Read El coleccionista de relojes extraordinarios Online
Authors: Laura Gallego García
Tags: #Infantil y juvenil
Pero calló, porque el marqués había vuelto a clavar la mirada en la esfera del reloj, y su habitual hermetismo había sido sustituido por una extraña expresión de ansiedad. Tenía los ojos muy abiertos y respiraba entrecortadamente, y parecía que le costaba controlar sus propias manos, que había alzado como si quisiese aferrar el reloj, pero que había detenido a tiempo, y ahora mantenía en alto en un gesto de súplica.
Basilio buscó en la imagen del reloj aquello que había alterado tanto a su señor. Vio a Jonathan y Emma hablando en la húmeda y oscura calle. Abrió la boca para preguntar algo, pero entonces descubrió una sombra al fondo, una sombra oscura y sutil que se deslizaba hacia los dos chicos. Se estremeció sin saber por qué.
El semblante del marqués parecía una máscara grotesca.
—Ven —susurró a la sombra del callejón—. Muéstrame tu rostro.
—¿Quién era ese loco? —murmuró Jonathan.
Emma movió la cabeza.
—Nadie —dijo.
—¿Me tomas el pelo?
—No es de aquí. No cuenta nada para los que vivimos en la ciudad. Y fuera es como si no existiera, porque no debería existir.
—No lo entiendo. Tampoco yo soy de aquí. ¿Me estás diciendo que no soy nadie?
—No. Tú sí que eres alguien fuera de los muros de esta ciudad. Él, no.
—Mira, Emma...
Pero Jonathan no terminó la frase, porque en ese momento vio a la figura, alta y esbelta, más oscura que la misma oscuridad, que avanzaba hacia ellos desde la boca del callejón. Jonathan la miró con suspicacia, pero Emma no había hecho el menor movimiento. La sombra pasó junto a ella, ignorándola por completo, y se dirigió a Jonathan, que sintió que un frío repentino le helaba todos los huesos.
—Disculpa —dijo.
Era una voz femenina, pero tenía un tono extraño, profundo y sobrehumano. A Jonathan no le gustó. Recordaba perfectamente que el demonio era un ser multiforme.
—Estoy buscando a alguien —dijo ella.
Jonathan atisbo sus facciones y se quedó mudo de sorpresa. Era un rostro atemporal, sin expresión, indudablemente hermoso, pero blanco y frío como el mármol. Los ojos de ella eran todo pupila, dos negros abismos sin fondo.
—Estoy buscando a alguien —repitió ella—. Sebastián Carsí Villalobos. Nacido el veintisiete de julio de mil novecientos sesenta y seis. Ha pasado por aquí.
—No... no lo conozco —pudo decir Jonathan—. Nadie ha pasado por aquí.
—Ah —se limitó a decir ella—. Gracias. Es todo lo que necesitaba saber.
Se alejó de ellos, caminando entre las sombras hasta que llegó a fundirse con ellas. Jonathan parpadeó. La misteriosa desconocida había desaparecido.
—¿Sebastián Carsí Villalobos? —dijo de pronto Emma—. ¿Era ese el nombre de Nadie?
—Supongo que sí —dijo Jonathan, aún temblando—. ¿Por qué lo perseguirá esa mujer?
—Es bastante evidente —suspiró la chica—. Si hubieses prestado atención a la Echadora de Cartas, te habrías dado cuenta de que ya te has topado con dos de los seres de los que ella te ha hablado.
Jonathan la miró fijamente.
—Me he topado con el Diablo —dijo—, pero eso ha sido antes de conocerla a ella.
Emma negó con la cabeza.
—¿Aún no lo entiendes? Ese Nadie era el Colgado. Y va huyendo de la Muerte.
En algún lugar de la Ciudad Oculta, varios pares de ojos los observaban.
—Cuando amanezca, él se marchará y no volverá nunca más.
—¿Cómo puedes estar seguro de que se rendirá entonces? Ya sabe demasiado.
—Eso es cierto. Y no hay que olvidar quién le envía. No podemos asegurar que se marche al amanecer.
