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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Infantil y juvenil

El coleccionista de relojes extraordinarios (9 page)

Jonathan miró a la Echadora de Cartas, pero a ella no parecía importarle que Emma se entrometiese. El chico se inclinó sobre las cartas con curiosidad. La que estaba inmediatamente a la derecha del Loco representaba a un grupo de personas que parecían despertar al sonido de la trompeta que tocaba un ángel que bajaba de las alturas. La siguiente carta mostraba a un hombre viejo con túnica, tal vez un monje o un sabio, que sostenía un farol en alto.

—El Juicio y el Ermitaño —susurró Emma.

—Tu futuro está marcado por un despertar, un cambio —dijo la Echadora de Cartas—. Se trata de una toma de conciencia, pero también una decisión que puede afectar seriamente al destino del Loco... para bien o para mal.

—Pues qué bien —comentó Jonathan, con escaso entusiasmo.

—La decisión correcta —añadió la Echadora de Cartas; su voz parecía el suave ronroneo de un gato— puede conducirte a una persona que tiene las respuestas a tus preguntas. Se trata de un ser con buenas intenciones, pero entregado a su búsqueda.

—¿Búsqueda de qué?

—De respuestas. De soluciones. De sí mismo. El Ermitaño es un hombre bueno, pero torturado por las dudas. Es alguien que busca fuera de sí mismo lo que debe buscar en su interior.

—Me recuerda un poco a mí mismo —comentó Jonathan—. ¿Está usted segura de que yo soy el Loco y no el Ermitaño?

—El Ermitaño —prosiguió ella sin hacerle caso—, es el final del camino. La Muerte, el Diablo, la Luna... son obstáculos que el Loco encontrará en su camino, y que pueden hacerle tropezar; pero, si los supera, estará preparado para enfrentarse al Juicio. Y detrás del Juicio está el Ermitaño. Las preguntas del Ermitaño son las respuestas del Loco. Las preguntas del Loco son las respuestas del Ermitaño. Ambos seres deben encontrarse para que el círculo se cierre.

Jonathan cerró los ojos y respiró hondo una, dos, tres veces. Después los abrió de nuevo, se levantó bruscamente y dijo:

—Si eso es todo, me temo que los dos hemos perdido el tiempo. Si sus cartas no pueden contarme nada acerca del reloj Deveraux, entonces no me sirven de gran ayuda. Mi madrastra se está muriendo, y el tiempo se agota, así que adiós. Me marcho.

Dio media vuelta y atravesó la estancia hasta el vestíbulo. Abrió la puerta y empujó sin querer a Hiedra, que había vuelto a acomodarse al pie de las escaleras. La mujer, sin embargo, estaba profundamente dormida, y no pareció notarlo. Jonathan saltó por encima del fardo de ropajes que la envolvía, subió corriendo las escaleras y se encontró de nuevo en la calle.

—¡Una adivina! —resopló Bill Hadley—. ¡Marjorie está al borde de la muerte y a mi hijo solo se le ocurre consultar a una adivina! ¡Ese inútil cabeza hueca...!

El marqués se volvió para mirarlo largamente, como evaluándolo.

—¿Cree que usted lo haría mejor?

—¡Por supuesto que sí! Mi hijo, sabe, es un buen chaval, pero con la cabeza llena de pájaros. No se le puede confiar nada importante. Por mucha buena voluntad que ponga, no tiene agallas, no tiene temple para terminar nada. Y mucho menos...

—Entonces, vaya usted mismo a buscar el reloj Deveraux —sugirió el marqués.

Bill vaciló. Echó un vistazo al cuerpo inerte de Marjorie. No quería dejarla sola en aquel tétrico Museo de los Relojes. El marqués volvió a centrarse en la imagen de la esfera.

—No se moleste, señor Hadley —dijo con voz neutra—. No pierda el tiempo. Usted no lograría llegar a donde se encuentra Jonathan. Me temo que el alma de su esposa depende de él.

Bill hinchó el pecho, herido en su orgullo.

