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Authors: Paulo Coelho

Tags: #Novela

El Demonio y la señorita Prym (3 page)

El comentario era una provocación; era evidente que aquella chica jamás había oído hablar de Dürrenmatt, pero adoptaría un aire indiferente, como si supiera de lo que se trataba.

—Sigue —dijo Chantal, fingiendo indiferencia.

—Me alegro de que lo conozcas, pero permíteme que te recuerde de cuál de sus obras te estoy hablando —el hombre midió bien sus palabras, de manera que el comentario no sonara exageradamente cínico, pero con la firmeza de quien sabía que ella estaba mintiendo —. Una vieja dama vuelve a su ciudad natal, convertida en una mujer muy rica, sólo para humillar y destruir al hombre que la había rechazado de joven. Toda su vida, su matrimonio, su éxito financiero habían sido motivados por el deseo de vengarse de su primer amor.

»Entonces concebí mi propio juego: ir a un lugar apartado del mundo, donde todos contemplan la vida con alegría, paz y compasión, y ver si consigo que infrinjan algunos de los mandamientos de la ley de Dios.

Chantal desvió la mirada y fijó los ojos en las montañas. Era consciente de que el extranjero se había dado cuenta de que no conocía a ese escritor y ahora temía que le preguntara cuáles eran los mandamientos; nunca había sido muy religiosa, y no tenía la menor idea.

—En este pueblo, todos son honestos, empezando por ti —continuó diciendo el extranjero —. Te enseñé un lingote de oro que te daría la independencia necesaria para marcharte, correr mundo, realizar todos los sueños de las chicas que viven en pueblos pequeños y aislados. Se quedará aquí; aunque sepas que es mío podrías robarlo, si quisieras, pero entonces infringirías uno de los mandamientos: "No robarás."

La chica miró al extranjero.

—Por lo que respecta a los diez lingotes restantes, serían suficientes para que ninguno de los habitantes del lugar tuviera que volver a trabajar en su vida —continuó diciendo —. Te pedí que no los cubrieras de tierra porque voy a trasladarlos a un escondite que sólo yo conoceré. Cuando vuelvas al pueblo, quiero que digas que los has visto, y que estoy dispuesto a entregarlos a los habitantes de Viscos si hacen una cosa que jamás han imaginado.

—¿Por ejemplo?

—No se trata de un ejemplo, sino de algo concreto: quiero que infrinjan el mandamiento de "no matarás." —¡¿Cómo?!

La pregunta le había surgido casi como un grito.

—Lo que acabas de oír. Quiero que cometan un crimen.

El extranjero notó que el cuerpo de la chica se había quedado rígido, y que podía marcharse en cualquier momento, sin escuchar el resto de la historia. Era necesario contarle rápidamente todo su plan.

—Les doy una semana de plazo. Si al final de estos siete días, alguien aparece muerto en la aldea, puede ser un viejo inútil, un enfermo terminal o un deficiente mental que sólo da trabajo, no importa quién sea la víctima, este dinero será de sus habitantes y yo llegaré a la conclusión de que todos somos malos. Si tú robas el lingote de oro, pero la gente del pueblo se resiste a la tentación o viceversa, llegaré a la conclusión de que hay buenos y malos, cosa que me planteará un problema muy serio, porque eso significa que hay una lucha en el plano espiritual, que puede ser ganada por cualquiera de los dos bandos. ¿Crees en Dios, en planos espirituales o en luchas entre ángeles y demonios?

La chica no dijo nada y, esta vez, el hombre se dio cuenta de que se lo había preguntado en un momento inoportuno y que se arriesgaba a que ella, simplemente, le diera la espalda y no le dejara terminar su historia. Era mejor dejarse de ironías e ir directamente al grano.

—Si, finalmente, abandono el pueblo con mis once lingotes, se habrá demostrado que todo aquello en lo que creía era mentira. Moriré con la respuesta que no me gustaría obtener, porque la vida me resultaría más aceptable si estuviera en lo cierto y el mundo fuera malo.

»Aunque mi sufrimiento siga siendo el mismo, si todos sufren, el dolor es más llevadero. Si sólo algunos son condenados a enfrentarse a grandes tragedias, es que debe de haber un error muy grande en la Creación.

Chantal tenía los ojos llenos de lágrimas. A pesar de ello, encontró fuerzas suficientes para controlarse:

—¿Por qué lo haces? ¿Por qué en mi aldea?

—No se trata de ti ni de tu aldea, yo sólo pienso en mí: la historia de un hombre es la historia de todos los hombres. Quiero saber si somos buenos o malos. Si somos buenos, Dios es justo, y me perdonará por todo lo que hice, por el mal que deseé a los que intentaron destruirme, por las decisiones equivocadas que tomé en los momentos más importantes, por la proposición que acabo de hacerte, porque fue Él quien me empujó hacia el lado oscuro.

»Si somos malos, entonces todo está permitido, nunca tomé una decisión equivocada, estamos condenados de buen principio y poco importa lo que hagamos en esta vida, pues la redención está más allá de los pensamientos y de los actos del ser humano.