—No puedo creerlo. Es solo un muchacho. ¿Teméis a un simple muchacho hasta el punto de buscar su muerte?
—Es mejor no correr riesgos. Hay demasiado en juego.
—Es verdad. Ya ha escapado del demonio una vez.
—Pero con ayuda. Eso no debe volver a repetirse.
—No. Y la próxima vez, el demonio lo alcanzará.
—¡Pobre chico! ¿De veras es necesario todo esto? ¿Y si pudiésemos hacer que se marchase, sin más?
—Eso no cambiaría nada. Ya sabe cómo llegar hasta aquí.
—No es el único. Perdonamos a ese chalado de la sinagoga.
—Exacto. ¡Y deberíamos haber acabado con él entonces! ¿Has visto adonde nos ha llevado tu compasión? Le ha entregado la Puerta al muchacho, y ahora...
Las voces callaron y hubo un momento de silencio. Entonces se oyó de nuevo una voz femenina, fría y desapasionada:
—Soltaremos a los perros.
—
H
ay personas que creen que si vienen aquí la Muerte no podrá alcanzarlas —dijo Emma.
—¿Y es así?
La chica negó con la cabeza.
—No. Es cierto que este lugar es... especial. Pero la Muerte siempre acaba encontrándolas, tarde o temprano. Para escapar de ella tendrían que hacer un pacto con el Diablo. Y a estas alturas, todo el mundo debería saber que el Diablo siempre sale ganando. Así que no es buena idea pactar con él.
Jonathan se estremeció.
—Sé que no me vas a creer, Emma, pero... cuando he entrado en la catedral... iba huyendo de un demonio. Me había ofrecido la inmortalidad encerrada en un reloj de arena.
Emma esbozó una sonrisa.
—¿Por qué no iba a creerte? Aquí viene mucha gente buscando la inmortalidad. Es un buen territorio de caza para los demonios. Siempre te tientan con lo que más deseas. Y pueden pedir mucho a cambio de la inmortalidad, ¿no te parece?
—¿Por qué no me ha ofrecido entonces el reloj que busco?
—Probablemente no podía dártelo. El Diablo siempre cumple con su parte del trato y, aun así, es lo bastante listo como para salir beneficiado.
Jonathan sacudió la cabeza y miró fijamente a Emma.
—¿Dónde estoy? ¿A qué extraño lugar he llegado?
Ella suspiró.
—Por fin parece que empiezas a entenderlo. Lo que ha dicho Nadie es cierto, Jonathan. Esta ciudad tiene dos caras. Ese amuleto que llevas... es especial, ¿sabes? Es como una llave, no, mejor dicho, como una puerta. Te permite cruzar de un lugar a otro.
Jonathan sacudió la cabeza.
—Esto es una locura...
Emma lo miró de reojo.
—Tú buscabas este sitio, y ahora lo has encontrado. ¿De qué te quejas? Si tú...
Jonathan no la dejó terminar. La cogió por los hombros y la miró a los ojos; Emma ladeó enseguida la cabeza para romper el contacto visual. La débil luz de las estrellas producía extraños reflejos en los cristales de las gafas de Jonathan, pero ella había visto perfectamente el brillo de impaciencia que ardía en su mirada.
—Vale —dijo Jonathan—. Puedo aceptar que he llegado a un lugar extraño. Puedo aceptar que ronden por aquí el Diablo y la Muerte, puedo aceptar todo eso sin pensar que estoy loco, pese a lo que diga esa... esa Echadora de Cartas. ¿Y sabes por qué? Porque he aceptado que el alma de mi madrastra está atrapada dentro de un milenario reloj chino que se alimenta de almas. ¿Te parece una locura? Sí, a mí también. Pero yo mismo la he visto ahí dentro, yo mismo la he escuchado llamándome por mi nombre y pidiéndome ayuda... desde el interior del orbe de ese reloj. Y si tú puedes hablarme tranquilamente de una ciudad que tiene dos caras y decirme, como si fuera lo más normal del mundo, que los demonios acostumbran a rondar por aquí ofreciendo la inmortalidad a los que llegan de fuera huyendo de la Muerte, supongo que podrás hacer un esfuerzo y creer lo que te estoy diciendo.
