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Authors: Bjarne Reuter

Tags: #Aventuras, histórico

El Embustero de Umbría (46 page)

BOOK: El Embustero de Umbría
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Giuseppe lo llama.

—Rinaldo, ¿me perdonarás la vida si te digo dónde está mi alumno?

—Empezamos a entendernos.

Giuseppe tiene un acceso de tos.

—Pero antes —continúa con voz tenue— dame un sorbo de la bebida tranquilizante del frasco marrón.

Rinaldo alcanza el tarro y lo destapa.

—¿Qué hay dentro?

—Mandrágora y algo de anís, para la garganta.

El monje olfatea el frasco.

—No huele a anís.

—Ya sabes que el anís pierde sabor con los años.

Rinaldo suspira y sacude la cabeza.

—Seppe, Seppe… Me sorprendes.

—¿Cómo…?

—De verdad. No me sorprende que pretendas que crea que esto es mandrágora, a pesar de que huelo el beleño a distancia, pero sí que me sorprende que prefieras quitarte la vida a traicionar a un cretino. Tú, que has traicionado todo y a todos desde Túnez hasta Roma. ¿Cuánto te dieron por tu anciana madre?

—La primera vez demasiado poco, la segunda demasiado; pero tampoco tú has estado muy avispado, porque no es beleño, sino cicuta.

Rinaldo rompe el tarro contra los cascajos del camino. Su humor ha cambiado.

—El tiempo pasa —dice.

En ese momento se oye a un jinete que se acerca a galope tendido.

—Vas a terminar en la hoguera, viejo.

—Prefiero eso a la cárcel.

—¿Es tu vida tan miserable que no merece la pena salvarla?

—Aquí tenemos finalmente la conclusión; y pensar que procede de una rata…

Rinaldo se marcha y conversa con el recién llegado.

Vuelve enseguida. Su humor ha mejorado.

—Vaya. —Sonríe—. No sé qué decir. ¿Traigo buenas o malas noticias? Eso sólo tú puedes decirlo, Seppe: han encontrado a tu discípulo. No lejos de aquí, en un humilde albergue junto al río. Entretenía a los parroquianos con tu viejo número de la mosca.

35

Giuseppe hace balance,
cuenta hasta tres
y pone nombre al patrón de Tiziano

En cuanto abre los ojos, sabe que está condenado a muerte. Lo sabe sólo por el sonido, el sonido lejano pero inconfundible de un gallinero. La habitación donde se encuentra está a oscuras, pero el sol es tan penetrante que logra filtrarse en unas estrechas rayas amarillas que se quiebran en la pared e iluminan un bicho desconocido de seis patas, que fatigosamente intenta atravesar la llameante línea de luz. Durante un breve segundo está totalmente iluminado, el grueso caparazón se torna transparente, no se deja nada a la fantasía, hasta el órgano más minúsculo adquiere forma durante un breve segundo; después pasa el momento, y el desconocido vuelve a la oscuridad.

—Donde acaban todos los caminos —murmura, siguiendo los empeños del insecto—. Lo último que vemos es un escarabajo que indica el camino, porque lleva encima el manojo de llaves de la muerte.

De niño lo encerraban a menudo en un hoyo bajo tierra cuando había sido travieso. La dureza del castigo se medía por el número de horas que tenía que permanecer en el hoyo. Y, aunque no era peor que los de su edad, pasó tantas horas en la oscuridad que la alegría por volver a salir fue decreciendo. Desarrolló un buen oído para las voces de la penumbra y un gusto por la soledad.

—Uno no elige su oficio por casualidad —musita.

Se mira el cuerpo y comprueba que está entero. Le duelen las muñecas, donde la cuerda ha dejado unas marcas de sangre ennegrecida. Le duele la zona lumbar, y las piernas le hormiguean. Sabe que se encuentra en un cobertizo, cerca del albergue, porque hay muchas gallinas, y si se concentra, puede percibir el río, que en ese lugar huele al mar que anhela.