Antes de que Chantal pudiera irse, añadió: —Puedes decidir no colaborar conmigo. En ese caso, yo mismo diré a todos que te di la oportunidad de ayudarlos y te negaste, y yo mismo les haré la proposición. ’Si deciden matar a alguien, es muy probable que tú seas la víctima.

Los habitantes de Viscos se familiarizaron en seguida con la rutina del extranjero: se levantaba temprano, tomaba un desayuno copioso y salía a caminar por las montañas, a pesar de la lluvia incesante que empezó a caer al segundo día de su estancia en el pueblo y que pronto se convirtió en una densa nevada que raramente amainaba. Jamás almorzaba; solía volver al hotel a primera hora de la tarde, se encerraba en su cuarto y todos suponían que dormía la siesta.

Cuando anochecía, volvía a sus paseos, esta vez por los alrededores del pueblo. Siempre era el primero en llegar al restaurante, sabía pedir los platos más refinados, no se dejaba engañar por el precio, siempre elegía el mejor vino, que no era necesariamente el más caro, fumaba un cigarrillo y después se acercaba al bar, en donde empezó a entablar amistad con los clientes habituales.

Le gustaba escuchar las historias de la comarca, de las generaciones que habían habitado Viscos (había quien afirmaba que en el pasado había sido una ciudad mucho más grande, como lo demostraban algunas ruinas de casas que había al final de las tres calles existentes en la actualidad), las costumbres y supersticiones que formaban parte de la vida de la gente del campo, de las nuevas técnicas de agricultura y pastoreo.

Cuando le llegaba el turno de hablar de sí mismo contaba algunas historias contradictorias; unas veces decía que había sido marinero, otras se refería a las grandes industrias de armamento que había dirigido o bien hablaba de la época en que lo había dejado todo para recluirse durante una temporada en un monasterio en busca de Dios.

La gente, en cuanto salía del bar, discutía sobre si decía la verdad o mentía. El alcalde pensaba que un hombre puede ser muchas cosas en la vida, aunque los habitantes de Viscos ya conocían su destino desde la infancia; el cura era de otra opinión, él creía que el recién llegado era un hombre perdido, confuso, que intentaba encontrarse a sí mismo.

La única cosa que sabían a ciencia cierta era que sólo se quedaría siete días; la dueña del hotel había contado que lo había oído telefonear al aeropuerto de la capital para confirmar un vuelo, curiosamente para África en lugar de Sudamérica. Después de esa llamada, sacó un fajo de billetes de su bolsillo para pagar todo el alquiler de la habitación y las comidas hechas y por hacer, a pesar de que ella le dijo que confiaba en él. Como el extranjero insistía, la mujer sugirió que utilizara la tarjeta de crédito, como suelen hacer la mayoría de los huéspedes; de esa forma, tendría dinero para cualquier emergencia que pudiera presentársele durante el resto de su viaje. Quiso añadir "quizás en África no acepten tarjetas de crédito", pero no hubiera sido muy delicado demostrar que había escuchado su conversación ni afirmar que hay continentes más avanzados que otros.

El extranjero le agradeció su preocupación pero, muy educadamente, se negó.

Durante las tres noches siguientes pagó —también con dinero contante y sonante — una ronda de bebidas para todos. Era algo que nunca había sucedido en Viscos, de modo que muy pronto se olvidaron de las contradicciones de sus historias y pasaron a ver en él a un amigo generoso, sin prejuicios, dispuesto a tratar a los campesinos como si fueran iguales a los hombres y las mujeres de las grandes ciudades.

Durante aquellos días, sus discusiones habían cambiado: cuando cerraban el bar, algunos de los rezagados daban la razón al alcalde, diciendo que el recién llegado era un hombre experimentado, capaz de entender el valor de una buena amistad; otros creían que el cura estaba en lo cierto, ya que éste conocía mejor el alma humana, y que se trataba de un hombre solitario en busca de nuevos amigos o de una nueva visión de la vida. Fuera como fuese, era una persona agradable, y los habitantes de Viscos estaban convencidos de que lo echarían de menos cuando se marchara, el lunes siguiente.

Además, también era una persona discretísima, y todos lo habían notado por un detalle muy importante; los viajeros, sobre todo cuando llegaban solos, siempre intentaban entablar conversación con Chantal Prym, la camarera del bar, quizás con la esperanza de un romance efímero, o algo así. Pero ese hombre sólo se dirigía a ella para pedir bebidas y jamás había dedicado miradas seductoras ni libidinosas a la joven.

Durante las tres noches que siguieron al encuentro en el río, Chantal apenas si pudo dormir. La tormenta —que iba y venía — sacudía las persianas metálicas, produciendo un ruido pavoroso. Se despertaba a menudo, bañada en sudor, a pesar de que tenía la calefacción apagada durante la noche a causa del precio de la electricidad.

La primera noche se encontró con la presencia del Bien. Entre una pesadilla y otra —que no conseguía recordar — rezaba y pedía a Dios que la ayudase. En ningún momento se le pasó por la cabeza contar lo que había escuchado y convertirse en la mensajera del pecado y de la muerte.

