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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

El Druida (11 page)

BOOK: El Druida
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Nantorus intervino entonces.

—Dinos lo que sabes de las relaciones de tu tribu con los romanos.

La expresión taimada se hizo más intensa.

—Los senones tienen pocos tratos con los romanos.

Menua emitió un rugido tan formidable que incluso Nantorus se sobresaltó, y el guardián, que esperaba en el exterior, asomó la cabeza a la puerta y nos apuntó indiscriminadamente con su lanza.

—¡No los senones! —gritó el jefe druida al prisionero—. No intentes engañarnos, pues tu acento revela tu origen. Queremos saber qué relaciones hay entre los romanos y los eduos.

El desafío rezumó del hombre como el sudor de sus poros. Salvo por una falda de combate a cuadros, estaba desnudo; el movimiento de sus costillas revelaba la fuerza con que le latía el corazón por debajo.

—Soy Mallus de los eduos —admitió a regañadientes.

—Entonces, Mallus, responde a todas las preguntas que te hagamos o mañana mismo te enviaremos a los druidas eduos.

Mallus puso los ojos en blanco.

—¿Qué queréis saber?

—¿Hay romanos entre los guerreros eduos? —inquirió Nantorus.

El prisionero titubeó.

—Tal vez algunos. Es una situación complicada. Ha habido cierta... alianza entre los romanos y los eduos desde hace largo tiempo, sin duda lo sabéis. No estamos muy lejos de su territorio y comerciamos mucho con ellos. Son un pueblo poderoso...

—Son extranjeros y no se puede confiar en ellos —le interrumpió Menua.

Nantorus había estado observando atentamente al cautivo.

—Creo que este hombre tiene cierto rango —observó.

Mallus hinchó el pecho y alzó la cabeza:

—Era capitán de la caballería edua... antes.

—¿Antes?

Otra vacilación. Menua se inclinó hacia él y el hombre habló apresuradamente.

—Antes de que matara a un embajador romano en una pelea por una mujer.

—Los embajadores, aunque sean extranjeros, son sacrosantos —dijo Menua en tono de asombro—. No es de extrañar que huyeras a la tribu de los senones para ponerte fuera del alcance de Roma.

—Ya nadie está fuera del alcance de Roma —dijo Mallus entristecido.

El rey y el jefe druida le flanquearon acercándose más a él.

—Creo que será mejor que nos hables de ello —dijo Menua con una calma absoluta.

Entonces el cautivo habló sin reservas. Me di cuenta de lo grave que era la situación por las expresiones de Menua y Nantorus mientras escuchaban.

La tierra de los eduos se extendía al sudeste de la nuestra y limitaba con la de sus rivales desde antiguo, los arvernios. La fuerza y la influencia de los eduos habían empezado a desvanecerse con las generaciones recientes. Cada vez confiaban más en el comercio romano para hacerse con los materiales y lujos que habían empezado a considerar necesarios a un estilo de vida basado en las pautas de prosperidad romanas.

Sin embargo, no toda la tribu estaba de acuerdo con esta situación y las luchas internas habían dividido a los eduos. Sus vecinos arvernios consideraron que estaban maduros para atacarles y saquearles, y empezaron a reunir destacamentos de guerreros en las fronteras. A fin de repeler esta amenaza, los príncipes eduos más amablemente dispuestos hacia los romanos empezaron a intercambiar grano por guerreros romanos para organizar sus propios ejércitos personales.

Las pobladas cejas de Menua avanzaron como dos orugas por su frente hasta juntarse.

—¿Lo oyes, Nantorus? ¡Los eduos han traído guerreros romanos a la Galia! Cada asentamiento galo ya tiene sus mercaderes romanos; ahora también hay hombres armados. Si lo que Mallus dice es cierto, nadie está fuera del alcance de los romanos.

—Digo la verdad —replicó Mallus con indignación—. Soy un hombre honorable y por eso estaba al frente de la escolta de la delegación comercial romana.

Menua no se dejó tentar por esta observación acerca del honor y le dijo suavemente:

—¿Y era un embajador de esa delegación el hombre al que mataste? ¿Un extranjero ladrón de mujeres que no podía dejar en paz a las mujeres celtas?

—¡Exactamente! —convino Mallus, una presa tan fácil de las manipulaciones del druida que por un momento Menua pareció aburrido y yo casi me eché a reír. El eduo siguió diciendo—: Imagina lo que sentí al ser desbancado por un hombre bajo que estaba perdiendo el pelo. Muchos hombres del Lacio se quedan calvos. No tienen cabelleras viriles como las nuestras, y para afearse más se rapan las mejillas hasta dejarlas tan mondas como sus cabezas. No sé qué puede ver una mujer en ninguno de ellos.

—No me lo imagino —dijo Menua vagamente, juntando los dedos—. Continúa. Háblanos de ello.

—Había una mujer de nuestra tribu a la que yo le gustaba, pero ese romano la vio y el príncipe al que yo servía se la envió. Fui tras ella. Hubo una lucha y le acuchillé. Entonces monté a la mujer a la grupa de mi caballo y huí.

