Él movió afirmativamente su hirsuta cabeza.
—La mayoría de nosotros..., o para evitar que nos llamen cobardes, y para compartir el botín, si lo hay. Naturalmente, unos pocos hombres son diferentes: los paladines. Los guerreros de estilo más grande luchan por sus propias razones.
—¿Qué quiere decir eso de estilo más grande?
Él tendió la taza vacía y esperó. Cuando la llené de nuevo, Tarvos volvió a asentir con solemnidad.
—El estilo es lo que diferencia a un paladín, Ainvar. Son valientes hasta la locura, hacen cosas que acabarían con la vida de otro hombre, pero ellos salen ilesos y riendo. Cuando ves el estilo de un paladín lo reconoces, es como un resplandor que hay dentro de él.
Mi cabeza me informó de que Vercingetórix tenía estilo. Era uno de esos raros seres que logran lo que se proponen porque nunca se desvían de la norma que se aplica a ellos mismos.
Sin embargo, ¿cómo lo sabía? ¿Acaso los paladines, como los druidas, reciben alguna orientación especial desde el Más Allá? ¿O se trata de algo accidental y, por lo tanto, están sometidos al fracaso en cualquier momento?
Tarvos me miraba por encima del borde de su taza.
—¿Quieres ser un paladín, Tarvos? —le pregunté.
Él pareció sobresaltarse.
—¡Yo no! Me contento con llevar mis lanzas y tratar de matar al otro hombre antes de que él me mate. Todo ese estilo elegante me fatiga. Creo que es tan innecesario como las tetas en un jabalí.
Apuró la segunda taza de vino y se frotó el vientre, extendiendo el agradable calorcillo.
—¿Puedo hacerte una pregunta, Ainvar?
—Puedes.
—¿Por qué me elegiste aquel día? Me refiero a mi elección como guardaespaldas.
Reflexioné un momento.
—En realidad buscaba a Ogmios, para pedirle...
—¿Buscabas a Ogmios pero me elegiste a mí? —me interrumpió Tarvos.
Yo estaba aprendiendo a escuchar y reconocí el placer oculto en la voz del Toro. Me callé lo que iba a decir sobre Ogmios y su hijo, Crom Daral, y dije en cambio:
—Cuando te vi, Tarvos, encontré al hombre que necesitaba.
Mi recompensa fue la expresión satisfecha de su rostro romo y el brillo de sus dientes en medio de la barba cuando sonrió.
Salí del alojamiento para tomar la comida que me había preparado Damona y al regresar me tendí de nuevo en el jergón y pensé que, al fin y al cabo, había dicho la verdad. Había elegido al hombre apropiado, aunque aquel día buscaba a alguien muy diferente.
Había ido en busca de Crom Daral para pedirle que fuese mi guardaespaldas, confiando en que así empezaríamos a reparar la brecha abierta entre nosotros. Pero era difícil encontrarle, incluso en nuestro pequeño fuerte. Crom me había evitado a propósito desde la ceremonia de la virilidad.
Pensé que Ogmios, como capitán de la guardia, sin duda sabría dónde estaba su hijo. Fui en su busca entre los guerreros que normalmente se encontraban cerca de la puerta principal del fuerte, jactándose y luchando para pasar el rato. Pero antes de ver a Ogmios descubrí a su hijo en el grupo, escuchando sin sonreír las ásperas chanzas.
—¡Crom! —le llamé, y alcé un brazo para saludarle.
Él se dio la vuelta al sonido de mi voz y nuestras miradas se encontraron. Entonces me volvió la espalda.
Me detuve a media zancada. En mi cabeza resonaron las palabras de Vercingetórix: «Ha fracasado y tú has sido testigo. No te perdonará».
En aquel momento me fijé casualmente en un joven fornido, con el pelo del color de paja sucia, que haraganeaba en el borde del grupo de guerreros. Impulsivamente le grité, lo bastante alto para que lo oyera Crom:
—¡Eh, tú! ¡Eres el hombre que andaba buscando! Coge tu lanza y ven conmigo, por orden del jefe druida.
Tarvos había estado conmigo desde entonces, revelándose como el aliado ideal. Resistente y resuelto, se adaptaba a mis necesidades y encajaba exactamente en mi norma a pesar de que le había elegido obedeciendo a un impulso. ¿Qué es, entonces, el impulso? Tales preguntas enturbiaban el seso de los druidas.
En cualquier caso, no pude tener a Tarvos mucho más tiempo a mi lado, pues no tardé en recuperar las fuerzas y pronto ni siquiera tuve que apoyarme en él para hacer mis necesidades en la letrina.
Antes de que pudiera despedirle formalmente, su obligación principal le apartó de mí.
Un gran grito llegó atronando a través del territorio. La advertencia pasó de labriegos a pastores y leñadores, hasta que llegó a nuestro fuerte, desde donde fue comunicada a gritos por una red de gentes del pueblo a lo largo del camino hasta Cenabum, que estaba a dos noches de distancia a pie, pero mucho más cerca por medio de la voz. El grito decía: «¡Invasión y ataque!».