—¿Por quién me toma? ¡Ya le he dicho que mi hijo es un inútil! A estas alturas, yo ya habría encontrado ese reloj. ¡Y se lo demostraré!

El marqués se volvió de nuevo hacia él y lo observó detenidamente.

—¿Está usted seguro de lo que dice?

—Completamente. Y ahora dígame, ¿qué aspecto tiene ese condenado reloj?

El marqués no respondió, pero clavó la vista en el reloj de Barun-Urt. Casi inmediatamente, la imagen cambió para mostrar una curiosa escena: el interior de una enorme sala, lujosamente adornada, de techos altos y grandes ventanales, llena de gente y presidida por un estrado con una mesa cubierta por un mantel de terciopelo. Hadley se acercó para mirar.

—¿Qué es eso, una fiesta de disfraces? —preguntó, ceñudo, al ver las pelucas y las calzas que lucían los hombres, y las largas faldas de los trajes de las señoras.

El marqués sonrió indulgentemente.

—No, señor Hadley, no es una fiesta de disfraces. Lo que está usted viendo es algo que sucedió en el pasado. La última vez que el reloj Deveraux fue visto por ojos humanos. Hace casi tres siglos.

Bill Hadley observó la escena con más interés.

—Parece una subasta.

—Es una subasta —corroboró el marqués—. Fíjese en el objeto que sale a continuación.

Hadley vio cómo colocaban sobre el mantel un deslumbrante reloj de mesa, adornado con figuras de oro y cuajado de piedras preciosas.

—El reloj Deveraux —dijo el marqués, y sus palabras terminaron en una especie de suspiro anhelante.

Hadley había abierto unos ojos como platos.

—¿Es de oro puro?

—Sí, pero eso es lo que menos debería importarle a usted ahora. Su verdadero valor radica en que es capaz de contrarrestar los efectos del reloj de Qu Sui. No lo olvide.

Hadley se volvió hacia el marqués, suspicaz.

—¿Cómo sé que no me engaña?

—No puede saberlo. Pero de todos modos no tiene elección, ¿verdad?

Hadley abrió la boca para replicar, pero sus ojos se posaron en el cuerpo yacente de Marjorie y en el terrorífico orbe desde donde él la había oído pedir ayuda. Palideció sin poder evitarlo.

—Ya he respondido a su pregunta —dijo entonces el marqués—. Ya sabe cómo es el reloj Deveraux. ¿Todavía quiere ir a buscarlo?

La imagen del Barun-Urt volvió a cambiar, y su esfera mostró de nuevo las oscuras calles de la ciudad que escondía el secreto de aquel extraordinario reloj.

Hadley vaciló un momento, pero no tardó en presentar de nuevo su aspecto altanero y desafiante.

—Por supuesto. Y le aseguro que no tardaré en volver.

El marqués no se movió ni dijo nada mientras Bill se acercaba a despedirse de Marjorie —evitando mirar la niebla cambiante del orbe del reloj— y se encaminaba a la puerta de la habitación. Pero una vez allí, el padre de Jonathan se volvió de nuevo hacia él.

—Señor marqués... siento curiosidad por esa imagen de la subasta que me ha mostrado. El tipo de la primera fila se parecía bastante a usted.

—¿De veras? —replicó el marqués con calma, sin apartar la vista de la esfera del reloj—. Tal vez fuera un antepasado mío. La pasión por los relojes me viene de familia, ¿sabe?

Bill fue a decir algo, pero finalmente se encogió de hombros y salió de la habitación. El marqués no se movió, y tampoco hizo el menor gesto cuando oyó cerrarse la puerta principal, ni cuando entró Basilio a comunicarle que el señor Hadley se había marchado. Sus ojos seguían fijos en la esfera del reloj, donde Emma corría tras Jonathan para alcanzarlo.

—Esa chica... —dijo solamente.

A Basilio no le gustó el tono de su voz.

