Su voz removió mi interior y despertó una oleada de recuerdos.
Cuando era tan pequeño que mi cabeza aún no llegaba a la cadera de Rosmerta, supe que había otras presencias en nuestro alojamiento. Puesto que yo tenía conciencia de ellas, supuse que lo mismo le ocurría a todo el mundo. Cada sombra estaba ocupada de una manera intangible. Al otro lado de la puerta, la noche estaba poblada de potencialidades. Lo sabía sin la menor duda.
No temía la oscuridad, pues muy poco antes había emergido de la oscuridad del que no ha nacido. Un recuerdo elusivo se mantenía como una promesa en el borde de mi conciencia y me llamaba. Incluso entonces, me atraía hacia la oscuridad, me volvía curioso.
¿Cómo podría haber olvidado las muchas veces que salí corriendo en plena noche, tratando de recuperar una magia perdida, mientras Rosmerta salía detrás de mí, cloqueando y riñéndome como una gallina vieja?
—Lo recuerdo —dije en voz baja.
—Muy bien. Entonces podemos adiestrarte.
Menua se arremangó la túnica, revelando unos antebrazos todavía musculosos cubiertos de vello plateado. Las abejas zumbaban en el claro. El calor realzaba los olores de la tierra y las hojas.
—Primero debes aprender a quedarte quieto —me dijo el jefe druida—. Debes estar realmente inmóvil, de modo que tu cuerpo sea como un saco vacío y abierto.
»Tanto si lo sabes como si no, la carne retiene al espíritu sólo por un acto de voluntad. Debes relajar la voluntad y dejar que el espíritu se mueva tan libremente como la niebla entre los árboles. De lo contrario el espíritu, que es tu parte esencial e inmortal, algún día podría encontrarse atrapado en un cuerpo pútrido al que deberá acompañar a la tumba.
La imagen de mi espíritu aprisionado en mi cuerpo muerto era tan horrorosa que decidí aprender a liberarlo por mucho trabajo que me costara. Practiqué la inmovilidad, que era difícil, y dejar flotar mi alma, cosa que parecía imposible. Me sentía como en el interior de un tarro cerrado herméticamente.
—No te revuelvas cuando tienes que concentrarte —me riñó Menua—. Haces demasiado caso de las exigencias de tus articulaciones y músculos. Tu cuerpo no es el que manda, Ainvar. Eres tú.
Redoblé mis esfuerzos. El verano que habíamos cortejado y conquistado llegó dulcemente y se prolongó, y con el tiempo aprendí a dejar de pensar en mi cuerpo como si fuese yo mismo. No era más que una avanzadilla, un compañero, un hogar en el que residía durante una temporada. Empecé a sentirme cómodo en mi pellejo.
Una mañana oí cantar a una alondra, quiero decir que la oí de veras. Mientras la escuchaba embelesado, la penetrante catarata pura de sonidos musicales se transformó en ecos de una gloria mayor que experimentaba con un sentido más allá del oído, un sentido que pertenecía a mi alma ilimitada.
Corrí a decírselo a Menua. Las palabras que sólo podían dar cuenta de cinco sentidos eran inadecuadas, pero él comprendió.
—Éste es el comienzo, Ainvar. Puedes encontrar la norma en todas partes. Oírla, verla, sentirla. ¿Por dónde te gustaría empezar?
Lo supe enseguida.
—¿Puede acompañarme un hombre con una lanza? —le pregunté.
Menua asintió. Ni siquiera me pidió que le explicara para qué.
En compañía de un guerrero llamado Tarvos, salí del fuerte para pasar la noche en el bosque y vigilar a los lobos, de los que aún me acordaba estremecido. Estaría entre los árboles, sin las barreras de los muros y el tejado.
Fui a buscar la magia en la noche con los sentidos del espíritu recién despiertos.
Encontré un sitio cómodo al socaire de un altozano y pedí a mi guardaespaldas que se mantuviera a cierta distancia, donde pudiese oírme si le necesitaba pero sin que su presencia me distrajera. Por su expresión me di cuenta de que creía que estaba loco, pero yo era el aprendiz del jefe druida. Los guerreros no tenían derecho a poner en tela de juicio mis acciones.
Tras entonar la canción para el sol poniente, me arrebujé en mi manto y me tendí a esperar.
* * * * * *
Fue una larga espera y no ocurrió nada. Cuando salió el sol estaba rígido y hambriento, pero decidido a perseverar.
Durante las ocho noches siguientes dormí en el bosque. El robusto Tarvos, con el pecho como un barril y las piernas enfundadas en polainas, revolvía con su lanza los arbustos y musitaba para sus adentros. Por el día continuaba mis estudios con Menua, quien por entonces me enseñaba los movimientos de las estrellas.
En el quinto intento oí la música de la noche.
Algún tiempo después de que la luna desapareciera se levantó un viento y los árboles se convirtieron en sus instrumentos. Los tocaba con un volumen ondulante, con profundos murmullos, con un gran movimiento que vibraba entre ellos y se alejaba suspirando. Cada árbol tenía una voz. Los robles crujían, las hayas gemían, los pinos tarareaban, los alisos susurraban, los álamos parloteaban.
