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Authors: Paulo Coelho

Tags: #Novela

El Demonio y la señorita Prym (10 page)

Chantal bajó la escalera recordando que incluso algo tan simple como la elección del alcalde de una aldea de tres calles ya provocaba discusiones acaloradas y divisiones internas. Cuando quisieron construir un parque infantil en la parte baja de Viscos se armó tal revuelo que jamás llegaron a empezar las obras; unos decían que en el pueblo no había niños, otros gritaban que un parque los haría volver, cuando sus padres fueran al pueblo de vacaciones, y notaran que había mejorado en algo. En Viscos se discutía por todo: la calidad del pan, las leyes de caza, la existencia o no del lobo maldito, el extraño comportamiento de Berta y, posiblemente, los encuentros a escondidas de la señorita Prym con algunos de los huéspedes del hotel, aunque jamás se habían atrevido a mencionar el asunto delante de ella.

Se acercó a la furgoneta con aire de quien, por primera vez en la vida, desempeñaba el papel principal en la historia del pueblo. Hasta entonces había sido la huérfana desamparada, la chica que no había conseguido casarse, la pobre trabajadora nocturna, la infeliz en busca de compañía; nada perdían por esperar un poco. Pero dentro de dos días, todos le besarían los pies y le darían las gracias por su generosidad y la abundancia de que disfrutaban, tal vez insistirían para que se presentara a candidata para la alcaldía (pensándolo bien, quizás sería mejor quedarse una temporada y disfrutar de la gloria recién conquistada).

El grupo de personas que estaba en torno a la furgoneta compraba el pan en silencio. Todos se volvieron hacia ella, pero no dijeron ni una palabra.

—¿Pero qué pasa en este pueblo? —preguntó el repartidor del pan —. ¿Se ha muerto alguien?

—No —respondió el herrero, que, a pesar de ser un sábado por la mañana y pudiera haber dormido hasta más tarde, estaba allí —. Hay una persona que lo está pasando mal, y estamos preocupados.

Chantal no entendía nada de lo que estaba sucediendo.

—Apresúrate a comprar lo que necesites —oyó decir —. Que el chico tiene prisa.

Mecánicamente, entregó sus monedas y cogió el pan. El chico de la furgoneta se encogió de hombros, como si desistiera de comprender lo que pasaba. Dio el cambio, deseó a todos un buen día, arrancó el vehículo y se marchó.

—Ahora soy yo la que pregunta: ¿qué pasa en este pueblo? —dijo, y el miedo hizo que levantara la voz más de lo que permite la buena educación.

—Ya sabes qué pasa —dijo el herrero —. Quieres que cometamos un crimen por dinero.

—¡Yo no quiero nada! ¡Sólo hice lo que me pidió aquel hombre! ¿Acaso se han vuelto locos?

—Te has vuelto loca. ¡No deberías haberte convertido en la mensajera de ese chalado! ¿Qué quieres? ¿Qué vas a ganar con esto? ¿Quieres transformar el pueblo en un infierno, como en la historia que contaba Ahab? ¿Has perdido la dignidad y la honra?

Chantal estaba temblando.

—¡Ustedes sí que se han vuelto locos! ¿No me digan que se han tomado en serio la proposición? —Déjala —dijo la dueña del hotel —. Tenemos que preparar los desayunos.

Poco a poco, el grupo se fue dispersando. Chantal seguía temblando, sujetando el pan, incapaz de moverse de donde estaba. Por primera vez, todas aquellas personas, que se pasaban la vida discutiendo, se habían puesto de acuerdo en algo: ella era la culpable. No el extranjero ni la proposición, sino ella, Chantal Prym, la instigadora del crimen. ¿Acaso el mundo estaba de cabeza?

Dejó el pan a la puerta de su casa, salió del pueblo en dirección a la montaña; no tenía hambre ni sed ni sentía ningún deseo. Se había dado cuenta de algo muy importante, algo que la henchía de miedo, pavor, terror absoluto.

Nadie había contado nada al hombre de la furgoneta.

Lo más natural habría sido comentar un acontecimiento como aquél, ya fuera con indignación o con risas; pero el hombre de la furgoneta, que repartía el pan y los chismorreos a los pueblos de la comarca, se había marchado sin saber lo que estaba pasando. A buen seguro, los habitantes de Viscos se habían reunido allí, por primera vez, aquel día y no habían tenido tiempo de comentar con los demás lo que había sucedido la noche anterior, a pesar de que todos ya estaban enterados de lo que había pasado en el bar. Y habían hecho, inconscientemente, una especie de pacto de silencio.

O sea, que podía ser que cada una de esas personas, en el fondo del corazón, estuviera pensando lo impensable, imaginando lo inimaginable.

Berta la llamó. Continuaba en su sitio, vigilando inútilmente el pueblo, porque el peligro ya había entrado, y era mucho peor de lo que pensaba.

—No tengo ganas de hablar —dijo Chantal —. No puedo pensar, ni reaccionar, ni decir nada.

—Pues siéntate aquí y escúchame.

De todas las personas con quien se había encontrado desde que se había levantado, Berta era la única que la estaba tratando con delicadeza.

