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Authors: Paulo Coelho

Tags: #Novela

El Demonio y la señorita Prym (2 page)

Todos los que residían allí sabían perfectamente que se obstinaban en vivir en un mundo que ya había caducado. A pesar de ello, no les resultaba fácil aceptar que formaban parte de la última generación de los campesinos y pastores que habían poblado aquellas montañas desde hacía siglos. Más pronto o más tarde llegarían las máquinas, el ganado sería criado lejos de allí, con piensos especiales, y tal vez venderían la aldea a una gran empresa, con sede en el extranjero, que la convertiría en una estación de esquí.

Esto ya había sucedido en otras poblaciones de la comarca, pero Viscos se resistía a ello, porque tenía una deuda con su pasado, con la fuerte tradición de los ancestros que habían habitado aquella zona en la antigüedad y que les habían enseñado la importancia de luchar hasta el último momento.

El forastero leyó cuidadosamente la ficha de inscripción del hotel, mientras decidía cómo la iba a rellenar. Por su acento, sabrían que procedía de algún país de Sudamérica, y decidió que ese país sería Argentina, porque le encantaba su selección de fútbol. También pedían el domicilio, y el hombre escribió calle Colombia porque tenía entendido que los sudamericanos suelen homenajearse recíprocamente dando nombres de países vecinos a las avenidas importantes. Como nombre de pila, eligió el de un famoso terrorista del siglo pasado.

En menos de dos horas, los doscientos ochenta y un habitantes de Viscos ya sabían que acababa de llegar al pueblo un extranjero llamado Carlos, nacido en Argentina, que vivía en la bonita calle de Colombia, en Buenos Aires. Esa es la ventaja de las comunidades muy pequeñas: no es necesario hacer ningún esfuerzo para que en muy poco tiempo se sepa tu vida y milagros. Esa, por cierto, era la intención del recién llegado.

Subió a la habitación y vació su mochila: había traído algo de ropa, una maquinilla de afeitar, un par de zapatos de repuesto, un grueso cuaderno donde hacía sus anotaciones y once lingotes de oro que pesaban dos kilos cada uno. Exhausto por la tensión, la subida y el peso que cargaba, se durmió inmediatamente, no sin antes atracar la puerta con una silla a pesar de saber que podía confiar plenamente en todos y cada uno de los habitantes de Viscos.

Al día siguiente, desayunó, dejó la ropa sucia en la recepción del hotelito para que se la lavaran, volvió a colocar los lingotes en la mochila y salió en dirección a la montaña situada al este de la aldea. Por el camino, sólo vio a una vecina de la población: una vieja que estaba sentada delante de la puerta de su casa, y que lo observaba con curiosidad.

Se internó en el bosque, y esperó a que sus oídos se acostumbraran al murmullo de los insectos, los pájaros y el viento que batía en las ramas sin hojas; sabía perfectamente que en un lugar como aquél, lo podían observar sin que él lo notara, y estuvo sin hacer nada durante una hora.

Cuando tuvo la certeza de que cualquier observador eventual ya se habría cansado y se habría ido sin ninguna novedad que contar, cavó un agujero cerca de una formación rocosa en forma de Y, y allí escondió uno de los lingotes. Subió un poco más, y estuvo otra hora sin hacer nada; mientras simulaba contemplar la naturaleza en profunda meditación, descubrió otra formación rocosa —ésta en forma de águila — y allí cavó un segundo agujero, donde colocó los diez lingotes de oro restantes.

La primera persona que vio, en el camino de vuelta al pueblo, fue una chica sentada a la vera de uno de los muchos torrentes de la comarca formados por el deshielo de los glaciares. Ella levantó los ojos del libro que estaba leyendo, advirtió su presencia y retomó la lectura, su madre le habría enseñado que jamás se debe dirigir la palabra a un forastero.

Pero los extranjeros, cuando llegan a una ciudad nueva, tienen todo el derecho a intentar entablar amistad con desconocidos, y el hombre se aproximó a ella.

—Hola —le dijo —. Hace mucho calor para esta época del año.

Ella asintió con la cabeza.

El extranjero insistió:

—Me gustaría enseñarte algo.

Ella, muy educadamente, dejó el libro a un lado, le dio la mano y se presentó.

—Me llamo Chantal, hago el turno de noche en el bar del hotel donde te hospedas, y ayer me extrañó que no bajaras a cenar, piensa que los hoteles no sólo ganan dinero por el alquiler de las habitaciones, sino por todo lo que consumen los huéspedes. Tu nombre es Carlos, eres argentino y vives en una calle que se llama Colombia; ya lo sabe todo el pueblo, porque un hombre que llega aquí, fuera de la temporada de caza, es siempre objeto de curiosidad. Un hombre de unos cincuenta años, cabello gris, mirada de haber vivido mucho...

»Por lo que respecta a tu invitación de enseñarme algo, muchas gracias, pero conozco el paisaje de Viscos desde todos los ángulos posibles e imaginables; tal vez sería mejor que fuera yo quien te enseñara lugares que no has visto nunca, pero supongo que estarás muy ocupado.

