? Cuanto más vives, más moscas ves.

—¿Qué puedo hacer, pobre de mí? ¿Acaso merezco esto?

—Esto y más.

—Qué escándalo, la víspera de la boda el novio entra a hurtadillas y apuñala a uno de los suyos, y lo peor es que yo lo he presenciado, y en mi intento confiado de escapar del lugar del suceso he terminado junto al lecho de mi enemigo mortal. ¿Es posible tener peor suerte?

—Espera a que Agostino abra los ojos.

—Me das pena, Rinaldo.

—Ahí está su excelencia durmiendo el sueño de los inocentes, y cuando despierte, ¿a quién va a ver a los pies de la cama? ¡Al embustero de Umbría!

El obispo emitió un sonido apagado, reluctante. Una débil sonrisa se dibujó en sus labios.

Giuseppe se pegó a la pared y cerró los ojos.

—¿Con qué estará soñando su excelencia?

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