En el cobertizo hay un camastro y un olor acre a madera y resina. La puerta está cerrada a cal y canto. Ahora ni el zorro puede ayudarlo. No ha visto a Arturo, tampoco a Piccolino, y el odio que amenazaba consumirlo ha sido sustituido por una insulsa apatía, por una dificultad para pensar con claridad, por una necesidad de seguir el camino del escarabajo.

—Esto es el principio de la putrefacción —dice en voz alta—: cuando el tedio vital se impone, la razón corre peligro.

Conocía a gente que perdió la vida olvidando todo lo que había sucedido, todos los males que habían cometido, los amigos que habían querido y los niños que habían dado a luz. Aquellos desgraciados poblaban las esquinas con una expresión singular en la mirada, como la de los niños cuando guardan un secreto.

Tal vez habían logrado respuesta a las grandes preguntas de la vida.

—Pero para poder responder —susurró—, hay que conocer la pregunta.

Volvió las viejas manos hacia la luz. En la palma derecha, las arrugas tenían forma de estrella. Giuseppe conoció una vez a una mujer que podía explicar la vida de un hombre examinando las líneas de su mano. La mujer tenía más prestaciones en su repertorio, pero ahora eran las líneas de la mano las que lo absorbían, y las había abundantes: barrancos sinuosos, caminos polvorientos, deltas, cicatrices y diagonales entrecruzadas. El mapa de su vida. Las líneas de la sabiduría empezaban en Salerno, torcían hacia Damasco y allí se separaban. Ahí estaba el rodeo de Florencia y el sueño de Lucca.

Elevó aún más la mano y observó la red de arrugas, grandes y pequeñas, pasajes humildes, lugares con nombres, personas que había conocido. Un enano remilgado, un chico sin lengua, una mujer acostada, un niño en un río y un muchacho que asa un conejo en el lindero de un bosque. Mujeres con una pierna y mujeres con dos, una arpía llamada Tesser, demasiado grande para su ataúd, una doncella en su tumba, demasiado joven para morir. Se trataba de ensayar para no olvidar. La estrella de la mano era, no obstante, Rafael. Pero las siete hermanas estaban muy lejos, el puente colgante y el estanque para lavar la ropa se han elevado sobre la corteza terrestre y están suspendidos, flotando en el aire, con raíces cada vez más delgadas y bichos de la humedad, camino del Indostán.

—Veo el océano. Yo, a quien nunca ha gustado el mar, veo el océano, que es de color verde sombra con rayas de color turquesa. Hispaniola —susurra a la pared, y no tiene ni idea de lo que significa—. Dios, ¿me oyes? Sí, me has oído todo el rato. Espero que se me permita hacer una observación cuando estoy con un pie en el estribo, pues hay que andar con cuidado cuando se elige a la gente. Y en cuanto al obispo de Lucca y Rinaldo, por no hablar del tuerto de Del Sarto, son tres manchas negras en tu hábito blanco. Es comprensible que estés avergonzado. No creo que sea la primera vez. Pero ahora me tienes, soy tuyo, cosecho lo que he sembrado, aguardo tu castigo. O sea que llévame. Pero antes, una explicación. Claro que tal vez eso es el castigo, ¿verdad? No recibir explicación alguna.

Pasan aún varias horas. La boca está seca, y el estómago, vacío. Hasta que finalmente se oye un tintineo de llaves.

Rinaldo está en la puerta, ancho y poderoso. Se ha cambiado de ropa, lleva un hábito gris y un manto de seda negra. Tiene un aire de trascendencia y le cuesta disimular su contento. Va directamente al camastro, se inclina sobre Giuseppe y sonríe.

—Buenas noticias —susurra—: vas a bañarte.

Después del baño, el monje abrió un ventanuco de la pared para que el aire fresco pudiera entrar en la habitación.

—Un día espléndido —suspiró.

Giuseppe le vio la espalda.

