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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Infantil y juvenil

El coleccionista de relojes extraordinarios (18 page)

Jonathan dio una mirada circular. Percibió la grandeza del cosmos en los ojos de aquellos seres milenarios y se sintió de pronto muy pequeño y muy solo. Y terriblemente cansado. Como si hubiese envejecido varios años de golpe. Jonathan enterró la cara entre las manos.

—¿Qué debo hacer con Marjorie? —murmuró, desalentado.

—Lo mejor que puedes hacer por ella es sacrificar su cuerpo —dijo Arnav—. Un cuerpo vivo sin alma es la peor de las existencias.

—No podré —musitó Jonathan—. No tendré valor. No —añadió, levantando la cabeza—, si hay alguna alternativa, seguiré adelante. Me enfrentaré al marqués, entraré yo mismo en ese orbe, pero no voy a rendirme. Nunca.

Miró de nuevo a los inmortales y vio que lo observaban, impasibles e indiferentes. Solo los ojos de Emma mostraban alguna emoción. Y el Contador de Estrellas seguía riéndose entre dientes.

Jonathan se volvió hacia él, sorprendido y furioso.

—¿Por qué...? —empezó, pero calló al ver que tenía la mirada clavada en la puerta.

Todos se volvieron hacia la entrada. Un joven de cabello claro y porte sereno acababa de llegar. Llevaba entre las manos un pesado bulto envuelto en un paño, y su mirada, aunque preocupada y atribulada poseía también la profundidad del corazón del universo. A Jonathan le resultó ligeramente familiar.

Emma se levantó de un salto.

—¡Jeremiah! —exclamó—. ¡Has vuelto!

Capítulo 14

E
l marqués alzó la cabeza para escuchar el coro de voces de reloj que sonaba desde el museo para anunciar que ya eran las cinco de la madrugada.

Se volvió hacia Bill Hadley, que lo miró desafiante.

—Mi hijo volverá —aseguró.

El marqués se encogió de hombros. Hadley había regresado hacía un rato y había exigido ver a su mujer. Ahora estaba sentado junto a ella, sosteniendo su cuerpo entre los brazos.

—¿No me cree? —insistió Hadley.

—Señor Hadley —dijo el marqués—, nada me gustaría más que ver a Jonathan regresar con el reloj Deveraux. No obstante...

—¡Señor marqués! —lo interrumpió la voz de Basilio.

El marqués se volvió hacia la puerta; el mayordomo acababa de entrar, y parecía muy alterado. Trató de hablar, pero le faltaba aliento.

Sin embargo, no hizo falta que pronunciase palabra; el marqués frunció el ceño y salió precipitadamente de la sala.

—No me fío de él —le dijo Bill Hadley a su mujer, y no sabía si se dirigía a su cuerpo inerte o al tenue espíritu que lo observaba, angustiado, desde el interior del orbe—. Voy a ver qué trama.

Se incorporó de un salto y salió corriendo en pos del marqués.

Basilio se quedó un momento en la puerta de la cámara, sin atreverse a entrar. Pero sus ojos seguían fijos en el reloj de arena.

Bill se detuvo en la puerta del edificio.

El marqués estaba allí, de pie, frente a la puerta, inmóvil, como una estatua de mármol, y había clavado su mirada en una figura que avanzaba hacia él desde la oscuridad, portando un objeto envuelto en un paño.

—El reloj Deveraux —susurró el marqués—. No puedo creerlo. Después de tanto tiempo...

También Hadley miró al recién llegado con incredulidad.

—¿Jonathan? —preguntó, inseguro. La figura avanzó todavía más, y en aquel momento las nubes que cubrían el cielo se desgarraron, y un rayo de luna iluminó al desconocido.

Era un joven alto, de cabello claro y mirada seria. Su expresión, serena y decidida, poseía sin embargo algo enigmático e indescifrable, como el gesto sin edad de una esfinge.

—¡Tú! —dijo el marqués, entrecerrando los ojos.