—Tengo cincuenta y dos años, no me llamo Carlos y todos los datos del registro son falsos.

Chantal no sabía qué decir. El forastero continuó hablando:

—No es Viscos lo que te quiero enseñar, sino algo que no has visto nunca.

Ella había leído muchas historias de chicas que siguieron a un desconocido hasta el corazón del bosque y desaparecieron sin dejar rastro. Por un instante, sintió miedo; pero el miedo fue sustituido inmediatamente por una sensación de aventura, al fin y al cabo, aquel hombre no se atrevería a hacerle ningún daño, puesto que acababa de decirle que todo el pueblo estaba enterado de su presencia, a pesar de que los datos del registro no correspondieran a la realidad.

—¿Quién eres? —le preguntó —. Si lo que me has dicho es cierto, ¿acaso no sabes que podría denunciarte a la policía por falsificar tu identidad?

—Prometo responder a todas tus preguntas, pero antes tienes que venir conmigo porque quiero mostrarte algo. Está a cinco minutos de camino. Chantal cerró el libro, respiró profundamente y rezó una oración para sus adentros, mientras su corazón se henchía de una mezcla de excitación y miedo. Después se levantó y acompañó al extranjero, convencida de que se trataba de una nueva frustración en su vida, que siempre empezaba con un encuentro lleno de promesas para luego revelarse como otro sueño de amor imposible.

El hombre se acercó a la roca en forma de Y, le mostró la tierra recién removida y le pidió que sacara lo que había enterrado allí.

—Me ensuciaré las manos —dijo Chantal —. Y la ropa.

El hombre cogió una rama, la partió y se la dio para que cavara la tierra. A ella le extrañó su comportamiento pero hizo lo que le pedía.

Al cabo de cinco minutos, Chantal tenía delante de sus ojos un lingote dorado y sucio.

—Parece oro —dijo.

—Es oro. Y es mío. Vuelve a cubrirlo de tierra, por favor.

Ella le obedeció. El hombre la llevó al otro escondrijo. Ella volvió a cavar y, esta vez, quedó muy sorprendida por la cantidad de oro que tenía delante de sus ojos.

—También es oro. Y también es mío —le dijo el extranjero.

Chantal estaba a punto de volver a enterrar el oro, cuando él le pidió que dejara el agujero tal como estaba. Se sentó en una piedra, encendió un cigarrillo, y se puso a contemplar el horizonte.

—¿Por qué me lo has enseñado?

Él no dijo nada.

—Quién eres? ¿Qué haces aquí? ¿por qué me has enseñado esto, sabiendo que puedo contar a todo el pueblo lo que hay escondido en esta montaña? —Demasiadas preguntas al mismo tiempo — respondió el extranjero, manteniendo los ojos fijos en la montaña, como si ignorase su presencia allí —. Por lo que respecta a contárselo a todo el pueblo, eso es precisamente lo que deseo.

—Me prometiste que, si te acompañaba, responderías a todas mis preguntas.

—En primer lugar, nunca creas en promesas. El mundo está lleno de ellas: riqueza, salvación eterna, amor infinito. Algunas personas se consideran capaces de prometer de todo, otras aceptan cualquier cosa que les garantice días mejores y ése, según creo, es tu caso. Los que prometen y no cumplen acaban sintiéndose impotentes y frustrados, tal como les sucede a los que se aferran a las promesas.

Estaba complicando las cosas; le hablaba de su propia vida, de la noche que cambió su destino, de las mentiras que se vio obligado a creer porque le resultaba imposible aceptar la realidad. Debería utilizar el mismo lenguaje que la chica, palabras que ella pudiera comprender.

Pero Chantal lo entendía casi todo. Como todo hombre mayor, sólo pensaba en el sexo con las personas más jóvenes. Como todo ser humano, creía que el dinero puede comprar cualquier cosa. Como todo extranjero, estaba convencido de que las chicas de pueblo son lo bastante tontas como para aceptar cualquier proposición, real o imaginaria, que signifique una remota posibilidad de largarse de su aldea.

No era el primero, ni —desgraciadamente — tampoco sería el último que intentaba seducirla de una manera tan grosera. Lo que la dejaba confusa era la cantidad de oro que le estaba ofreciendo; jamás pensó valer tanto, y aquello le agradaba pero, al mismo tiempo, le causaba pánico.

—Ya soy mayorcita para creer en promesas —le respondió, intentando ganar tiempo.

—Pero siempre las has creído, y sigues creyéndolas.

—Te equivocas; sé que vivo en el Paraíso, he leído la Biblia y no pienso cometer el mismo error que Eva, que no se conformó con lo que tenía.

Por supuesto, eso no era cierto, y a la chica empezaba a preocuparle la posibilidad de que el extranjero perdiera el interés y se marchara. En realidad, ella misma había tejido la telaraña al provocar un encuentro en el bosque, se había situado en un lugar estratégico por donde él pasaría forzosamente en su camino de vuelta, de manera que tendría alguien con quien charlar, quizás surgiría una promesa y, durante algunos días, ella soñaría con un nuevo amor y un viaje sin retorno más allá del valle donde había nacido.

