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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Infantil y juvenil

El coleccionista de relojes extraordinarios (17 page)

—El humano llamado Jonathan Hadley —dijo— ha traspasado los límites de la Ciudad Oculta. El Consejo ya decidió en su momento el trato que debía dispensarse a los humanos que osasen entrar en nuestro territorio. ¿Por qué ahora Emma y el Contador de Estrellas piden un juicio para Jonathan Hadley?

Emma cruzó una mirada con el Contador de Estrellas y dijo:

—Tus apreciaciones son exactas, Zaltana, pero te recuerdo que ni el Contador de Estrellas ni yo estuvimos entonces de acuerdo con esta decisión. Los humanos obran muchas veces por ignorancia, porque no comprenden lo que aquí se guarda. ¿Tenemos nosotros derecho a asesinarlos cuando traspasan un límite que no sabían que estaba prohibido?

Jonathan se estremeció y miró al Contador de Estrellas, pero este tenía los ojos fijos en la mujer llamada Zaltana, y su rostro parecía una máscara de piedra.

—Tuvimos en cuenta vuestra opinión, Emma —replicó Zaltana—. Observaste que muchos humanos llegaban aquí creyendo que obtendrían la inmortalidad. Permitimos entonces que algunos demonios se instalasen en el recinto de la Ciudad Oculta y ofreciesen a los humanos lo que tanto anhelaban; creímos que así darían media vuelta y nos dejarían en paz.

»Pero muchos otros eran enviados del marqués, y venían expresamente a buscar el reloj Deveraux. ¿Cómo podemos ser clementes con ellos?

—¡Los humanos no saben lo que está en juego! —protestó Emma—. El marqués los engaña y los utiliza para sus propios fines. Ellos no tienen la culpa.

—Ya has dicho eso muchas veces, Emma. Dijiste que no era necesario sacrificar a los humanos, que podíamos engañarlos para que se marchasen por donde habían venido, para hacerlos regresar con las manos vacías... ¡pero has fracasado!

—¡Soltasteis a los perros antes de tiempo! —se defendió Emma—. ¡Os dije que entretendría a Jonathan hasta el amanecer! Estaba convencida de que él se marcharía después, pero por culpa de la Cacería lo perdí de vista...

—Todos sabemos que no estás siendo objetiva, Emma —dijo el hombre alto—. Siempre has sentido fascinación por los humanos y siempre los has defendido. Los has estado observando desde que aprendieron a hablar. ¡Incluso te empeñas en parecer una de ellos!

Jonathan no pudo evitar mirar a Emma. Por primera vez se dio cuenta de qué era lo que le había chocado de ella la primera vez que la vio.

Aparentaba quince años y, sin embargo, vestía como una niña. Era exactamente como había dicho su compañero: como si Emma quisiese imitar las costumbres humanas pero no las comprendiese por completo, y por ello no había acertado con el atuendo adecuado a la edad que representaba. Las modas humanas llegaban y pasaban demasiado deprisa para la percepción de un inmortal.

Jonathan respiró hondo. La luz de las velas arrancaba reflejos cobrizos de las trenzas de Emma y creaba extrañas sombras en su rostro. En esta ocasión, ella no sonreía. Había adoptado una expresión indescifrable, serena y enigmática, una expresión que recordaba a la de las esfinges, una expresión que no se había visto jamás en un rostro humano.

Jonathan sintió una punzada en el corazón. Emma lo intimidaba y lo atraía al mismo tiempo. Sabía que jamás conocería a nadie como ella, pero sentía que a cada momento se hacía más profundo el abismo que los separaba. Y no soportaba oírla hablar de los «humanos». Le recordaba demasiado que ella no lo era.

—Los humanos viven muy poco tiempo, Arnav —dijo Emma suavemente—, y sus sentimientos son, por tanto, mucho más intensos que los nuestros. Jonathan Hadley se ha jugado la vida por salvar el alma de su madrastra. ¡Y nosotros lo recompensamos echándole a los perros!

—¿Qué esperabas que hiciésemos? —replicó Zaltana con frialdad—. ¿Entregarle el reloj Deveraux?

