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Authors: Paulo Coelho

Tags: #Novela

El Demonio y la señorita Prym (5 page)

Todos asintieron y, de nuevo, Chantal sintió vergüenza por estar allí, escuchando a un hombre que hacía ostentación de unos conocimientos inútiles, para demostrar que sabía más que los otros.

—Al concebir este cuadro, Leonardo da Vinci tropezó con una gran dificultad: tenía que pintar el Bien, el retrato de Jesucristo, y el Mal, en la figura de judas, el amigo que lo traicionó durante la cena. Tuvo que dejar el trabajo a medias porque no encontraba los modelos ideales.

"Un día, mientras escuchaba un coro, vio que uno de los chicos era la imagen perfecta de Jesucristo. Lo invitó a su taller y reprodujo sus facciones en estudios y esbozos.

»Pasaron tres años. La última cena estaba casi terminada, pero Da Vinci aún no había encontrado el modelo ideal para Judas. El cardenal responsable de la iglesia lo presionaba para que terminase el mural de una vez por todas.

»Después de muchos días de búsqueda, el pintor se encontró con un joven prematuramente envejecido, desharrapado, borracho, tumbado junto a una cloaca. Pidió a la gente que había a su alrededor que lo ayudaran y, con muchas dificultades, lo llevaron directamente a la iglesia, porque ya no tenía tiempo para hacer esbozos.

»El mendigo no entendía lo que estaba sucediendo: las personas que lo habían arrastrado hasta allí lo mantenían en pie mientras Da Vinci copiaba las líneas de impiedad, de pecado, de egoísmo tan bien marcadas en aquel rostro.

»Cuando terminó, el mendigo, algo rehecho de la resaca, abrió los ojos y vio la pintura que tenía delante. Y dijo, con una mezcla de espanto y tristeza:

» —¡Yo ya había visto este cuadro antes!

» —¿Cuando? —preguntó Da Vinci, sorprendido.

» —Hace tres años, antes de perderlo todo. En una época en que yo cantaba en un coro y tenía una vida llena de sueños, fue entonces cuando el pintor me invitó a posar como modelo para el rostro de Jesucristo.

El extranjero hizo una larga pausa. Sus ojos miraban fijamente al cura, que bebía su cerveza, pero Chantal sabía que esas palabras iban dirigidas a ella.

—O sea, que el Bien y el Mal tienen el mismo rostro; todo depende de la época en que se cruzan en el camino de cada ser humano —concluyó.

Entonces se levantó y se excusó diciendo que estaba muy cansado, y subió a su habitación. Todos pagaron lo que debían y fueron saliendo lentamente, contemplando la reproducción barata del cuadro famoso, preguntándose a sí mismos en qué período de su vida habían sido tocados por un ángel o por un demonio. Sin que nadie comentase nada con los demás, todos llegaron a la conclusión de que eso sólo había tenido lugar en Viscos antes de que Ahab pacificara la comarca; ahora, cada día era igual al anterior, y nada más.

Exhausta, trabajando como un autómata, Chantal sabía que era la única que pensaba de una manera diferente, porque ella había sentido cómo la seductora y pesada mano del Mal le acariciaba el rostro. "El Bien y el Mal tienen el mismo rostro, todo depende de la época en que se cruzan en el camino de cada ser humano." Bonitas palabras, tal vez ciertas, pero lo que ella necesitaba era dormir, nada más.

Se equivocó al dar un cambio a un cliente, algo que le sucedía en contadas ocasiones; pidió disculpas, pero no se culpó a sí misma. Aguantó impasible y digna hasta que el cura y el alcalde —normalmente los últimos en salir — abandonaron el local. Cerró la caja, cogió sus cosas, se puso su abrigo, grueso y barato, y se fue a casa, tal como venía haciendo desde hacía tantos años.

En la tercera noche se encontró con la presencia del Mal. Y el Mal apareció bajo la apariencia de un gran cansancio y una fiebre altísima, que la dejó en un estado de semiinconsciencia pero incapaz de dormir; además, fuera había un lobo que aullaba sin cesar. Por unos instantes, tuvo la certeza de que estaba delirando, porque le pareció que el animal había entrado en su cuarto y le hablaba en una lengua extraña que ella no entendía. En un breve instante de lucidez, intentó levantarse e ir a la iglesia, pedir al cura que llamase a un médico porque estaba enferma, muy enferma; pero cuando intentó transformar en acción su gesto, las piernas le flaquearon, y tuvo la certeza de que no podría caminar.

Si caminaba, no conseguiría llegar hasta la iglesia.

Si llegaba hasta la iglesia, tendría que esperar a que el cura se despertase, se vistiera y abriera la puerta; mientras, el frío le subiría rápidamente la fiebre hasta matarla allí mismo, sin piedad, delante de un lugar que algunas personas consideran sagrado.

"Por lo menos, no hará falta que me lleven al cementerio, prácticamente ya estaré dentro."