En un momento dado, consideró que Dios estaba demasiado lejos para oírla y empezó a rezar a su abuela, muerta desde hacía algún tiempo, y que era quien la había criado, ya que su madre murió de parto. Se aferraba con todas sus fuerzas a la idea de que el Mal ya había pasado por allí una vez y que se había ido para siempre.

A pesar de todos sus problemas personales, Chantal sabía que vivía en un pueblo de hombres y mujeres honestos, cumplidores de sus deberes, personas que caminaban con la cabeza bien alta y eran respetadas en toda la comarca. Pero no siempre había sido así: durante más de dos siglos, Viscos había cobijado lo peor del género humano, y todos lo aceptaban con naturalidad, diciendo que era a causa de la maldición que habían lanzado los celtas cuando fueron derrotados por los romanos.

Hasta que el silencio y el coraje de un solo hombre —alguien que no creía en maldiciones sino en bendiciones — había redimido a su pueblo.

Chantal oía el ruido que producían las persianas metálicas al golpear los muros, y recordaba la voz de su abuela cuando le contaba lo que había sucedido:

"Hace muchos años, un ermitaño —que más tarde fue conocido como San Sabino — vivía en una cueva de esta comarca. En aquella época, Viscos era un puesto de frontera, en donde vivían bandidos prófugos de la justicia, contrabandistas, prostitutas, aventureros en busca de cómplices, asesinos que descansaban entre un crimen y otro...

El peor de todos, un árabe llamado Ahab, controlaba el pueblo y sus alrededores, y extorsionaba a los agricultores, quienes, a pesar de todo, insistían en vivir de una manera digna.

»Un día, San Sabino salió de su cueva, se dirigió a la casa de Ahab y le pidió permiso para pasar la noche allí. Ahab se echó a reír:

» —¿Acaso no sabes que soy un asesino, que ya degollé a algunas personas en mi tierra, y que tu vida no tiene ningún valor para mí?

» —Lo sé —respondió Sabino —. Pero ya estoy harto de vivir en la cueva. Me gustaría pasar una noche aquí, al menos una.

»Ahab conocía la fama del santo, que era tan grande como la suya, y eso lo incomodaba, porque no le gustaba compartir su gloria con alguien tan frágil. De modo que decidió matarlo aquella misma noche, para demostrar a todos quién era el único y verdadero dueño del territorio.

»Conversaron durante un rato. Ahab quedó impresionado por las palabras del santo, pero era un hombre desconfiado, y ya no creía en el Bien. Indicó un lugar donde Sabino podía echarse a dormir, y empezó a afilar su daga, amenazadoramente. Sabino, después de observarlo durante unos instantes, cerró los ojos y se durmió.

»Ahab se pasó la noche entera afilando la daga. A la mañana siguiente, cuando Sabino se despertó, lo encontró a su lado, llorando desconsoladamente.

» —No has tenido miedo de mí, ni me has juzgado. Por primera vez, alguien ha pasado la noche a mi lado confiando en que yo podía ser un hombre bueno, capaz de ofrecer refugio a quien lo necesita. Porque tú has creído que podía obrar bien, he obrado bien.

»A partir de entonces, Ahab abandonó su vida delictiva, y empezó a transformar la comarca. Fue entonces cuando Viscos dejó de ser un puesto fronterizo, plagado de marginales, para convertirse en una ciudad próspera entre dos países."

"Sí, eso es."

Chantal se echó a llorar, agradeciéndole a su abuela que le hubiera recordado aquella historia.

Su pueblo era bueno, podía confiar en él. Mientras intentaba dormirse de nuevo, llegó a coquetear con la idea de contarles la proposición del extranjero, sólo para ver su cara de espanto al ser expulsado por los habitantes de Viscos.

Al día siguiente se sorprendió al verlo salir del fondo del restaurante, dirigirse al bar/ recepción/ tienda de productos típicos y entablar conversación con las personas que se encontraban allí, igual que cualquier turista, fingiendo interesarse por cosas absolutamente triviales, como la manera de esquilar las ovejas o el método empleado para ahumar la carne. Los habitantes de Viscos creían que el extranjero se sentía fascinado por la vida tan saludable y natural que llevaban, de modo que repetían, cada vez más extensamente, las mismas historias sobre lo bueno que es vivir lejos de la civilización moderna, a pesar de que a ellos, en lo más hondo de su corazón, les encantaría estar muy lejos de allí, entre coches que contaminan la atmósfera, en barrios donde no se puede caminar con seguridad, simplemente porque las grandes ciudades ejercen una fascinación absoluta sobre la gente del campo. Pero siempre que aparecía un visitante, demostraban con sus palabras, sólo con sus palabras, la alegría de vivir en un paraíso perdido, intentando convencerse a sí mismos del milagro que representaba haber nacido allí, olvidando que, hasta ese momento, ninguno de los huéspedes del hotel había decidido dejarlo todo atrás para instalarse en Viscos.

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