—Te deseo toda clase de males —masculló.

El otro respiró y tomó asiento en el camastro.

—El niño que está con tu alumno, ¿quién es?

—Es mi nieto.

—No, no es tu nieto, porque su madre pertenece a las hospitalarias de San Juan, del convento de San Marcelo. ¿Qué hace aquí?

—Es una larga historia, Rinaldo. ¿Puedo comer algo?

—Responde a mi pregunta.

—Fui a buscarlo porque sabía dónde estaba. No lo conozco, no es nada mío, y te pido que te encargues de que lo devuelvan a los suyos. Aunque tal vez no sea lo habitual, podrías hacer una excepción y llevar la felicidad a otra persona.

—¿Eres tú quien lo dice?

—¿Qué habéis hecho con Arturo?

—Arturo va a ir a Lucca, pero tú terminarás aquí. ¿No es fascinante? Pero ¡mira a tu alrededor, viejo! Es un alojamiento elegante; apostaría a que has dormido en lugares más humildes que éste. —Juntó las manos—. Que va a ser tu última residencia.

—¿Por qué lleváis a Arturo a Lucca?

—Hemos hablado con él. Bueno, hablar, hablar… quizá sea decir demasiado. El mozo es idiota. ¿Estás seguro de que es el mismo con quien has viajado durante tanto tiempo?

—¿Quieres oír la verdad, Rinaldo? Perfecto, pues te la diré, aunque no la mereces. El chico con quien he viajado los dos últimos años se encuentra en Gadolfo. Éste a quien llamáis Arturo es un pobre harapiento que recogí en el camino.

—No hay cosa tan interesante como la mentira en el mentiroso, pues en ella habita la verdad —dijo Rinaldo con una amplia sonrisa—. Tú siempre has subestimado a tus congéneres y te has sobrestimado.

—A ti es imposible subestimarte, Rinaldo. ¿Qué estáis haciendo con Arturo?

—El obispo quiere verlo. ¿Te recuerda a algo?

—Sí, me recuerda a un mozo llamado Enrico —respondió, entrecerrando los ojos—. Agostino lo enjauló, le cortó la lengua y lo quemó en la hoguera. Ahora ya sé lo que le espera a Arturo. Pero ¿de qué servirá? ¿De qué servirá, Rinaldo?

—Piensa un poco, Seppe. Es extraño que nunca se te haya ocurrido, pues tampoco eres tonto de remate. Y es que podría pensarse que su excelencia sufre la misma pasión que el profanador de tumbas de Umbría.

—¿Que tengo yo la misma pasión que el venerable padre? —dijo Giuseppe, y se quedó con la boca abierta—.
Quinta essentia
—susurró—. Y yo que creía que era el asiento papal lo que deseaba Agostino. Pero ¿qué es el asiento papal comparado con la vida eterna? No obstante, ha habido momentos en que me asombraba ante el celo de Agostino, ante su perseverancia por perseguir a un viejo mercachifle desde el infierno de Lucca hasta el norte del paraíso. ¿Cómo es que sabes tanto, Rinaldo?

—He ido atando cabos, Seppe, porque tienes razón: tú careces de importancia, a la historia del mundo tu persona no le ha interesado jamás, a menos que Satanás crea que te debe una recompensa.

Giuseppe miró fijamente al techo.

—Recuerdo a la perfección la conversación con Agostino tras pasar varios meses en la oscuridad de la mazmorra:

»—También yo soy experto en medicina —me dijo—, las hierbas no me son desconocidas, aunque no existe receta para lo que Dios no quiere curar.

»—Perdone mi franqueza —respondí yo—, pero es como si eso hubiera salido de mi propia boca, venerable padre.

»—Aun así —continuó el obispo—, has buscado a Del Sarto para participar plenamente de Satanás, porque estabas poseído por la idea de la vida eterna, la fórmula de la
lacrima del diavolo.

Giuseppe sacudió la cabeza.