Chantal deliró toda la noche, pero a medida que la luz de la mañana entraba en su cuarto, notó que la fiebre bajaba. Cuando recuperó sus fuerzas e intentó dormir, oyó una bocina familiar y comprendió que el repartidor del pan ya había llegado a Viscos y ya era hora de preparar el desayuno.

Nadie la obligaba a bajar por el pan; era independiente, podía quedarse en cama tanto tiempo como le apeteciese, su trabajo no empezaba hasta el anochecer. Pero algo había cambiado en ella; necesitaba estar en contacto con el mundo, antes de volverse completamente loca. Quería encontrarse con las personas que en ese momento se aglomeraban alrededor de la pequeña furgoneta verde, cambiando sus monedas por comida, contentas porque empezaba un nuevo día y tenían sus quehaceres y algo que comer.

Se acercó a ellos y oyó algunos comentarios del estilo "pareces cansada" o "¿te pasa algo?." Todos sus vecinos eran amables, solidarios, siempre dispuestos a echar una mano, inocentes y simples en su generosidad, pero su alma se debatía en una lucha sin cuartel por sueños, aventuras, miedo y poder. Le hubiera gustado compartir su secreto, pero si lo contaba a una sola persona, todo el pueblo estaría enterado antes de que terminase la mañana; más valía agradecerles el interés que sentían por su salud y seguir adelante, hasta que sus ideas se aclarasen un poco.

—No es nada. Un lobo estuvo aullando toda la noche y no me dejó dormir.

—Yo no oí a ningún lobo —dijo la dueña del hotel, que también estaba allí, comprando el pan. —Hace meses que no se oye el aullido de un lobo en esta comarca —comentó la mujer que preparaba los productos que se vendían en la pequeña tienda del hotel —. Los cazadores deben de haberlos exterminado a todos y eso representa un desastre para nosotros, porque los escasos lobos que quedan son los que atraen a los cazadores. Ellos adoran esta competición inútil: ver quién consigue matar al animal más difícil.

—No digas delante del repartidor del pan que ya no quedan lobos en la comarca —replicó en voz baja la jefa de Chantal —. En cuanto lo descubran, puede que la vida en Viscos cese definitivamente.

—Pero yo oí un lobo...

—Debía de ser el lobo maldito —comentó la mujer del alcalde, a quien no caía nada bien Chantal, pero era lo suficientemente educada para disimular sus sentimientos.

La dueña del hotel se irritó:

—¡El lobo maldito no existe! Era un lobo vulgar y corriente, y ya deben de haberlo matado.

La mujer del alcalde no se dio por vencida.

—Tanto si existe como si no, todos sabemos que ayer noche no aulló ningún lobo. Haces trabajar demasiado a esta chica y está tan exhausta que incluso tiene alucinaciones.

Chantal las dejó en plena discusión, cogió su pan y se fue.

"Una competición inútil", pensaba, recordando el comentario de la mujer que preparaba las conservas. Ellos consideraban que la vida era eso: una competición inútil. Estuvo a punto de revelar allí mismo la proposición del extranjero, para ver si aquella gente tan cómoda y pobre de espíritu se comprometía en una competición verdaderamente útil: diez lingotes de oro a cambio de un simple crimen que aseguraría el futuro de hijos y nietos, el retorno de la gloria perdida de Viscos, con o sin lobos.

Pero se contuvo. En aquel momento decidió que contaría la historia aquella noche, pero delante de todos, en el bar, de manera que nadie pudiese decir que no se había enterado o no lo había entendido bien. Tal vez se abalanzarían sobre el extranjero y lo llevarían inmediatamente a la comisaría de policía, dejándola libre para quedarse con su oro como recompensa por el servicio prestado a la comunidad. Tal vez no se lo creerían y el extranjero se marcharía creyendo que todos eran buenos, lo cual no era cierto.

Todos son ignorantes, ingenuos, resignados. No creen en las cosas que no forman parte de aquello a lo que están acostumbrados a creer. Todos temen a Dios. Todos —incluso ella — son cobardes a la hora en que podrían cambiar su destino. Pero la bondad, la auténtica bondad, ésa no existe, ni en la tierra de los cobardes, ni en el cielo de Dios Todopoderoso, quien siembra sufrimientos a diestra y siniestra, para que nos pasemos toda la vida pidiéndole que nos libre de todo mal.

La temperatura había bajado, Chantal llevaba tres noches sin dormir, pero, mientras preparaba su desayuno, se sentía mejor que nunca. No era la única cobarde. Pero tal vez era la única que era consciente de su cobardía, porque los demás consideraban que la vida era "una competición inútil" y confundían su miedo con generosidad.

Se acordó del caso de un hombre de Viscos, que trabajaba en una farmacia de una ciudad vecina y fue despedido al cabo de veinte años. No pidió ninguna indemnización porque —decía — era amigo de los dueños y no deseaba perjudicarlos, sabía que lo habían echado por dificultades económicas. ¡Mentira! No los llevó a juicio porque era un cobarde y quería que lo quisieran a toda costa; pensó que los dueños lo considerarían siempre una persona generosa y un buen compañero. Al cabo de un cierto tiempo, cuando les pidió un préstamo, le dieron con la puerta en las narices, pero entonces ya era demasiado tarde: había firmado un documento solicitando la baja voluntaria y no les podía exigir nada.

