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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Infantil y juvenil

El coleccionista de relojes extraordinarios (11 page)

—Pero, ¿y tú? No puedo dejarte. Mira todo lo que te ha pasado por querer ayudarme.

—¡No seas tonto! ¡Es a ti a quien buscan!

Se había subido a un banco y vigilaba la entrada del parque. Cuatro ojos rojizos brillaban detrás de la reja, pero ella no parecía tener miedo.

Se volvió hacia él.

—Jonathan, debes irte. Confía en mí.

Había en su voz un matiz de preocupación, y el chico sintió una cálida emoción por dentro.

Emma estaba preocupada por él, por Jonathan. No tenía por qué hacerlo y, sin embargo, lo ayudaba, lo protegía, como si él le importase de verdad.

—Aun así, no puedo dejarte sola.

—Muerto no le vas a servir de nada a tu madrastra —replicó ella secamente.

Jonathan se asomó al mirador sobre el río, tratando de pensar, y contempló el reloj dubitativamente.

—Pero es que no sé si...

Un ladrido lo interrumpió. Uno de los perros acababa de surgir de la oscuridad, y se lanzaba hacia él. Jonathan se quedó paralizado por el terror, mientras se preguntaba, frenéticamente: «¿Pero de dónde ha salido?», sin ser capaz de pensar en nada más.

De pronto, algo lo empujó hacia un lado. Sus piernas tropezaron con la barandilla del mirador e, inmediatamente, se sintió caer al vacío.

Después, oscuridad.

Jonathan abrió lentamente los ojos. Le dolía mucho la cabeza, y tardó un poco en orientarse. Estaba oscuro, y algo le hacía cosquillas en la piel.

Se incorporó un poco y se encontró sobre un arbusto. Se puso bien las gafas, que se le habían ladeado sobre la cara, y miró a su alrededor. Era de noche, y estaba en una especie de jardín, o parque. ¿Qué diablos hacía él allí?

De pronto lo recordó todo. El Museo de los Relojes, el marqués, Nico, el demonio, Emma, la Echadora de Cartas, los perros...

Se estremeció. ¿Habría sido todo un sueño? En tal caso, ¿por qué estaba allí? Y, si había sido real, ¿dónde estaban los perros?

Se levantó de un salto, pero no vio nada a su alrededor que le resultase conocido. El parque estaba solitario y silencioso. Recordaba haber caído...

Miró hacia arriba. Descubrió entonces que aquel parque estaba distribuido en una serie de plataformas a distintas alturas, con miradores que ofrecían diferentes vistas sobre el río. Jonathan había caído por uno de ellos y había aterrizado en el nivel inferior. Por fortuna, aquel arbusto había amortiguado la caída.

¿Cómo había sucedido? ¿Acaso Emma lo había empujado... para salvarle la vida?

—¿Emma? —llamó Jonathan.

No hubo respuesta. Solo silencio, un silencio sepulcral que contrastaba vivamente con el coro de ladridos y aullidos infernales que momentos antes había hecho estremecer a la Ciudad Oculta. El chico alzó la cabeza hacia el mirador desde el que había caído y, colocándose las manos junto a la boca a modo de bocina, insistió:

—¡¡Emmaaaaa!!

De nuevo, no obtuvo más que silencio, y sintió una espantosa opresión en el pecho. ¿Y si los perros habían atacado a Emma? Jonathan no quería ni pensar en ello. Jamás se perdonaría que le hubiera sucedido algo a la chica. Al fin y al cabo, solo había tratado de ayudarle.

Súbitamente se acordó del amuleto que, según su amiga, le hacía cruzar de una dimensión a otra. Lo buscó en sus bolsillos, pero no lo encontró. Recordó entonces que lo llevaba en la mano cuando aquel perro apareció ante él. Presa del pánico, lo buscó a su alrededor. Lo encontró por fin, enredado en una de las ramas del arbusto. En cuanto lo tuvo entre las manos, volvió a mirar a su alrededor.

Encontró el paisaje ligeramente cambiado. Era el mismo parque, o al menos lo parecía, pero tenía un aspecto algo más salvaje y descuidado, y las farolas habían desaparecido, con lo que la penumbra era mayor. Además, se oía una voz que tarareaba una melodía sin palabras.