Tras el recién llegado aparecieron cinco figuras que se reunieron con él desde las sombras. Entre ellas, Hadley reconoció a Emma, pero la muchacha parecía diferente a como él la recordaba. Había en su semblante algo terrible y sobrehumano que le puso la piel de gallina.

—¡Todos vosotros! —exclamó el marqués, sorprendido—. ¿Qué hacéis aquí? ¡He cumplido vuestras condiciones, he respetado la Prohibición!

Entonces uno de ellos se adelantó. Era una mujer de cabello blanco y rostro puro y frío como el mármol. Clavó su mirada en el marqués y empezó a hablar en una lengua extraña que Bill no comprendió, pero que para el coleccionista de relojes debía de tener sentido, puesto que palideció y retrocedió un par de pasos.

—Papá —susurró entonces una voz junto a él—. ¿Estás bien?

Bill se volvió y vio a Jonathan. Concentrado como estaba en los seis extraños personajes que se enfrentaban al marqués, no lo había oído acercarse. Lo miró de hito en hito y lo abrazó con fuerza. Cuando se separó de él, Jonathan señaló a los recién llegados.

—Atiende, papá, porque esto es importante.

Hadley pareció volver a la realidad.

—¿Quiénes son esos tipos? ¿Por qué visten de forma tan rara?

Jonathan echó un vistazo a los seis inmortales que plantaban cara al marqués. Zaltana había dejado de hablar, pero Arnav había tomado la palabra, y repetía los mismos términos que ella, en el mismo idioma desconocido, como si recitara las palabras de algún tipo de ritual.

—No lo vas a creer, pero son... gente como el marqués. No son... no son humanos, ¿sabes? —vio que su padre fruncía el ceño, y añadió—: ¿Ves al joven que lleva el reloj? Se llama... no, lo llaman Jeremiah. Hace mucho tiempo se enfrentó al marqués y venció, y se llevó el reloj.

Hadley asintió, ceñudo.

—Eso puedo entenderlo. ¿Y qué?

Jonathan respiró hondo. De camino hacia la casa del marqués, Emma le había contado muchas cosas acerca de los inmortales, el marqués y el reloj Deveraux, pero no estaba seguro de saber explicárselo a su padre.

—Los amigos de Jeremiah escondieron el reloj en la Ciudad Oculta y prohibieron al marqués traspasar sus límites. Esa Prohibición tenía mucha fuerza, ya que eran seis contra uno y, además, el marqués tenía la marca del derrotado, de modo que, de alguna manera, la voluntad de Jeremiah prevalecería sobre la de él. Por eso, durante todos estos años, el marqués ha estado enviando a otras personas en su lugar, para recuperar el reloj.

»Pero no era más que un entretenimiento cruel. Sabe perfectamente que ninguno de nosotros puede enfrentarse a ellos.

»Con el paso del tiempo, sin embargo, entre los del bando de Jeremiah comenzó a haber diversidad de opiniones. Debían quedarse en la Ciudad Oculta, para que la Prohibición no perdiese fuerza...

—¿Qué quieres decir?

—Es... como una batalla de voluntades. El marqués desea con toda su alma conseguir ese reloj, ¿no? Bien, pues imagínate a seis como él deseando exactamente lo contrario. Esas seis voluntades crean una barrera que la voluntad del marqués no puede traspasar, y menos aún después de haber sido derrotado en un Desafío. Pero si alguno de esos seis abandonase la Ciudad Oculta y su voluntad dejase de apoyar la Prohibición, la barrera se debilitaría, y el marqués podría entrar.

—¡Pero seguirían siendo cinco contra uno! —bufó Bill.

Jonathan no respondió. No encontraba palabras para explicarle que, en el fondo, todos los inmortales deseaban morir y, por tanto, su voluntad de proteger el Vórtice no era tan fuerte como el deseo del marqués de conseguirlo, de modo que durante todos aquellos años la Prohibición se había mantenido en virtud de un frágil y delicado equilibrio...