—Jonathan... —musitó ella.
Miraba hacia otra parte, pero el chico llegó a ver en sus ojos un destello de compasión.
—Es mi madrastra la que está en peligro —insistió—. No es mi madre de verdad, pero eso no cambia nada. Marjorie no es muy lista, pero siempre ha sido buena conmigo. No ha querido hacerse pasar por mi nueva madre. Como es tan joven, es casi como mi hermana mayor. Y, aunque somos muy diferentes y sé que ella no me comprende, por lo menos me respeta, que es más de lo que puede decirse de mi padre.
Emma seguía sin mirarlo. Jonathan respiró hondo.
—Mira, puede que yo no sea muy fuerte, ni muy valiente, ni muy listo —dijo—, pero soy el único que puede ayudarla. Si no encuentro el reloj Deveraux antes del amanecer, ella perderá su alma, y por lo que me han contado, eso es mucho peor que la muerte. No puedo fallarle. Lo entiendes, ¿verdad?
—Jonathan —dijo ella sin mirarle, muy apenada—. Lo siento, lo siento mucho... He oído hablar del reloj Deveraux, pero no está aquí.
—¿Cómo?
Jonathan la soltó y se apartó de ella.
—No está aquí —susurró Emma—. Lo tienen en la Ciudad Antigua.
Jonathan temblaba.
—¡No! —dijo—. ¡Es un reloj extraordinario! Si es verdad lo que dices de las dos caras de la ciudad, ese reloj ha de estar en la parte oculta. Y si no es cierto, entonces nunca me he movido de la Ciudad Antigua, y estoy en el sitio correcto. ¿Me oyes?
Emma asintió, pero seguía sin mirarlo a los ojos. Jonathan pensó que la había asustado.
—Lo siento —dijo enseguida—. No quería gritarte, me he puesto muy nervioso. La verdad es que todo esto me desborda. Gracias por ayudarme. Eres una amiga.
Emma vaciló.
—Yo... bueno, con respecto a ese reloj —dijo en voz baja—, tal vez esté equivocada. Te llevaré a ver al Hacedor de Historias, él...
De pronto, un prolongado aullido rasgó la noche.
Emma alzó la cabeza con los ojos muy abiertos. Un coro de ladridos se elevó hacia las estrellas.
—No puedo creerlo —susurró Emma, pálida—. ¡Lo han hecho!
—¿El qué?
Los ladridos sonaban cada vez más cerca, rebotando en las paredes de piedra y desparramándose por las intrincadas calles de la Ciudad Oculta.
Emma se volvió hacia Jonathan.
—¡La Cacería! —dijo—. ¡Vienen por ti! Jonathan, Jonathan, no podrás escapar. ¡Debes deshacerte de la Puerta! ¡Lánzala lejos de ti!
—¿Qué? ¿Por qué? ¿Qué pasará entonces?
—¡Volverás a la Ciudad Antigua! Esos perros son los guardianes de la Ciudad Oculta. ¡Si cruzas el umbral de nuevo, ya no tendrán poder sobre ti!
Jonathan alzó la mirada hacia las estrellas. No tenía modo de saber qué hora era. Hacía mucho que no se oían las campanadas de la torre del convento.
—No puedo —dijo—. ¡Todas las pistas me han traído hasta aquí, no puedo marcharme! Se me acaba el tiempo, ¿es que no lo entiendes?
Emma le dirigió una extraña mirada, como si, efectivamente, no comprendiese de qué estaba hablando. Apretó los dientes y dijo:
—Muy bien, entonces solo tienes una posibilidad. ¡Corre!