Permanecí absolutamente inmóvil, sumido en el sonido. Entonces se produjo la unificación.
Percibí el ritmo de una danza, extática y sublime, que existía desde mucho antes de que viniera al mundo un ser llamado Ainvar. Me disolvía en viento, musgo y hojas, en un conejo acurrucado en su madriguera, en un búho que se deslizaba por la noche con alas silenciosas.
Molesto por la acometida del viento, el ganado mugía en un prado distante. Cada vaca tenía una voz propia que su vaquero habría reconocido entre centenares. Cada voz llenaba un espacio determinado que le pertenecía exclusivamente en la pauta más amplia de sonido, una pauta que incluía mi propia respiración, la dispersión de los insectos por el mantillo y el ritmo de las gotas de lluvia que golpeaban las hojas.
El agua se deslizaba por mis mejillas, tal vez lluvia, tal vez lágrimas arrancadas por la belleza.
La noche cantaba, la tierra olía a madera en putrefacción y brotes tiernos que se desplegaban en la oscuridad, alimentándose de la descomposición, la muerte y el nacimiento juntos en la pauta, uno surgiendo de la otra.
Y ambos en mí, ambos de mí y yo de ellos. Yo era la tierra y la noche y la lluvia, suspendido en el ápice del ser. No existía el tiempo ni el sonido ni la vista, no había necesidad de ellos.
Yo era.
Éxtasis.
* * * * * *
—¿Ainvar? ¡Ainvar!
Abrí los ojos y encontré a Tarvos inclinado sobre mí, el rostro demudado por la preocupación y el cabello revuelto por el viento.
—¿Estás bien, Ainvar? ¡Si te ocurre algo el jefe druida me colgará en una jaula!
La luz del alba se filtraba a través de las hojas por encima de nosotros. El aire parecía gris y granuloso. Me erguí, sorprendido al descubrir que estaba mareado y tenía las ropas empapadas.
—No estoy muerto —le aseguré al guerrero—. He tenido la experiencia más maravillosa.
—Loco —dijo Tarvos con convicción—. Todos los druidas estáis locos.
Tendió una mano para ayudarme a levantarme.
Tarvos me gustaba. Tenía la mandíbula demasiado ancha y espacios entre los dientes... y me llamaba druida. Traté de sonreírle, pero las piernas me temblaban. Las ropas húmedas se pegaban a mi piel como hielo y empecé a sentir escalofríos.
—Tienes un aspecto terrible —me informó Tarvos—. Como un búho en una enredadera, sólo unos ojos fijos rodeados de hojas.
Sacudió briosamente mis ropas para quitar las hojas adheridas, pero seguí temblando sin poder contenerme.
—Será mejor que nos vayamos —dijo Tarvos, dándome un empujón.
Tal vez me consideraba un druida, pero no dejaría que eso le intimidase. Me gustaba tanto más por su refrescante irreverencia.
Cuando regresábamos al fuerte, oí un sonido como el que hace una botella de vidrio si la golpeas con metal. Tarvos puso uno de mis brazos alrededor de su cuello y cargó con parte de mi peso.
—Druidas locos —musitó.
—Todavía no soy un druida —me sentí obligado a recordarle.
—Soy guerrero porque nací guerrero —replicó—. Tú eres druida por el mismo motivo.
Menua no estaba en nuestra habitación. Ansiaba acostarme. Como no le había dado instrucciones a Tarvos, me siguió adentro.
—¡Grog! —gritó el cuervo en el tejado.
—Los druidas no viven muy bien —comentó Tarvos, mirando a su alrededor—. Creía que tendríais aquí un montón de oro.
—Está aquí —le dije, dándome unos golpecitos en la frente.
Él pareció dubitativo.
—Si tú lo dices... —Encogió los hombros fornidos, como para quitarse un manto; luego descubriría que era un gesto característico—. ¿Quieres que encienda fuego para secar tus ropas?
Mi cabeza me recordó que no debería haber llevado a nadie al alojamiento del jefe druida sin la invitación de Menua. Y el fuego de un druida era sagrado. El hogar estaba apagado en verano y no podía encenderse sin un complicado ritual.
Estaba helado y los dientes empezaban a castañetearme. Supongo que había permanecido mucho tiempo bajo la lluvia.
—Puedo cuidar de mí mismo. Ahora vete... —empecé a decir, pero el zumbido en mis oídos se intensificó y me envolvió una bruma gris.
Oía a lo lejos la voz del cuervo, que gorjeaba como un abadejo.
Me desperté con una sensación de apremio. Tenía el cráneo lleno de telarañas y, buscando entre ellas, no podía encontrar el pensamiento que deseaba. Menua estaba inclinado sobre mí y yo quería hablarle de la noche y la música, pero mi lengua se negaba a obedecerme. Me dije irritado que Tarvos era más obediente que mi cuerpo.
Me di cuenta de que habían encendido el fuego. Alcé la cabeza, con una sensación de vértigo, y vi que Tarvos echaba leña al fuego.