—No. Pero creo que al menos le debemos una explicación.

—¿Y has reunido al Consejo para esto? —preguntó la joven oriental.

—Hemos reunido al Consejo, Ming Yue —intervino el Contador de Historias—, porque hemos de tomar una decisión. No podemos estar escondiéndonos siempre. Todos sabemos lo larga que puede resultar una eternidad.

Pareció que Zaltana vacilaba un momento, pero se recuperó enseguida.

—¿Qué es lo que propones?

—Primero, explicar al joven Jonathan por qué está aquí hoy.

Hubo un breve silencio. Los inmortales se miraron unos a otros. Arnav sacudió la cabeza y Ming Yue se encogió de hombros.

—De acuerdo —dijo Zaltana.

Y algo se materializó sobre la mesa, algo que relucía con un brillo fantasmal, un objeto que no había sido contemplado por ojos humanos en casi trescientos años.

—El reloj Deveraux —susurró Jonathan, subyugado.

El Contador de Estrellas lo retuvo por el brazo cuando se incorporó para tocarlo.

—Espera —dijo—. No sabes nada.

Jonathan abrió la boca para protestar, pero el Contador de Estrellas lo miró, y el chico bajó la cabeza inmediatamente y se metió las manos en los bolsillos.

El Contador de Estrellas alargó la mano hacia el reloj, pero sus dedos atravesaron limpiamente su imagen, como si el objeto no estuviese allí.

—¿Lo ves? —le dijo a Jonathan—. El reloj Deveraux es demasiado valioso como para mostrarlo aquí. Esto es solo una ilusión.

Jonathan calló, pero se sentía molesto.

—Jonathan ha venido hasta aquí en busca de este reloj —dijo el Contador de Estrellas en voz alta, dirigiéndose al resto del Consejo—. El marqués le dijo que era lo único capaz de rescatar el alma de su madrastra, atrapada en el tristemente célebre reloj de Qu Sui.

Jonathan alzó la cabeza.

—¿Y no es así?

—Sí y no. Verás, Jonathan, lo que contiene este reloj es capaz de detener el mecanismo del reloj de Qu Sui... y de todos los relojes del mundo. Ello devolvería el alma a tu madrastra... pero destruiría todo el universo conocido.

Jonathan lo miró, sorprendido.

—No hablas en serio.

—Por supuesto que sí.

La expresión del Contador de Estrellas se había vuelto extraordinariamente grave y seria, y a Jonathan no le cupo la menor duda de que decía la verdad. Un torbellino de confusos pensamientos se adueñó de su mente. ¿La destrucción de todo el universo conocido? No, aquello no tenía sentido. A Jonathan le resultaba imposible imaginárselo.

—El marqués no lo sabe, supongo... —acertó a farfullar.

—Claro que lo sabe —respondió Zaltana fríamente—. Por eso quiere el reloj.

—¿Para... destruir el universo? No lo entiendo.

Zaltana suspiró y dirigió al Contador de Estrellas una mirada que parecía decir: «Ya te lo advertí». Pero el Contador de Estrellas movió la cabeza y se volvió hacia Jonathan.

—Jonathan, te he dicho que el marqués despreciaba a la raza humana. Pero eso no es del todo cierto. La verdad es, Jonathan, que os envidia con todo su ser.

—¿Nos... envidia?

El Contador de Estrellas asintió.

—Ya te he contado mi historia. A lo largo de mi vida he tenido tiempo suficiente como para recorrer ampliamente todos los rincones de nuestro mundo y conocer a todas las criaturas que lo habitan. He observado la evolución de los humanos y he aprendido de ellos, y he seguido con interés todos sus logros. Domino todas las lenguas conocidas y he leído todas las obras escritas. He superado la ciencia humana y he creado cosas que vosotros tardaréis siglos en comprender.

»Y ahora me dedico a contar estrellas. ¿Lo entiendes?

Jonathan ladeó la cabeza. Comenzaba a comprenderlo, aunque no del todo. Miró a Emma, inseguro. Ella le devolvió la mirada.