Jonathan se quedó un momento parado, desconcertado, pero Emma lo cogió de la mano, dio media vuelta y echó a correr, arrastrándolo tras de sí, en el momento en que la sombra de un enorme perro negro se perfilaba en la boca del callejón. Jonathan se preguntó, aterrado, si existían perros así o había sido su imaginación quien le había añadido aquel tamaño descomunal y aquellos ojos rojos y brillantes como carbones encendidos. Pero Emma tiraba de él con urgencia, y Jonathan obligó a sus piernas a correr más deprisa.
La persecución fue breve, pero a Jonathan se le hizo eterna. La jauría de perros parecía haber tomado todas las calles de la Ciudad Oculta. Sus poderosas patas hollaban los suelos empedrados e impulsaban a Emma y Jonathan hacia delante, a una velocidad de vértigo. Los animales corrían con los ojos echando chispas y la lengua colgando por la comisura de una boca entreabierta que mostraba unos enormes y afilados colmillos. Corrían con las orejas enhiestas y la cola batiendo el aire tras ellos, en pos de su presa. Corrían como el viento por pasajes y callejones, siguiendo el olor de Jonathan.
Y, mientras tanto, sus ladridos y aullidos retumbaban sobre el silencio de la Ciudad Oculta. Jonathan los oía, cada vez más cerca, y corría con toda su alma detrás de Emma. Ella lo guiaba por callejas oscuras y recónditas, pero siempre acababa por cerrarles el paso uno de aquellos monstruosos perros, que parecían haberse apoderado de toda la ciudad. Y, cuando Jonathan creía que todo había acabado, Emma tiraba de él hacía un pasadizo lateral que el chico no había visto antes, o lo empujaba por una puerta que cedía con sorprendente facilidad, y volvían a estar a salvo durante unos minutos más, en los que trataban de recuperar el aliento, hasta que otro perro los interceptaba.
Jonathan no habría sabido decir cuánto tiempo estuvieron huyendo. Más de una vez estuvo tentado de hacer lo que le había sugerido Emma: librarse del amuleto y pasar otra vez a la Ciudad Antigua, olvidarse de todo con tal de perder de vista a aquellos horribles perros. Pero ello significaría no solo renunciar a salvar a Marjorie, sino también dejar a Emma atrás. ¿Qué pasaría con ella entonces?
Cuando escapaban de un perro especialmente fiero que había estado persiguiéndolos desde hacía un buen rato, el pie de Jonathan resbaló sobre las húmedas piedras, y el chico rodó calle abajo, arrastrando a Emma consigo. Toparon contra un muro. Jonathan se incorporó, ligeramente mareado, y vio que Emma se había levantado sorprendentemente deprisa y ya trepaba por la pared.
—¡Vamos, Jonathan!
Jonathan no miró atrás, aunque podía oír perfectamente el ladrido del perro cada vez más cerca. Comenzó a trepar tras Emma. La chica alcanzó la parte superior del muro y tiró de Jonathan para ayudarlo a subir. El muchacho llegó junto a ella justo cuando el perro alcanzaba el muro. Los dos saltaron al otro lado.
Aterrizaron sobre la hierba de un sombrío parque sobre el río. Jonathan miró a su alrededor, y vio que la puerta enrejada del parque estaba cerrada. De momento, estaban a salvo.
Emma se volvió hacia él.
—¡Jonathan, no podemos seguir así! —jadeó—. ¡Tarde o temprano nos alcanzarán!
Jonathan la miró, y a la luz de las estrellas pudo ver que a ella le sangraba la sien.
—Emma, estás herida...
Pero ella lo apartó con impaciencia.
—¡Eso no es importante! —dijo—. ¡Debes deshacerte de la Puerta!
Jonathan acarició por un momento la idea de volver a la tranquila y amodorrada Ciudad Antigua y perder de vista a demonios, perros infernales y a la misma Muerte. Se metió la mano en el bolsillo y rozó con los dedos el medallón que le diera Nico; lo notó cálido y palpitante, como si estuviera vivo. De hecho, si no fuera porque parecía imposible, Jonathan habría jurado que latía en él un pequeño corazón.
Miró a Emma. Estaba sucia y herida, y parecía muy cansada. Se sintió culpable por haberla metido en problemas.