»Pero ella fue ingrata, la perversa criatura. Bajó del caballo y regresó corriendo para dar la alarma. Tuve que partir al galope para salvar la piel. Sabía que los druidas me condenarían por haber matado a un embajador. Cabalgué durante muchos días hasta que al fin encontré a un grupo de senones que me permitieron unirme a ellos e ir hacia el norte. Pero dejé a aquel extranjero revolcándose en su propia sangre —añadió Mallus con satisfacción.

Cuando concluyó el interrogatorio, Nantorus pareció aliviado.

—No es una situación tan mala como parecía —le dijo a Menua—. Algunos príncipes eduos están engrosando sus grupos de guerreros con unos pocos romanos, pero ¿qué daño hay en ello? Los mercenarios son bastante frecuentes. No es como si nos invadiera el Lacio.

—¿No lo es? ¿Has olvidado la historia que los druidas trataron de enseñarte? Dondequiera que Roma envía guerreros, los deja allí. Toman mujeres, engendran hijos, construyen casas y finalmente Roma reclama las tierras que ocupan.

—Si los eduos son tan estúpidos que permiten a Roma dominar sus tierras de esa manera, merecen perderlas.

—No se trata sólo del territorio eduo —insistió Menua—. Estamos hablando de una parte de la Galia invadida por los extranjeros, los cuales ya poseen la parte meridional, la Provincia. Ahora avanzan hacia la Galia libre y nosotros estamos en ella. ¡La rata que roe a los eduos nos roerá luego a nosotros, Nantorus!

—Sobreestimas la amenaza de Roma.

—No lo creo así. Mis viajes nunca me han llevado a territorio romano, pero cuando los druidas de toda la Galia se reúnen cada Samhain para la gran asamblea celebrada en nuestro bosque, hablo con muchos que han estado allí, y lo que he llegado a saber sobre la manera de actuar de los romanos me preocupa.

»Inevitablemente, dada la naturaleza de la ambición humana, un poco de grano intercambiado por unos pocos mercenarios se convertirá en una enorme cantidad de grano intercambiada por ejércitos enteros...; en otras palabras, una importante alianza militar que llevará la influencia romana al corazón de la Galia. Y escucha bien esto, Nantorus: la influencia romana me asusta más que los guerreros romanos.

—¡Influencia! —exclamó Nantorus en tono burlón, rechazando la idea con un movimiento de la mano. Nuestro rey era un hombre de armas y los conceptos amorfos tenían escasa realidad para él.

Pero lo amorfo era el reino de Menua, el cual continuó insistiendo hasta que finalmente Nantorus accedió a convocar una reunión del consejo tribal en Cenabum, en la que Menua expondría sus puntos de vista.

Gracias a que me aferraba al manto de Menua, también yo podría ir. Estaba muy excitado, pues aquél iba a ser mi primer viaje verdadero.

Nantorus se marchó en su carro, levantando una polvareda que señalaba su paso, pero Menua y yo tardamos dos días de duro camino en llegar a la fortaleza de la tribu. Menua desdeñaba el uso de caballos y carros. «Los druidas tenemos que mantener los pies en el suelo», me recordó.

La tierra que recorríamos era llana, a veces suavemente ondulante, muy boscosa y fértil. En los prados veíamos prósperas granjas, cada una capaz de mantener a un pequeño clan. Las cosechas medraban en el suelo arenoso, y en el aire límpido flotaba el olor de las fogatas en las que cocinaban y el sonido de gentes que cantaban.

En aquellos tiempos éramos un pueblo que cantaba.

Desde entonces he visto fuertes más grandes y ciudades más poderosas, pero conservo vívidamente mi primera visión de Cenabum. Comparada con el Fuerte del Bosque, la fortaleza de los carnutos era inmensa, un enorme óvalo irregular de terraplenes reforzados con madera tachonados de torres de vigilancia, y por encima el cielo estaba permanentemente cubierto de humo. Cenabum se alzaba en la orilla del río Liger, del que obtenía su suministro de agua, y en su ancho cauce había muchas pequeñas embarcaciones de pesca que desafiaban a las corrientes en ocasiones traicioneras y las bolsas de arenas movedizas.

—Tras estos muros pueden refugiarse cómodamente cinco mil personas a la vez —dijo Menua con orgullo, señalando la empalizada—. Yo mismo nací aquí.

Todo en Cenabum me impresionó. La puerta principal era doble, con dos torres de vigilancia conectadas por un puente. Cuando pasé por debajo del puente, los centinelas me miraron y uno de ellos hizo un saludo con la mano. Al entrar en la ciudad fortificada, pues Cenabum era una verdadera ciudad, nos envolvieron la música de los forjadores y el cocleo de los gruesos gansos que al día siguiente se asarían en los espetones. Un equipo de carpinteros que transportaban unos pesados maderos pasaron por nuestro lado casi rozándonos, y entonces se detuvieron confusos y balbucieron unas excusas al ver la túnica con capucha de Menua. Adondequiera que mirase veía gente trabajando o conversando. La mezcla de olores de excrementos, pescado y montones de estiércol me hizo arrugar la nariz.