Su corazón estaba lleno de heridas, había dejado escapar muchas oportunidades pensando que aún no había llegado la persona adecuada, pero ahora sentía que el tiempo transcurría más de prisa de lo que había imaginado y estaba dispuesta a abandonar Viscos con el primer hombre que la quisiera llevar, aunque no sintiera nada por él. Con toda certeza, aprendería a amarlo; el amor también es cuestión de tiempo.

—Eso es precisamente lo que quiero averiguar: si vivimos en un paraíso o en un infierno. —El hombre interrumpió sus pensamientos.

Estaba cayendo en la trampa que le había preparado.

—En el paraíso. Pero quien vive durante mucho tiempo en un lugar perfecto, termina por aborrecerlo.

Había lanzado el primer anzuelo. Le había dicho, en otras palabras: "Estoy libre y disponible." La siguiente pregunta del hombre debería ser: "¿como tú?"

—¿Como tú? —quiso saber el extranjero.

Debía ser muy prudente, si se acercaba a la fuente con mucha sed, el hombre podía asustarse. —No lo sé. Algunas veces siento que sí, otras, creo que mi destino está aquí, y que no sabría vivir lejos de Viscos.

Siguiente paso: fingir indiferencia.

—Bien, puesto que no me quieres contar nada al respecto del oro que me enseñaste, te agradezco el paseo y vuelvo a mi río y mi libro. Gracias. —¡Espera!

El hombre había mordido el anzuelo.

—Por supuesto que pienso contarte el porqué del oro; de lo contrario, no te habría traído hasta aquí.

Sexo, dinero, poder, promesas. Pero Chantal adoptó el aire de quien está esperando una revelación sorprendente; a los hombres les produce un extraño placer sentirse superiores, no se dan cuenta de que, la mayoría de las veces, se comportan de una manera absolutamente previsible. —Debes tener una gran experiencia en la vida; a buen seguro que podrás enseñarme muchas cosas.

Eso. Aflojar ligeramente la cuerda, adular un poco para no asustar a la presa es una regla muy importante.

—Pero tienes un hábito pésimo: en lugar de responder a una simple pregunta, sueltas unos sermones larguísimos sobre promesas o el comportamiento que debemos adoptar en la vida. Me encantará quedarme aquí, siempre que respondas a las preguntas que te hice de buen principio: ¿quién eres? Y ¿qué haces aquí?

El extranjero desvió los ojos de las montañas y miró a la chica que tenía delante. Durante muchos años había trabajado con todo tipo de personas y sabía —con certeza casi absoluta — lo que ella estaba pensando. Seguro que pensaba que le había enseñado el oro para impresionarla con su riqueza, de la misma manera que ahora ella intentaba impresionarlo con su juventud e indiferencia.

—¿Quién soy yo? Bueno, digamos que soy un hombre que ya hace algún tiempo que busca una determinada verdad; que averigüé la teoría pero nunca la llevé a la práctica.

—¿Qué verdad?

—Sobre la naturaleza del ser humano. Averigüé que, si tenemos la oportunidad de caer en la tentación, terminamos por caer en ella.

Dependiendo de las condiciones, todos los seres humanos de la tierra estamos dispuestos a hacer el mal.

—Creo que...

—No se trata de lo que creas tú ni de lo que crea yo, ni tampoco de lo que queramos creer, sino de averiguar si mi teoría está en lo cierto.

¿Quieres saber quién soy? Soy un industrial muy rico, muy famoso, que tuvo a sus órdenes a millares de empleados, que fue agresivo cuando era preciso y bueno cuando era necesario.

»Alguien que ha tenido vivencias que muchas personas ni siquiera imaginan que puedan existir y que, más allá de los límites, buscó tanto el placer como el conocimiento. Un hombre que conoció el paraíso cuando se consideraba prisionero de la rutina y de la familia, y que conoció el infierno cuando pudo gozar del paraíso y de la libertad total. Eso es lo que soy, un hombre que ha sido bueno y malo durante toda su vida, tal vez la persona más preparada para responder a mi pregunta sobre la esencia del ser humano, y por eso estoy aquí. Y sé perfectamente lo que vas a preguntarme ahora.

Chantal sintió que perdía terreno y debía recuperarlo rápidamente.

—¿Crees que voy a preguntarte por qué me has enseñado el oro? Pues, en realidad, lo que deseo saber es por qué un industrial rico y famoso ha venido a Viscos en busca de una respuesta que puede hallar en los libros, las universidades o, simplemente, contratando a algún filósofo ilustre.

El extranjero quedó muy complacido por la sagacidad de la chica. ¡Perfecto! Había elegido a la persona adecuada, como siempre.

—Vine a Viscos porque concebí un plan. Hace mucho tiempo asistí a la representación teatral de una obra de un autor llamado Dürrenmatt, supongo que lo conoces...

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