Jonathan descubrió entonces una figura vestida de blanco que estaba sentada sobre un antepecho cercano, con los pies colgando sobre el vacío. Parecía una chica.

Jonathan estaba seguro de que antes ella no se encontraba allí, y miró el amuleto con un nuevo respeto. Para no volver a perderlo, se lo colgó al cuello.

Entonces se acercó a la chica con precaución, preguntándose si podría ser Emma. Pero enseguida pensó que, en el caso de que ella hubiese cambiado su colorida ropa por aquel vaporoso camisón blanco, no tenía motivos para sentarse allí a cantar. ¿O sí?

—Disculpa —dijo.

Ella no pareció haberlo oído. No era Emma, y Jonathan sufrió una pequeña decepción. Su cabello oscuro caía por su espalda como un manto, y sus ojos estaban prendidos en la lejanía.

—Buenas noches —insistió Jonathan.

Entonces la chica se volvió hacia él.

—Oh, hola —dijo suavemente—. ¿Quién eres tú? Es la primera vez que te veo en mi sueño.

—¿Tu... sueño?

—Claro. Estoy dormida y esto es un sueño. Lo sé. Sueño con esta ciudad a menudo, y a veces parece real, pero luego me despierto y veo que estoy de nuevo en mi cama, y que lo he soñado todo.

Jonathan guardó silencio un momento. Aquella era otra posibilidad. ¿Y si todo fuese un sueño? O, tal vez, una pesadilla.

Pero, aunque lo que había vivido en las últimas horas parecía demasiado fantástico para haber sucedido en realidad, el recuerdo de Emma era demasiado auténtico como para ignorarlo. El chico suspiró. Había estado discutiendo con ella prácticamente desde el momento de conocerla, pero no podía negar que la muchacha le había salvado la vida, y lo había ayudado cuando más desorientado estaba.

Se preguntó si volvería a verla, y descubrió que ya la estaba echando de menos. Se sentía perdido sin Emma.

Se volvió hacia la joven de la barandilla.

—¿Quién eres? —le preguntó.

—Aquí no importa mucho mi nombre, ¿verdad? —sonrió ella—. Estamos en los dominios del Sueño, así que supongo que yo soy una Soñadora. Igual que tú.

—Sin embargo, yo estoy despierto —reflexionó Jonathan—. De eso estoy seguro.

—¿De verdad? ¿Y cómo puedes saberlo?

—¿Cómo puedes saberlo tú? —contraatacó él—. Quiero decir... Imagínate que esto es la realidad. Imagina que vives aquí y que todas las noches sueñas que te despiertas en otra cama y vives otra vida. ¿Cómo sabes cuál de las dos es la verdadera?

—Porque allí tengo un nombre —respondió ella con suavidad—. En cambio, aquí no soy más que la Soñadora. Me miran como si no me vieran. Como si supiesen que en cualquier momento voy a despertar y a desaparecer de aquí.

—Pero a mí me pasa al revés —dijo Jonathan—. De pronto, todos son conscientes de mi presencia. Yo siempre he sido muy poca cosa, ¿sabes? Pero desde que llegué aquí parece que me he vuelto importante. Unos esperan grandes cosas de mí, y otros se toman muchas molestias para quitarme de en medio.

La Soñadora sonrió.

—¿Lo ves? Estás soñando que eres como quieres ser.

Jonathan calló un momento, confundido. Después replicó:

—O tal vez hoy puedo ser diferente porque siempre he soñado ser diferente. Es un camino de ida y vuelta. Siempre soñé que podía hacer algo importante. Como salvar la vida a alguien. Y ahora se me ha presentado la oportunidad, y sé que puedo hacerlo porque lo hice muchas veces en mis sueños. Para eso sirven los sueños, ¿no? Para enseñarnos hasta dónde podemos llegar.

La Soñadora no respondió.

—Tal vez tú estés soñando que te encuentras conmigo —prosiguió Jonathan—. Tal vez yo sueñe mañana con otra persona que existe de verdad en mi sueño. Quizá tú misma y la vida que tú llamas real estén dentro del sueño de otro Soñador, en un ciclo sin fin. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Por fin, la Soñadora habló.