La próxima vez que salí de mi sopor, Sulis, la curandera, me estaba restregando el pecho con una pomada de olor desagradable.
—No deberías haberle dejado pasar la noche entera bajo la lluvia —dijo por encima del hombro a Menua.
—Es un joven fuerte y eso era importante para él. Es preciso darle todas las oportunidades para que descubra sus capacidades. Tal como están las cosas, nuestro número es demasiado pequeño. Ésta no es la época más segura.
Sulis inclinó la cabeza.
—No lo es, y no cuestiono tu juicio —dijo en tono sumiso, pues Menua era el jefe druida.
¡Y Tarvos se había atrevido a encender el fuego en su hogar! Intenté incorporarme. Sulis me obligó a tenderme de nuevo, empujándome con firmeza el pecho. Cuando se inclinó sobre mí, vi el valle entre sus senos en el profundo escote del vestido.
—¿Dónde está Tarvos? —quise saber—. ¿Le has metido en una jaula? ¡No ha tenido la culpa!
El rostro de Menua pareció flotar ante mi visión borrosa.
—¿Cómo iba a meterle en una jaula? Ha cuidado de ti y le estoy agradecido.
—Quiero verle ahora mismo —exigí enfebrecido.
Para mi sorpresa, pues no estaba acostumbrado a dar órdenes al jefe druida, Menua asintió e hizo una señal a alguien. Tarvos se adelantó, indemne.
—Estoy aquí, Ainvar. No me despediste, así que me quedé.
* * * * * *
Me tendí en el jergón, aturdido, e imaginé a Tarvos manteniéndose testarudo en su lugar cuando el jefe druida regresó al alojamiento.
Sulis me restregó con un líquido fragante por encima del labio superior. Cuando los vahos penetraron en mis fosas nasales, me amodorré de nuevo, y cuando desperté tenía la cabeza despejada pero me sentía débil.
Tarvos estaba sentado en el suelo, cerca de mí, afilando un cuchillo con una amoladera. La robustez de sus hombros era tranquilizante. Llevaba la túnica y las polainas de siempre, unas prendas que no sabían lo que era el lavado, y la cabellera, que le caía por la espalda, tenía el color indeterminado de la techumbre de paja vieja. No era ni refinado ni muy atractivo, pero se había negado a marcharse cuando yo estaba enfermo.
Le llamaban Tarvos el Toro.
Yo era joven y recuperé las fuerzas enseguida. Más tarde llegó Sulis para comprobar el progreso de mi curación. Tarvos la siguió con la mirada.
—Tiene una buena grupa —comentó cuando la mujer se hubo ido.
—¡Es nuestra curandera!
—Es una mujer —replicó, encogiéndose de hombros.
Menua permitió al guerrero que se quedara, aunque nunca supe por qué.
Tarvos extendió su jergón en el exterior, junto a la puerta del alojamiento, pero durante el día estaba dentro conmigo, me alimentaba, me traía agua, y me animó para que me levantara cuando estuve preparado. También me proporcionó una oportunidad inesperada de enriquecer mi cabeza. El Toro sólo era unos pocos inviernos mayor que yo, pero había servido como guerrero en varias batallas tribales y experimentado muchas más cosas que yo.
—Dime cómo es la vida de un guerrero —le pregunté.
Él pareció desconcertado.
—Es algo que uno hace —dijo vagamente.
Tarvos no era hombre de muchas palabras, pero yo insistí.
—Los druidas tienen que saber cuanto puedan sobre todas las cosas, Tarvos, incluida la batalla. Si compartes tus sentimientos conmigo, puedo experimentar la guerra a través de ti.
Él reflexionó sobre mis palabras y luego se quedó un rato mirando al vacío y buscando palabras para expresar cosas de las que normalmente no se hablaba fuera de la hermandad de los combatientes. Mientras reflexionaba, le serví una taza de vino de la provisión personal de Menua, el cual estaba ausente, supervisando la castración de los terneros.
Ofrecí la taza a Tarvos y él se apresuró a aceptarla. Después de que tomara un largo trago, le acucié:
—Vamos, dime qué significa ser un guerrero.
—Ser un guerrero significa que te van a matar —replicó sencillamente—. Los guerreros nacen para que los maten.
—¿Tienes miedo a morir, Tarvos?
Era una pregunta muy propia de los druidas.
Él tomó otro trago.
—Vosotros los druidas enseñáis que la muerte no es más que un incidente en medio de una larga vida, ¿no es así? ¿Por qué temerla entonces? No dura más que joder o tirarse un pedo. —Apuró la taza—. Lo que los guerreros tememos es perder. La mayoría de nosotros tememos más perder que ansiamos ganar. Los perdedores suelen sufrir heridas graves y tal vez quedan lisiados para el resto de su vida. No temo a la muerte, pero no me gusta el dolor. Las heridas que recibes en combate puede que no te duelan en su momento, pues estás demasiado entregado a la pelea, pero luego son una desdicha. Algunos dicen que no les importa. A mí sí.
—¿Entonces luchas para no perder?