Capítulo 7


¿S
e puede saber qué te pasa? —dijo Emma; sus ojos echaban chispas—. Has sido muy grosero con ella, ¿sabes?

—¡Déjame en paz! —Jonathan se la sacudió de encima bruscamente—. ¡Las dos estáis locas! Todas esas tonterías sobre el Juicio, el Loco, la Muerte...

—¡No son tonterías! —protestó Emma—. ¡Y no deberías hablarme así! ¡Solo intentaba ayudarte!

Jonathan abrió la boca para replicar, furioso, pero se lo pensó mejor. Se dio cuenta de que Emma tenía razón. Él, que siempre había creído en lo mágico y lo extraordinario, se estaba comportando como habitualmente lo hacía su padre, que era prosaico y escéptico.

—Lo siento, estoy muy nervioso —dijo—. Sé que te parecerá una locura, pero estoy buscando un antiguo reloj, y he de encontrarlo antes del amanecer. Si no lo hago, mi madrastra...

Lo interrumpió el sonido de pasos apresurados que se acercaban por el callejón. Los dos se giraron y vieron a un hombre que corría hacia ellos. Jonathan retrocedió instintivamente, pero Emma se quedó donde estaba y observó al desconocido con curiosidad. Este reparó en los dos chicos y se detuvo junto a ellos para recobrar el aliento.

—Buenas... noches —jadeó.

Jonathan lo observó con atención y algo de cautela. Era un hombre joven y vestía ropa cara, pero iba bastante desaliñado, con el pelo largo y despeinado, sin afeitar y con la camisa por fuera de los pantalones.

—Buenas noches —dijo Emma; Jonathan se dio cuenta de que no le quitaba ojo de encima al recién llegado. Por algún motivo, parecía muy intrigada.

El joven se enderezó, ya recuperado de su carrera. Se volvió para atisbar la entrada del callejón.

—Le he vuelto a dar esquinazo —dijo, muy ufano.

—¿A quién? —preguntó Jonathan.

—Pues a ella, claro —respondió el desconocido, como si fuera obvio; observó a los chicos atentamente—. Porque también vosotros habéis llegado hasta aquí huyendo de la Dama, ¿no?

Emma seguía mirándolo, pero cuando el joven pronunció esas últimas palabras sus ojos se abrieron como si acabara de comprender algo importante.

—¡Ah! —dijo significativamente.

—Yo no estoy huyendo —dijo Jonathan, que cada vez entendía menos—. Solo estoy buscando algo. ¿Quién eres tú?

El desconocido se irguió y lo miró con gravedad.

—Soy un fugitivo, y por eso prefiero no desvelar mi nombre. De momento, llamadme Nadie.

—¿Nadie? —repitió Jonathan; estaba empezando a pensar que se las estaba viendo con otro loco, y se preguntaba por qué la adivina se había empeñado en decir que el Loco era él.

El joven asintió.

—Soy Nadie. Y si la veis a ella, y pregunta por mí, no me conocéis, ¿de acuerdo?

—Pero, ¿quién te persigue? ¿Para qué?

Nadie lo miró de hito en hito.

—¿En qué mundo vives, chico? ¿No conoces el secreto de la Ciudad Oculta? ¡Debes conocerlo, puesto que, si has llegado hasta aquí, es porque tienes una Puerta!

Jonathan retrocedió un paso.

—No sé de qué me estás hablando. Yo he venido aquí buscando un reloj, nada más.

El hombre llamado Nadie rió.

—Eso es absurdo.
Ellos
no necesitan relojes.

—Pero, ¿quiénes son
ellos
?

—Los Señores de la Ciudad Oculta. La Ciudad Oculta —repitió Nadie, al ver que Jonathan no parecía entenderle—. La otra cara de la Ciudad Antigua. Es... es... es como su sombra, su reflejo. Cuando paseas por la Ciudad Antigua, de alguna manera atraviesas también la Ciudad Oculta, solo que no la ves, ¿comprendes?

Jonathan negó con la cabeza. Nadie le echó una mirada llena de disgusto.