—No —dijo—. Tú no eres real. Estás dentro de mi sueño. Cuando estoy despierta, no estás ahí. Vete. Alteras la paz de mi refugio onírico y no puedo descansar. Vete. Me confundes.

Volvió a entonar su extraña melodía, y a clavar sus ojos oscuros en el horizonte, ignorando deliberadamente el hecho de que Jonathan se encontraba junto a ella.

El muchacho no quiso molestarla más. Sin despedirse siquiera, le dio la espalda y se alejó de ella, y aún oía las notas de la canción de la Soñadora cuando volvió a adentrarse, con precaución, en las calles de la Ciudad Oculta.

En la otra cara de la ciudad, Bill Hadley no estaba teniendo mucha suerte con sus pesquisas. Era ya noche cerrada, y todos los comercios y organismos oficiales habían cerrado hacía varias horas. Tampoco se veía a mucha gente por las calles, y las pocas personas con las que se había topado no sabían hablar inglés.

Hadley recorría la Ciudad Antigua, resoplando como una locomotora, molesto porque daba por hecho que en cualquier parte del mundo la gente debía hablar inglés con tanta fluidez como su lengua materna, y estaba comprobando que no era así.

Llegó hasta una pequeña plaza donde había un ruidoso grupo de jóvenes que reían a carcajadas, fumaban y bebían alcohol. Se acercó a ellos y trató de explicarles lo que estaba buscando.

Al principio, los chicos lo miraron como si estuviese loco. Pero dio la casualidad de que uno de ellos comprendía bastante bien el inglés. Según le explicó, había pasado un año en Escocia.

Hadley lo cortó en cuanto vio que se disponía a contarle su experiencia con pelos y señales. Le preguntó por el reloj que andaba buscando.

Los chicos se miraron unos a otros.

—Ni idea —dijo el que sabía inglés; les explicó a los otros lo que quería aquel americano.

Hubo sonrisas y alguna carcajada. Evidentemente, consideraban que aquel no era un buen momento para buscar un reloj antiguo. Uno de ellos comento algo, y el intérprete se volvió hacia Hadley.

—Mi amigo dice que en el museo del convento tienen cosas antiguas. Casi todo son cosas de la Iglesia, cálices, y objetos así, pero había algún reloj de oro como el que busca usted.

Hadley les dio las gracias y, con un brillo de triunfo en la mirada, se alejó por las calles de la Ciudad Antigua, en busca del convento.

En el Museo de los Relojes, el ratón se postró ante el emperador del reloj de Qu Sui.

Y todos los demás relojes dieron las doce.

Capítulo 9

J
onathan no había encontrado nada amenazador: ni perros monstruosos, ni demonios, ni a la Muerte. Pero tampoco había encontrado a Emma.

No sabía cuánto rato llevaba dando vueltas por la Ciudad Oculta, puesto que, por lo visto, allí no existía el tiempo tal y como él lo conocía. Ahora que conocía el secreto de la extraordinaria ciudad dual, lo observaba todo con un renovado interés, preguntándose cómo había podido vagar tanto tiempo por la Ciudad Oculta, creyendo que seguía en el mismo plano de existencia, sin darse cuenta del cambio. Advirtió que aquel lugar era muy parecido a la Ciudad Antigua. Los mismos edificios, las mismas calles... pero siempre había detalles que lo hacían diferente. Los rincones parecían más oscuros, las casas más abandonadas, los jardines más salvajes. Era como si, en algún lugar del tiempo, una sola ciudad se hubiese desdoblado en dos exactamente iguales, y cada una de ellas hubiese seguido existiendo y evolucionando por su cuenta, la primera abierta al mundo, y la otra de espaldas a él. El convento llevaba mucho tiempo abandonado, y no había en su torre campana que anunciase las horas. Frente a la sinagoga había una tienda como la de Nico, pero cerrada y totalmente vacía.