—Ellos son los Señores de la Ciudad Oculta —dijo en voz baja—, pero también son sus prisioneros.

«Y han aceptado ese sacrificio para proteger nuestro universo», pensó.

Miró a Emma, que acababa de tomar la palabra para repetir las frases rituales, y se preguntó cómo había podido creer, siquiera por un instante, que ella era una chica humana. La luz de la luna iluminaba su rostro, un rostro humano con expresión de diosa. Y sus ojos...

Jonathan giró la cabeza.

—Llevan casi trescientos años sin salir de la Ciudad Oculta —prosiguió—. Eso es apenas un suspiro para ellos, pero saben perfectamente que, si no hacen algo, esta situación puede prolongarse indefinidamente.

«Todos sabemos lo larga que puede resultar una eternidad», había dicho el Contador de Estrellas.

—Algunos de ellos —prosiguió Jonathan, mirando a Zaltana— consideran que su misión es más importante que cualquier otra cosa, y protegen la Ciudad Oculta con uñas y dientes. Otros creen que los humanos somos víctimas inocentes de una guerra entre inmortales, y son partidarios de no dañar a las personas que entran en la Ciudad sin saber en realidad el secreto que esta guarda.

»Y uno de ellos, a quien llaman el Contador de Estrellas, cree que hay otro camino —miró a Bill—, pero es muy arriesgado: o todo o nada.

—¿Qué quieres decir? ¿Salvará ese reloj a Marjorie? ¿Sí o no?

Jonathan suspiró. Sería bastante más difícil de lo que había imaginado.

—Salvará su alma, sí, pero no su vida. Todos moriríamos. Todo nuestro mundo, todo nuestro universo.

Bill se lo quedó mirando, con una expresión de profunda incredulidad en el rostro.

—Es lo que quiere el marqués —añadió Jonathan—. Es inmortal, ¿entiendes? Pero quiere morir a cualquier precio, y no le importa si con ello destruye todo un cosmos. Eso no va a detenerlo. Además, él considera que la muerte es una bendición, por lo que no sentirá remordimientos de conciencia si provoca la destrucción de toda forma de vida.

—¿Que es inmortal y quiere morir? —repitió Hadley, pasmado—. ¿Quién puede estar tan loco como para querer morir pudiendo vivir para siempre?

—Imagina que llevas existiendo desde el principio del universo —explicó Jonathan con paciencia—. Imagina que tienes millones de años. A estas alturas, ¿no estarías un poco cansado de vivir?

Su padre frunció el ceño, y Jonathan comprendió que no tenía bastante imaginación como para visualizar aquello que le había contado.

—No importa —dijo, moviendo la cabeza—. Tan solo observa.

Jeremiah había tomado la palabra en aquel momento y pronunciaba las palabras rituales. Los otros cinco inmortales ya lo habían hecho.

—¿Qué está diciendo? —preguntó Hadley.

—Está renovando el voto —dijo Jonathan—, igual que han hecho todos los demás. Expresan su firme voluntad de proteger el reloj Deveraux. Eso fortalece la barrera y la Prohibición... y deja al marqués una única salida.

Jeremiah calló, y depositó el reloj Deveraux en el suelo, junto a él. El marqués se lo comía con la mirada.

Durante unos tensos instantes, nadie habló.

—Habéis renovado la Prohibición —dijo entonces el marqués—. Y tú, Jeremiah, has salido de tu escondrijo.

Jeremiah alzó la cabeza con orgullo. En sus ojos claros brillaban todas las estrellas del cosmos, pero también se percibía la sombra de una pesada carga.

«Jeremiah fue el único de todos nosotros que tuvo el valor de enfrentarse al marqués», le había explicado Emma a Jonathan. «Y ahora carga con la responsabilidad de haber vencido un Desafío».

Jonathan no había comprendido sus palabras, pero estaba dispuesto a averiguar su sentido.