Entonces recibimos los detalles. Un gran destacamento de la vecina tribu de los senones había penetrado en territorio carnuto por el este del fuerte y saqueaba las granjas más prósperas de aquella zona. Nuestro fuerte y sus guerreros bastaban para defender el bosque y ofrecer refugio a los granjeros de las cercanías, mas para enfrentarnos a un problema como aquél necesitábamos a Nantorus y su ejército. Los gritos no tardaron en hacerle venir desde Cenabum con un destacamento completo de luchadores. Nuestros guerreros corrieron a reunirse con ellos, gritando y entrechocando sus armas para producir un estrépito terrible.
Todos nos apiñamos en la entrada para verles partir hacia la guerra. Un niño pelirrojo, al que el amontonamiento de los hombres había apretado contra mi rodilla, me tiró con impaciencia de la túnica y me preguntó qué veía. Empecé a levantarle para que pudiera contemplarlo por sí mismo y entonces me di cuenta de que era ciego. Conocía al chiquillo, perteneciente a un clan de pequeños propietarios de tierras que cultivaban cebada al lado del fuerte, y siempre se alejaba de su madre distraída. Sus ojos gris claro estaban cubiertos por una tenue membrana lechosa que Sulis, la curandera, nunca había podido eliminar. Separado del sol, la suya era una noche interminable.
Le alcé en brazos y acerqué mis labios a su oreja. Era muy pequeño y apenas pesaba, pero tenía una vitalidad vibrante.
—Veo al rey —le dije—. Nantorus viaja con su conductor en un carro de guerra con los lados de mimbre. Lleva una túnica de mallas de hierro que arrebató a los bitúrigos en combate... En su territorio tienen minas de hierro —añadí, incapaz de dejar pasar la ocasión de enseñar algo—. Sus caballos son sementales pardos que les quitó a los turones, y su larga cabellera fluye por debajo de un casco de bronce coronado por una cabeza de jabalí, un trofeo de guerra arrebatado a los parisios.
—¡Ooohhh! —exclamó el niño, aplaudiendo con sus manitas—. ¿Hay muchos carros? ¿Cómo luchan en ellos?
—Ya no lo hacen. Lo hicieron en otro tiempo, pero un carro es una plataforma inestable para el combate, y ahora las tribus sólo los usan para la exhibición inicial antes de que empiece la batalla verdadera. En sus carros los líderes guerreros se atacarán mutuamente, arrojando lanzas e insultos, mientras su caballería y sus soldados de a pie tratan de intimidarse con más amenazas e insultos. Cada bando quiere parecer mayor y más feroz que el otro.
—¿Qué es la caballería?
—Guerreros montados en caballos. Mi padre tenía el rango de jinete —añadí con un súbito orgullo—. Cuando yo no era mucho mayor que tú, mi abuela pidió a nuestros guerreros que me enseñaran a montar.
—¿Aprenderé a montar a caballo y ser parte de la caballería? —inquirió ansiosamente el pequeño.
Tuve una dolorosa visión de las limitaciones de su mundo.
—No, porque tu clan pertenece a la clase común —le dije tan suavemente como pude, pues no deseaba recordarle su ceguera—. Sólo los guerreros con rango de jinete pueden formar parte de la caballería. Pero la mayoría de los guerreros, aunque pertenezcan a la clase noble y tengan derecho a llevar el brazalete de oro, son soldados de a pie.
Mientras hablaba, tuve un atisbo de Tarvos que corría hacia delante con otros soldados de a pie, gritando excitado y golpeando el escudo con la lanza.
—Háblame de la batalla —me pidió el niño.
—Una de las maneras que tienen nuestros reyes para llegar al rango real es la de quedar campeones en la lucha, y por eso los reyes contrarios trazan círculos enormes con sus carros, procurando que sus caballos parezcan salvajes y descontrolados. Entonces, cuando creen haber impresionado bastante al otro, desmontan y luchan a pie con la espada. Sus guerreros observan y aplauden su estilo, y luego participan en la batalla general. Algunos se quitan las túnicas y pelean desnudos para intimidar a sus oponentes con el tamaño y la rigidez de sus miembros viriles. Cada bando se lanza contra el oponente en una oleada tras otra, hasta que uno de los dos bandos es derrotado.
—Me gustaría ser campeón en un carro —me confesó el pequeño, arrimándose a mí.
Su cabello cobrizo olía a sol. Un hombre de su clan se abrió paso entre la muchedumbre hasta llegar a nosotros.
—¡Aquí está! Lo hemos buscado por todas partes...
Me lo quitaron de los brazos con renuencia por ambos lados.
—El chico se escapa a menudo —dijo el hombre de su clan en tono de disculpa—. No tiene ningún miedo a pesar de su ceguera y lo pequeño que es.
—Cerca del fuerte está seguro en cualquier parte —aseguré al hombre—. Todos somos tribales y ni siquiera el enemigo actual le haría daño. Los niños, como los druidas, son sacrosantos.
Contemplé la cabecita de cabellos brillantes que se alejaba entre la multitud. Alguien me tocó el hombro.