Chantal, no sólo se sentó, sino que la abrazó. Se quedaron así durante un buen rato, hasta que Berta rompió el silencio.

—Ahora vete al bosque, enfría tus ideas; ya sabes que el problema no va contigo. Ellos también lo saben, pero buscan un culpable.

—¡Es el extranjero!

—Tú y yo sabemos que es él. Nadie más. Todos prefieren creer que han sido traicionados, que deberías habérselo contado antes, que no has confiado en ellos.

—¡¿Que yo les he traicionado?!

—Sí.

—¿Por qué prefieren creer eso?

—Piensa.

Chantal pensó. Porque necesitaban un culpable. Una víctima.

—No sé cómo terminará esta historia —dijo Berta —. Viscos es un pueblo de hombres de bien, aunque, tal como tú dijiste, son un poco cobardes. A pesar de ello, tal vez sería mejor que pasaras una temporada lejos de aquí.

Berta debía de estar bromeando; nadie se tomaría en serio la apuesta del extranjero.

¡Nadie! Además, ella no tenía dinero ni ningún sitio a donde ir.

No era cierto: la estaba esperando un lingote de oro, y la podía llevar a cualquier lugar del mundo. Pero no quería pensar en ello, de ninguna manera.

En ese momento, como por una ironía del destino, el hombre pasó por delante de ellas y se fue a caminar por las montañas, como todas las mañanas. Las saludó con un gesto de la cabeza, y siguió adelante. Berta lo acompañó con la mirada mientras Chantal comprobaba si alguien del pueblo había visto que las saludaba. Dirían que ella era su cómplice. Dirían que había un código secreto entre los dos.

—Está más serio —dijo Berta —. Tiene un aire extraño.

—Tal vez se ha dado cuenta de que su broma se ha convertido en realidad.

—No, no es solamente eso. No sé qué es, pero...

Es como si... No, no sé qué es.

"Mi marido debe de saberlo", pensó Berta, percibiendo una sensación nerviosa y desagradable que procedía de su lado izquierdo. Pero no era el momento adecuado para conversar con él.

—Pienso en Ahab —dijo a la señorita Prym.

—¡No quiero saber nada de Ahab, ni de historias ni de nada! ¡Sólo quiero que el mundo vuelva a ser como antes, que Viscos, con todos sus defectos, no sea destruido por la locura de un hombre!

—Me parece que amas más este pueblo de lo que tú crees.

Chantal estaba temblando. Berta volvió a abrazarla, colocando la cabeza de la chica en su hombro, como si fuera la hija que no había tenido. —Como te estaba diciendo, Ahab contaba una historia sobre el cielo y el infierno que, antiguamente, se transmitía de padres a hijos, pero hoy en día, ya nadie la recuerda. Un hombre, su caballo y su perro iban por una carretera. Cuando pasaban cerca de un enorme árbol, cayó un rayo y los tres murieron fulminados. Pero el hombre no se dio cuenta de que ya había abandonado este mundo, y prosiguió su camino con sus dos animales; a veces, los muertos tardan un cierto tiempo antes de ser conscientes de su nueva condición...

Berta pensó en su marido, que continuaba insistiendo para que se despidiera de la chica, porque debía contarle algo muy importante. Tal vez había llegado el momento de explicarle que estaba muerto y que dejara de interrumpir su historia.

—La carretera era muy larga, colina arriba, el sol era muy fuerte, estaban sudados y sedientos.

En una curva del camino vieron un portal magnífico, todo de mármol, que conducía a una plaza pavimentada con adoquines de oro, en el centro de la cual había una fuente de donde manaba un agua cristalina. El caminante se dirigió al hombre que custodiaba la entrada.

» —Buenos días.

» —Buenos días —respondió el guardián.

» —¿Cómo se llama este lugar tan bonito?

» —Esto es el Cielo.

» —Qué bien que hayamos llegado al Cielo, porque estamos sedientos.

» —Usted puede entrar y beber tanta agua como quiera. —Y el guardián señaló la fuente.

» —Pero mi caballo y mi perro también tienen sed...

» —Lo siento mucho —dijo el guardián —. Pero aquí no se permite la entrada a los animales.

»El hombre se llevó un gran disgusto, puesto que tenía muchísima sed, pero no pensaba beber solo; dio las gracias al guardián y siguió adelante. Después de caminar un buen rato cuesta arriba, exhaustos, llegaron a otro sitio, cuya entrada estaba marcada por una puertecita vieja que daba a un camino de tierra rodeado de árboles. A la sombra de uno de los árboles había un hombre echado, con la cabeza cubierta por un sombrero; posiblemente dormía.

» —Buenos días —dijo el caminante.

»El hombre respondió con un gesto de la cabeza. » —Tenemos mucha sed, yo, mi caballo y mi perro. » —Hay una fuente entre aquellas rocas —dijo el hombre, indicando el lugar —. Pueden beber tanta agua como quieran.

»El hombre, el caballo y el perro fueron a la fuente y calmaron su sed.

»El caminante volvió atrás para dar las gracias al hombre.

» —Pueden volver siempre que quieran —le respondió.