—Dices la verdad, lord Clayton, ahora llamado «el marqués» —dijo Jeremiah suavemente—. Nos vimos por última vez hace casi trescientos años, en aquella subasta. Te desafié, y elegiste una manera rápida de solucionar el Desafío. Pero yo vencí, y debilité tu voluntad.

—Y después escapaste cobardemente —gruñó el marqués—, y te ocultaste detrás de tus compañeros y esa absurda Prohibición. ¡Sabes que tengo derecho a una segunda oportunidad!

Jeremiah inclinó la cabeza.

—Lo sé. Pero no podía correr el riesgo de enfrentarme de nuevo a ti. Es mucho lo que está en juego, ¿no lo comprendes?

—No, ¡tú no lo comprendes! Precisamente tú, que eres el más viejo de todos nosotros. Precisamente tú, que has explorado dimensiones que nos están vedadas. ¡Precisamente tú, que encontraste el Vórtice, lo único que puede liberarnos de las cadenas de la vida! ¡Jeremiah! —gritó, furioso—. ¡Todos estaban de mi parte! ¡Todos querían morir! ¿Cómo lograste convencerlos de que la destrucción de un universo era un precio demasiado alto por el descanso eterno? ¡Tú, Jeremiah, que sabes que existen otros universos! ¡Tú, traidor a tu propia raza, estás privando a los inmortales de su más anhelado sueño... para proteger a los mortales, criaturas que viven apenas nada, criaturas que morirían de todas formas!

La voz del marqués retumbaba como un trueno. Jonathan estudió, temeroso, las facciones de los inmortales, y le pareció descubrir que algunos de ellos vacilaban. «Es como dijo el Contador de Estrellas», pensó. «Todos desean morir, y tienen en sus manos el Vórtice que los conducirá al corazón del Tiempo. Pero, aun así, siguen protegiendo nuestro mundo y a los mortales. Por fortuna, ya han expresado su voluntad firme de no utilizar el Vórtice e impedir que el marqués se haga con él...».

Se fijó en Jeremiah. El marqués había dicho que era el más viejo de todos los inmortales, pero Jonathan sospechaba que no se refería a una cuestión de edad. Emma le había contado que Jeremiah había explorado los límites del mundo y del espacio-tiempo y había vislumbrado otros universos. Aquel conocimiento gravitaba sobre él como una pesada losa, y había hecho nacer en su interior un enorme sentimiento de responsabilidad, con el cual tendría que cargar por toda la eternidad. De todos los inmortales, él era el que más anhelaba morir, puesto que deseaba librarse de aquella carga y descansar por fin; pero había encontrado el Vórtice, y estaba condenado a ser su guardián perpetuo, dividido entre el impulso de entrar en el corazón del Tiempo y la horrible certeza de que todo el universo quedaría destruido si lo hacía.

Por eso Jeremiah era el más anciano de todos los inmortales, a pesar de su apariencia eternamente juvenil: porque tenía que cargar con la responsabilidad de saber que la existencia del universo era tan frágil como un antiguo reloj de oro.

El antiguo reloj de oro que estaba a su cargo.

—Yo sé que existen otros universos, marqués —dijo Jeremiah—. Y sé que cada uno de ellos es único y precioso, y tal vez nuestra existencia tenga por objeto asegurarnos de que así sea. Yo anhelo morir, igual que tú. ¡Pero jamás permitiría que todo el universo muriese conmigo!

No había duda ni vacilación en su voz cuando pronunció estas palabras, aunque sí una profunda tristeza en su mirada. Los demás inmortales, enardecidos por la fuerza de sus palabras, alzaron la cabeza y miraron al marqués, desafiantes.

—Muy bien —dijo este, entrecerrando los ojos y lanzándoles una peligrosa mirada—. Vosotros lo habéis querido —se volvió hacia Jeremiah—. Ya sé a qué has venido, Jeremiah, y ese gesto te honra. Porque imagino que no has traído el reloj Deveraux sencillamente para restregármelo por la cara, ¿verdad?

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