—No me lo puedo creer. Tardé años en descifrar la leyenda de la Ciudad Oculta, tardé años en encontrar la manera de entrar... ¿y tú has llegado aquí y no sabes que estás aquí? —metió los dedos bajo el cuello de la camisa y extrajo una cadena—. ¡Mira esto! Es una Puerta. No me dirás que no has visto antes nada así, ¿verdad?

Jonathan se acercó con precaución. Descubrió que se trataba de un amuleto antiguo con un símbolo celta grabado. El chico frunció el ceño.

—Sí, me han dado algo parecido esta tarde. ¿Pero qué...?

—¡Acabáramos! —exclamó Nadie; miró a Jonathan y esbozó una sonrisa de complicidad—. Chico, la mayoría de la gente mataría por tener algo así. La Ciudad Oculta...

—Mira —cortó Jonathan, perdiendo la paciencia—. No sé de qué me hablas. Para cualquier cosa relacionada con este lugar, pregúntale a ella, vive aquí.

Nadie miró entonces a Emma como si la viera por primera vez.

—Tú sí sabes de qué estoy hablando, ¿verdad?

Emma asintió lentamente. Tenía los ojos muy abiertos.

—Es inútil —susurró—. No podrás escapar de ella. Si ha llegado tu hora, ella te alcanzará, estés donde estés.

La sonrisa de Nadie se esfumó.

—¡No es verdad! No trates de engañarme. Sé lo que pasa aquí. Sé que ella no tiene poder en la Ciudad Oculta.

Emma negó con la cabeza.

—Otros han intentado lo que tú, sin éxito. Es cierto que ella no tiene poder aquí. Pero encontrará la manera de llegar hasta ti.

Nadie retrocedió un poco. Miraba a Emma de tal manera que Jonathan no pudo evitar sentirse inquieto.

—No... no te creo —balbuceó débilmente—. Yo no soy como los otros. Yo lo conseguiré.

Emma lo miró a los ojos.

—Entonces, corre —dijo—. Ella está cerca.

Nadie retrocedió unos pasos más y echó a correr. Emma y Jonathan se lo quedaron mirando hasta que lo perdieron de vista.

El marqués sonrió.

—Otro tonto que busca refugio en la Ciudad Oculta. Cuándo aprenderán...

—¿Señor? —inquirió Basilio, inseguro; se había quedado en la puerta, sin atreverse a entrar en la cámara de los relojes extraordinarios, pero lanzaba constantes miradas a uno de los relojes de arena.

—Pero nos viene que ni pintado —prosiguió el marqués—. Puede que el señor Hadley sí logre cruzar al otro lado, después de todo. Con un poco de ayuda por nuestra parte, por supuesto.

A la vez que pronunciaba estas palabras, el gato negro del marqués se deslizaba en el interior de la habitación para ir a frotarse contra sus piernas. Este se agachó y lo cogió en brazos, mirándolo a los ojos. La cabecita del gato quedaba muy cerca de su rostro.

—Ya sabes lo que tienes que hacer —susurró el marqués.

Situó al gato frente a la esfera del reloj de Barun-Urt, que en aquel momento mostraba una imagen de Nadie corriendo por las calles.

—Lo sabes, ¿verdad? Todos los de tu especie tenéis la capacidad de pasar de un lado a otro sin necesidad de Puertas. Utiliza ese poder.

El gato ronroneó.

La imagen del reloj cambió. Ahora, la esfera estaba ocupada por la figura de Bill Hadley, que avanzaba a grandes pasos por las calles desiertas de la Ciudad Antigua.

—Menudo estúpido, ¿no te parece? —susurró el marqués al oído del gato—. Por eso necesitará nuestra ayuda.

Lo dejó de nuevo en el suelo. El gato alzó la cabeza y sus ojos miraron al marqués con un brillo de inteligencia.

—Corre —dijo el hombre.

El animal se escabulló fuera de la habitación.

—Señor —se atrevió a decir Basilio—. El gato...

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