Al lado de las puertas había un grupo de edificios cuadrados y de tejado llano, distintos a los alojamientos celtas. Mientras los miraba, varios hombres de cabellos oscuros vestidos con túnicas plisadas salieron de uno de los edificios, charlando entre ellos y agitando las manos en el aire. Menua siguió la dirección de mi mirada.

—Comerciantes romanos —dijo en tono agrio—. Viven aquí de una manera más o menos permanente, todo el mundo supone que son inofensivos y los reciben bien por sus relaciones comerciales, pero me pregunto si son realmente tan inofensivos. ¿Crees que abrirían de par en par las puertas de Cenabum para que entrasen los invasores?

Los druidas que vivían en Cenabum nos escoltaron a una casa de huéspedes, un alojamiento bien equipado que reservaban a ese fin. Menua contempló con expresión despectiva los bancos de madera tallada y los divanes con cojines.

—La blandura romana —me dijo entre dientes—. Esta noche dormiremos fuera, abrigados con los mantos.

Así lo hicimos. Aquella noche llovió.

Al día siguiente, cuando el sol estaba alto, el consejo se reunió en la casa de asambleas. Como todos los consejos tribales, el nuestro estaba formado por los príncipes y ancianos de la tribu. Llegaron los príncipes, cada uno con su séquito armado, y dejaron sus escudos y armas amontonados al lado de la puerta. Los ancianos llegaron envueltos en mantos y arrastrando jirones de tiempo tras ellos como largos mechones grises.

Alzando el cuerno de carnero que le designaba como portavoz, el jefe druida se dirigió al consejo mientras yo permanecía al fondo de la sala, procurando escucharle e interpretar al mismo tiempo las reacciones de los oyentes.

—En el vuelo de las aves y las salpicaduras de la sangre de los bueyes he visto pautas que me preocupan en sumo grado —anunció Menua—. He visto ejércitos en marcha. Ahora me he enterado de que los eduos hacen que los guerreros romanos sean bienvenidos en la Galia.

—Los pueblos celtas son famosos por su hospitalidad —comentó el príncipe Tasgetius, un hombre enjuto, de articulaciones flojas, con el dorso de sus grandes manos recubierto de un vello rojo amarillento—. Y algunos de mis mejores amigos son romanos —añadió, mirando los brazaletes de oro importados que llevaba.

—No juzgues a los pueblos por sus comerciantes —le advirtió Menua—. Les interesa parecer afables, pero los romanos no son en absoluto como nosotros y jamás debes pensar que lo son. Hace muchas generaciones abandonaron la reverencia de la naturaleza y empezaron a utilizar como dioses imágenes de forma humana creadas por el hombre, una idea que les robaron a los griegos. Los romanos son grandes ladrones —añadió despectivamente—, pero mientras los helenos conservaban cierta sensibilidad hacia el mundo natural, los romanos no la tenían en absoluto. He oído decir que los únicos dioses naturales que reconocen son el sol, la luna y el mar, e incluso éstos tienen formas e identidades humanas.

»Hacer dioses a su propia imagen les ha dado una idea exagerada de la importancia de Roma. Suponen que, como hacen dioses, tienen la autoridad de los dioses. Han cobrado un ansia de control a la que ellos llaman deseo de orden y tratan de imponer a todos los demás.

»El concepto romano de orden es inadecuado para los pueblos celtas. Nuestros espíritus, que fluyen libremente, no se sienten cómodos en cajas cuadradas y comunidades donde incluso el acceso al agua está regulado. Estamos acostumbrados al agua gratuita y la propiedad tribal de la tierra en la que vivimos, elegimos a nuestros líderes y veneramos a la Fuente. Los romanos han elegido la rigidez de su orden artificial en vez de la norma del flujo natural. Puede ponerse sobre la hierba una piedra de pavimento, pero la norma nunca está quieta. Por debajo de la piedra las raíces seguirán creciendo y presionarán contra su barrera hasta que algún día salgan a través de ella y alcen sus verdes miembros hacia el sol.

»Entretanto, los romanos han preferido pasar por alto la inevitabilidad de la ley natural y han creado su propio cuerpo judicial, al que llaman senado, el cual promulga leyes para encauzar el mundo como los romanos quieren que sea, no como es.

Me fijé en que algunos consejeros escuchaban atentamente y unos pocos parecían aburridos. En general, los ancianos prestaban más atención que los príncipes.

—Me han dicho que sus ciudadanos creen que Roma es el centro del universo —siguió diciendo Menua—. Puesto que la existencia del Más Allá desafía a la autoridad de Roma, descuidan los asuntos del espíritu y se concentran en la carne. Esos dioses suyos sólo sirven para satisfacer necesidades corporales y no tienen nada que ver con el mantenimiento de la armonía entre el hombre, la tierra y el espíritu.

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