» —A propósito, ¿cómo se llama este lugar?

» —Cielo.

» —¿El Cielo? ¡Pero si el guardián del portal de mármol me ha dicho que aquello era el Cielo! » —Aquello no era el Cielo, era el Infierno.

»El caminante quedó perplejo.

» —¡Deberían prohibir que utilicen su nombre! ¡Esta información falsa debe de provocar grandes confusiones!

» —¡De ninguna manera! En realidad, nos hacen un gran favor. Porque allí se quedan todos los que son capaces de abandonar a sus mejores amigos... "

Berta acarició la cabeza de la chica y percibió que en su interior, el Bien y el Mal estaban librando un combate sin cuartel, entonces le dijo que fuera al bosque y preguntara a la Naturaleza adónde debía dirigirse.

—Presiento que nuestro pequeño paraíso enclavado en las montañas está a punto de abandonar a sus amigos.

—Te equivocas, Berta. Perteneces a otra generación, la sangre de los malhechores que habían poblado Viscos es más densa en tus venas que en las mías. Los hombres y las mujeres de Viscos tienen mucha dignidad. Si no tienen dignidad, desconfían los unos de los otros. Si no desconfían, tienen miedo.

—De acuerdo, estoy equivocada. Pero haz lo que te digo: ve a escuchar a la Naturaleza.

Chantal se marchó. Y Berta se volvió hacia El fantasma de su marido, pidiéndole que se tranquilizara, que ya era una mujer adulta; mejor dicho, una anciana, y que no debía interrumpirla cuando intentaba dar consejos a una persona joven. Ya había aprendido a cuidar de sí misma, y ahora cuidaba del pueblo.

Su marido le pidió que anduviera con cuidado. Que no diera tantos consejos a la chica, porque nadie sabía cómo acabaría aquella historia.

Berta se sorprendió mucho, porque creía que los muertos lo sabían todo; al fin y al cabo, ¿no había sido él quien la había advertido de que el peligro estaba por llegar? Tal vez se estaba haciendo demasiado viejo, y empezaba a tener otras manías, además de tomar la sopa con la misma cuchara.

El marido le dijo que la vieja era ella, porque los muertos conservan la misma edad. Y que, aunque supieran algunas cosas que los vivos desconocían, necesitaban de algún tiempo para ser admitidos en el lugar donde viven los ángeles superiores; él era un muerto reciente (no hacía ni quince años que había abandonado la Tierra), aún debía aprender muchas cosas, a pesar de que sabía que ya podía ayudar bastante.

Berta le preguntó si la morada de los ángeles superiores era más bonita y cómoda. El marido le contestó que se dejara de bromitas y concentrara su energía en la salvación de Viscos. No porque le interesara especialmente; al fin y al cabo, estaba muerto y nadie había hablado con él del tema de la reencarnación (aunque había oído algunas conversaciones respecto a esta posibilidad) y, aunque la reencarnación fuera posible, él preferiría renacer en algún lugar desconocido. Pero le gustaría que su mujer viviese en paz y tranquilidad los años que le quedaran en este mundo.

"Pues no te preocupes", pensó Berta. Su marido no aceptó el consejo; quería que ella hiciese alguna cosa. Si el Mal vence, aunque sea en una aldea olvidada con tres calles, una plaza y una iglesia, puede contagiar al valle, a la comarca, al país, al continente, los mares, el mundo entero.

Aunque tuviese 281 habitantes, siendo Chantal la más joven y Berta la más vieja, Viscos estaba bajo el control de media docena de personas: la dueña del hotel, que era la responsable del bienestar de los turistas, el sacerdote, responsable de las almas, el alcalde, responsable de las leyes de caza, la mujer del alcalde, responsable del alcalde y de sus decisiones, el herrero, que fue mordido por el lobo maldito y logró sobrevivir, y el dueño de la mayor parte de las tierras que rodeaban el pueblo. Además, fue él quien vetó la construcción del parque infantil, en la creencia —remota — de que Viscos volvería a crecer, y el solar estaba situado en un lugar ideal para construir una casa de lujo.

A los demás habitantes de Viscos poco les importaba lo que sucedía o dejaba de suceder en el pueblo, bastante trabajo tenían cuidando a sus ovejas, su trigo y sus familias. Eran clientes habituales del bar del hotel, iban a misa, obedecían las leyes, llevaban a arreglar sus instrumentos a la herrería y, de vez en cuando, compraban tierras.

El terrateniente jamás iba al bar; se enteró de la historia por su criada, que había estado esa noche y salió de allí excitadísima, comentando con sus amigas que el huésped del hotel era muy rico y que tal vez podía tener un hijo con él y exigirle que le cediera la mitad de su fortuna. Preocupado por el futuro —es decir, que la historia de la señorita Prym se difundiera y ahuyentara a cazadores y turistas —, había convocado una reunión de emergencia. En aquel preciso momento, mientras Chantal se dirigía al bosque, el extranjero se perdía en sus misteriosos paseos y Berta discutía con su marido sobre si debía o no intentar salvar el pueblo, el grupo se reunía en la sacristía de la pequeña iglesia.

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