—Desde la colina de la horca es desde donde más se ve.

Rinaldo se examinaba las uñas.

—Pero ¿de qué te ha servido?

—No vas a comprenderlo. Pero de hecho me has dado cierta paz mental. Ya sé la respuesta a la pregunta que he hecho. Cómo he podido necesitar tanto tiempo para ver lo que tramaba su excelencia. Soy duro de mollera y estoy algo senil. Y ahora las ratas abandonan el barco y no queda ni una carcoma. ¿A qué esperamos, Rinaldo?

—No esperamos más —respondió el monje—, porque ya está aquí.

—¿Quién?

—El nuevo verdugo de Lucca. Pero tendrá que aguardar. Ahora sí que ha llegado tu hora, Seppe. Me da la impresión de que te he subestimado.

Rinaldo sonrió y se dirigió a la puerta, se quedó un rato absorto y se fue.

Al irse la luz, Giuseppe tiene visita. Entretanto, ha conseguido un pedazo de pan, un racimo de uva negra y una jarra de agua.

Come las uvas una a una, y al final se queda con la última.

—Es increíble —susurra— cómo se puede conmover uno por un grano de uva, hasta el extremo de darle pena comérselo. No hay nada tan genial como un grano de uva: su forma, su color, su generosa dulzura. Hay muchísimos, y aun así no se encuentran dos que sean iguales. Con las uvas ocurre como con los días de la vida y las reglas del juego de canicas de un cretino.

Fuera hay alboroto. Voces apagadas, luz de antorchas. Hombres con coraza que hacen ruido al moverse.

Un soldado abre la puerta, pasa y enciende cinco pequeños cirios. Llega otro, y entre los dos ayudan a Giuseppe a sentarse. Le amarran los tobillos al camastro, pero dejan suelta la mano izquierda, y cuando él pide una jarra de agua, le dan también un vaso.

El cobertizo cuadrangular está iluminado por cinco velas. Los soldados han salido, pero Giuseppe puede ver sus sombras fuera.

Declina la tarde, se nota por el barullo de las gallinas.

Giuseppe cierra los ojos y se dice que todo casa con ese momento del atardecer, los sonidos y las luces, la sensación de ruptura: «El equipaje está hecho, las bolsas están listas, ahora sólo espero al tiro de cuatro caballos y la elegante carroza. Mientras tanto no estoy en ninguna parte, porque me encuentro entre el antes y el después. No hay nada que hacer, y, aunque se te pasa por la cabeza que todo es un malentendido y que preferirías quedarte donde estás, ya sabes que la suerte está echada, que no hay vuelta atrás.» Y pronto se oye ruido de caballos. Eso siempre despierta cierta inquietud.

La puerta se abre silenciosamente, una figura entra. El hábito es negro, y las manos que sobresalen de las amplias bocamangas son las de un anciano.

Se sienta en la silla cercana a la puerta y se aparta la capucha.

Hasta las gallinas se han callado.

—No estoy sorprendido —dice Giuseppe—. Me habría decepcionado si no hubiera venido. ¿Cómo se dice? ¿Tiempo sin vernos?

Agostino deja vagar la mirada por la habitación. Parece contento con la situación y con el estado del cuarto.

—Hace un atardecer hermoso como pocos —dice, ladeando la cabeza—, un atardecer en que la gente mayor se sienta en un banco del porche a saciarse con el silencio de la naturaleza. Un atardecer en que quien dudaba encuentra finalmente el reposo. La conclusión de un día largo, que termina cuando el hijo pródigo regresa a casa. Suelen darse días como éste, pero no muchos. Así es. —Junta las manos y cambia de tono—. He estado en Roma. ¿Has estado tú en Roma, Giuseppe Pagamino?

—Muchas veces.

—Y ¿no te has dejado embriagar por su bullicio?

—Roma me recuerda a un hombre que vive de mostrar el cadáver de su abuela a los visitantes.

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