Las diferencias en general eran sutiles y no saltaban a la vista de un visitante despistado, pero estaban allí, no había ninguna duda. Jonathan se preguntó entonces si el marqués se habría referido a la doble naturaleza de la ciudad al decir que no le estaba permitido llegar hasta el reloj Deveraux. Pero si Nico, Nadie y él mismo habían conseguido entrar en la Ciudad Oculta... ¿por qué no habría podido lograrlo un hombre como el marqués?

Jonathan siguió caminando, perdido en sus cavilaciones. La exploración de aquella cara de la ciudad casi había logrado distraerlo de su propósito principal.

El problema era que, sin Emma, ya no tenía la más remota idea de adonde dirigirse. Recordó que ella había mencionado a un tal Hacedor de Historias, o algo parecido. ¿Debía arriesgarse a buscarlo por su cuenta? ¿Y a quién podía preguntar?

Se detuvo de pronto cuando vio una tenue luz que procedía de una calle lateral. Se acercó, con precaución.

Se trataba de una calle sin salida, rematada por una placita con árboles y bancos, y una fuente de piedra. Jonathan la reconoció enseguida: era la calle de la relojería Moser. Su reflejo en la Ciudad Oculta era bastante aproximado, incluso en el detalle del caño de la fuente con forma de boca de dragón.

Con la salvedad de que allí ya no había ninguna relojería.

En el lugar donde había estado la «ANTIGUA RELOJERÍA MOSER, ESPECIALISTAS EN REPARACIÓN Y RESTAURACIÓN DE RELOJES ANTIGUOS DESDE 1872», había ahora una pequeña tienda mugrienta cuyo rótulo carcomido rezaba:

OBJETOS RAROS DE TODAS CLASES

BUENOS Y VARATOS

Jonathan se preguntó qué clase de persona escribía «varatos» con uve y, no contento con ello, mantenía su comercio abierto a aquellas horas de la noche.

Se encogió de hombros y decidió entrar a preguntar por el reloj Deveraux.

Cuando empujó la puerta, que cedió sin problemas, lo que sucedió inmediatamente después lo sobresaltó hasta el punto de hacerlo saltar en el sitio. Jonathan estaba acostumbrado a las tiendas que tenían campanillas sobre la puerta, o un avisador que sonaba como un silbido cuando alguien entraba, pero nunca lo había recibido el chillido histérico de un grajo medio desplumado, ciertamente feo. El chico lanzó una mirada insegura a lo alto de la puerta, donde estaba el animal, y descubrió, con sorpresa, que se trataba de un artefacto mecánico. Como el avisador no volvió a sonar, y nadie acudió a su llamada, Jonathan entró en la tienda y miró a su alrededor, fascinado.

A la temblorosa luz de las tres velas de un candelabro, objetos de todo tipo se acumulaban sin ningún orden sobre estanterías abarrotadas que vestían todas las paredes, del suelo al techo. También el mostrador había desaparecido bajo montones de trastos, e incluso había algunos, los más grandes, abandonados por los rincones de la habitación. Jonathan paseó por la tienda, examinando el género y tratando de no pisar nada, y quedó aún más sorprendido que antes.

Había cuadros cuyos personajes se movían según el ángulo desde el que los mirases; libros con las páginas en blanco, que se escribían a medida que ibas leyendo; figuritas de porcelana que volvían la cabeza para mirarte cuando pasabas ante ellas; joyas cuyas gemas cambiaban de color a cada instante, mostrando matices que Jonathan jamás había visto y tonos que habría jurado que no existían; plumas que tenían que estar encadenadas a la mesa, porque se empeñaban en escribir todo cuanto sucedía ante ellas, y ya habían embadurnado de tinta el área que la cadena que las retenía les permitía alcanzar; un circo de autómatas en miniatura que ejecutaban por sí solos las más atrevidas proezas acrobáticas; una especie de bicicleta con cinco ruedas; una jaula sin puertas; una lámpara que, cuando se encendía, creaba oscuridad a su alrededor; una cazuela doble con recipientes a ambos lados del mango; una estufa con forma de pepinillo; un jarrón que sonreía; un espejo que devolvía el reflejo del revés, es decir, que cuando Jonathan se miraba en él, le mostraba su propia espalda...

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