—Puedes ayudarme —dijo Menua, con el ceño fruncido. Me cogió del codo y nos separamos del gentío—. ¿Te has fijado en lo delgados que están los guerreros, Ainvar? La siembra fue bien, todavía no hemos cosechado, y los efectos del invierno son evidentes en los rostros enjutos. Nuestros hombres no han recuperado la plenitud de sus fuerzas. Ahora corren excitados, pero cuando lleguen los senones arrastrarán los pies. Necesitan la ayuda de los druidas..., sobre todo la tuya —añadió.
Los ojos le brillaron de un modo misterioso.
Fuimos juntos al aposento. El jefe druida revolvió en su arcón de madera tallada y sacó un espejo de metal pulido, cuyo dorso estaba taraceado con alambres de bronce y plata en un diseño curvilíneo que no representaba nada pero lo sugería todo.
—Toma —me dijo, tendiéndome el espejo—. Usa esto para dividir tu cabello en cuatro secciones iguales. Aquí tienes tiras de tela para atar cada sección: azul para el agua, marrón para la tierra, amarillo para el sol, rojo para la sangre. Asegúrate de que las divisiones sean rectas y ata muy bien los cabellos, a fin de que no pueda escapar de ellos ni un ápice de fuerza.
Debí de mirarle de una manera inquisitiva, porque Menua esbozó una sonrisa.
—Hay que atesorar la fuerza hasta que se necesita. En tu cabello hay fuerza, pues es la parte más cercana al cerebro, y éste, en la cabeza sagrada, es la fuente de toda la fuerza, todo el vigor y la vitalidad. Vamos a usar tu fuerza, ampliada por el poder del bosque, a fin de infundir a nuestros guerreros la vitalidad que necesitan para vencer en el combate inminente. Así pues, joven Ainvar, debes prepararte exactamente según mis instrucciones. Hoy aprenderás qué es la magia sexual.
Nunca me había visto en un espejo fabricado por uno de nuestros hábiles artesanos. Rosmerta no conservó ninguno, pues mucho antes de que muriese, su cara había dejado de ser amiga suya.
En mi infancia, los estanques y los charcos me habían dado atisbos de unas facciones sin formar a las que hacía muecas e intentaba destruir dando manotazos en el agua. Por primera vez veía aquellos rasgos definidos, con firmeza y reflejados en el metal pulido. De no haber sabido quién era, no habría reconocido al joven que me devolvía la mirada, el cual tenía la cabeza estrecha y elegante, con el cráneo apropiado para almacenar conocimientos. Las cuencas de los ojos eran profundas, los pómulos altos, la nariz prominente y hacia afuera. Era un rostro fuerte, claro e intemporal lleno de contradicciones, reflexivo pero malicioso, reservado pero comprometido. Los ojos insondables y los labios curvados reflejaban intensas pasiones cuidadosamente reprimidas, concentradas en la inmovilidad.
Aquellos rasgos sombríos y ardientes me sobresaltaron de tal modo que casi dejé caer el espejo.
—¿Tengo ese aspecto?
—Así eres ahora. No podemos saber qué aspecto tienes realmente hasta que tu espíritu haya dispuesto de muchos años para tallar en tu rostro una representación de sí mismo. Tal vez será muy similar a tu cara de ahora, tal vez no. Ahora deja de mirarte y ponte manos a la obra, prepárate el cabello como te he instruido. Tienes que realizar pronto la magia sexual.
Menua me entregó un peine de bronce, pero por alguna razón me resultó imposible trazar separaciones rectas en mi pelo. Los dedos, nerviosos, se equivocaban.
La magia sexual, me decía una y otra vez.
Cuando salimos del fuerte y nos encaminamos al bosque del cerro, se nos unieron otros varios miembros de la Orden de los Sabios. Aunque se habían alzado las capuchas, reconocí a Sulis, la curandera, Grannus, el juez Dian Cet, Keryth la vidente y Narlos el exhortador. Agradecí que Aberth no estuviera entre ellos. Los dones del sacrificador eran esenciales para el bienestar de la tribu, pero su presencia hacía que me sintiera incómodo.
Sulis también me producía incomodidad, aunque de una manera diferente. Era agradable mirarla, tenía la cara fuerte y bonita y, como Tarvos había observado, una curva tentadora en las caderas.
Vi que Menua, que caminaba a mi lado, miraba a la curandera.
—¿Te gusta? —me preguntó afablemente.
Uno nunca podía estar seguro de los significados ocultos que acechaban en sus palabras. Asentí, pero mi única réplica fue un vago sonido gutural que Menua podría interpretar como quisiera.
—Es nuestra iniciada más joven —observó—. Procede de una familia con talento. Su hermano, a quien llamamos el Goban Saor, tiene unas notables dotes como artesano. Puede hacer cualquier cosa con las manos, desde joyas hasta una pared de piedra. Las manos de Sulis también están dotadas y su contacto alivia el dolor. Es una sanadora excelente..., una mujer excelente en muchos aspectos —añadió pensativamente.
Entonces se volvió hacia mí:
—¿Tienes mucha experiencia con las mujeres, Ainvar? Quiero decir aparte de los juegos infantiles.