¡Bien hecho! El papel de alma caritativa corresponde a los que tienen miedo de tomar decisiones en la vida. Siempre es mucho más fácil creer en la propia bondad que enfrentarte a los demás y luchar por tus derechos. Siempre es más fácil escuchar una ofensa y no reaccionar que tener el coraje de enzarzarte en un combate con alguien más fuerte; siempre podemos decir que no nos ha alcanzado la piedra que nos han lanzado y de noche —cuando estemos solos y nuestra mujer o nuestro marido o el compañero de escuela duerman —, sólo de noche, podremos llorar en silencio por nuestra cobardía.

Chantal tomó su café y deseó que el día pasara rápidamente. Pensaba destruir aquel pueblo, acabaría con Viscos aquella misma noche. De todas formas, el pueblo estaba condenado en menos de una generación porque no había niños: los jóvenes se reproducían en otras ciudades del país, en medio de fiestas, ropa bonita, viajes y de la "competición inútil."

Pero el día no pasó con rapidez. Todo lo contrario; el cielo gris, plagado de nubes bajas provocaba que las horas se arrastrasen lentamente.

La niebla no permitía ver las montañas y la aldea parecía aislada del mundo, perdida en sí misma, como si fuera el único lugar habitado de la Tierra. Desde la ventana, Chantal vio cómo el extranjero salía del hotel y se encaminaba en dirección a las montañas, como siempre. Temió por su oro, pero calmó a su corazón en seguida: a buen seguro que volvería, porque había pagado una semana de hotel y la gente rica no desperdicia un céntimo; eso sólo lo hacen los pobres.

Intentó leer, pero no conseguía concentrarse. Decidió dar un paseo por Viscos, pero sólo vio a una persona: Berta, la viuda, que se pasaba todo el santo día sentada delante de su casa, vigilando todo lo que sucedía.

—Parece que por fin bajará la temperatura —dijo Berta.

Chantal se preguntó por qué las personas que no saben de qué hablar creen que el tiempo es un tema importante. Asintió con la cabeza.

Siguió su camino, porque ya había conversado de todo lo que se podía conversar con Berta en los muchos años que llevaba viviendo en aquel pueblo.

Hubo una época en que la encontraba una mujer interesante, valiente, que había sido capaz de seguir adelante después de que su marido murió en uno de los frecuentes accidentes de caza. Había vendido algunos de los pocos bienes que poseía, invirtió ese dinero —junto con el de la indemnización — en una inversión segura y ahora vivía de rentas.

Pero con el paso del tiempo, la viuda dejó de interesarle, y se convirtió en la imagen de todo lo que temía que le sucediese a ella: terminar su vida sentada en una silla delante de su casa, cubierta de abrigos durante el invierno, contemplando el único paisaje que había visto en toda su vida, vigilando algo que no era necesario vigilar porque allí no había nada serio, importante ni valioso.

Caminó en medio de la niebla del bosque sin miedo a perderse porque se sabía de memoria todos sus senderos, árboles y rocas. Se imaginó las emociones de la noche, ensayó distintas maneras de contar la proposición del extranjero; en algunas, repetía literalmente lo que había oído y visto, en otras contaba una historia que podía ser cierta o no, imitando el estilo del hombre que llevaba tres días sin dejarla dormir.

"Es un hombre muy peligroso, el peor de todos los cazadores que he conocido."

Mientras caminaba por el bosque, Chantal empezó a darse cuenta de que había otra persona tan peligrosa como el extranjero: ella misma. Cuatro días antes, no era consciente de que se estaba acostumbrando a ser lo que era, a lo que podía esperar de la vida, al hecho de que la vida en Viscos no era tan mala; al fin y al cabo, los turistas que invadían la comarca todos los veranos afirmaban que era un paraíso.

Pero los monstruos habían salido de la tumba, se le aparecían por la noche, y la hacían sentir desgraciada, incomprendida, abandonada por Dios y por su destino. Peor que eso: la obligaban a ver la amargura que arrastraba consigo día y noche, en el bosque y en el trabajo, en sus escasos encuentros, en los muchos momentos de soledad.

"¡Maldito sea ese hombre! ¡Y maldita sea yo, porque lo forcé a cruzarse en mi camino!"

Mientras volvía al pueblo, se arrepentía de cada minuto de su vida, y blasfemaba contra su madre por haber muerto prematuramente, contra su abuela, por haberle enseñado que debía intentar ser buena y honesta, contra los amigos que la habían abandonado, contra su destino que no cesaba de perseguirla.

Berta seguía en el mismo sitio.

—Vas muy de prisa —le dijo —. Siéntate a mi lado y descansa.

Chantal hizo lo que le había sugerido la anciana. Hubiera hecho cualquier cosa con tal de que el tiempo pasara más rápidamente.

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