Y en esta ocasión, Jonathan no vio en sus ojos el caos primigenio, sino su propio reflejo en las pupilas de ella.

Y vio en su mirada que Emma era vieja, muy vieja, más vieja de lo que Jonathan podía llegar a comprender, más vieja que el hombre y más vieja que la Tierra, y trató de imaginarse cómo sería llevar millones de años existiendo.

No lo consiguió.

Se volvió hacia el Contador de Estrellas, con un brillo de comprensión en la mirada.

—Exacto —dijo este—. Lo has entendido. El marqués está cansado de vivir.

—Pero... ¿quién es exactamente el marqués? ¿Cuál es su verdadero nombre? —preguntó Jonathan; se sorprendió al ver que los inmortales esbozaban una sonrisa.

—Llevamos tanto tiempo sobre la Tierra —dijo Ming Yue— que hemos olvidado nuestros nombres, aquellos nombres que nosotros mismos escogimos cuando tomamos conciencia de nuestra existencia. A lo largo de nuestras vidas hemos cambiado muchas veces de nombre. Por ello, un inmortal nunca dirá: «Mi nombre es este», sino: «Me llaman de esta manera», o «Se me conoce por este nombre». El marqués tuvo otros nombres en el pasado, pero ahora se hace llamar «el marqués», y es así como lo conocemos.

—Él es uno de los vuestros —dijo Jonathan a media voz—. El duende dijo que era un proscrito.

Zaltana asintió, pero no dijo más. El Contador de Estrellas intervino:

—¿Sabes qué es aquello que los humanos saben y nosotros no podemos conocer ni en nuestros más atrevidos sueños?

—El lugar adonde la Muerte se lleva las almas —dijo Jonathan tras un momento de reflexión.

El Contador de Estrellas asintió con aprobación.

—El marqués llegó a conocerlo todo en este mundo, pero pronto se sintió atrapado, y buscó desesperadamente otros horizontes. Cuando se convenció de que no había nada más, se obsesionó con la idea de que el universo continuaba en alguna parte, más allá de la vida. Persiguió incansablemente a la Muerte durante algunos milenios, pero ella no pudo llevárselo consigo. Entonces descubrió que no era la Muerte quien arrebataba la vida a los mortales, sino el Tiempo.

—¿El Tiempo? —repitió Jonathan.

—El Tiempo —asintió el Contador de Estrellas—. Es el Tiempo quien se lleva tu vida, gota a gota. Cuando llega tu hora, la Muerte viene a buscarte. No antes.

—Pero yo vi que ella tenía una espada...

—Es la espada con la que separa el alma del cuerpo para llevársela consigo. Cuando la espada de la Muerte cae sobre un mortal, es porque este acaba de morir. Paradójico, ¿verdad?

»Desde entonces, el marqués hizo todo lo posible por entrar dentro del Tiempo. ¡Habría dado cualquier cosa por envejecer como todos los mortales! Se obsesionó por los relojes, y a lo largo de los siglos acumuló todo tipo de piezas de relojería. Se topó con algunos relojes asombrosos, malditos o extraordinarios. Ninguno de ellos pudo otorgarle la mortalidad.

»A lo largo de su búsqueda, aprendió que jamás podría obtener la mortalidad, porque no estaba en su naturaleza, al igual que la cualidad de inmortal no está en la naturaleza de los seres humanos. Tratar de cambiar algo así supondría alterar el orden cósmico, y sus consecuencias habrían sido inimaginables.

—Pero hay humanos que obtienen la inmortalidad —objetó Jonathan—. El Diablo...

—No —interrumpió Emma—. El Diablo les concede un aplazamiento, nada más. Ningún ser humano ha soportado vivir más de un par de miles de años. Todos escogen morir, tarde o temprano. Todos terminan dejando que caiga el último grano de arena del reloj de su vida.

—¿Y los ángeles, demonios, hadas...? ¿No son inmortales?

—Ellos nacieron con el mundo, y todavía no han muerto. Pero cuando muera este mundo, ellos morirán con él, y este universo seguirá funcionando, y nosotros con él.

A Jonathan le costaba imaginar un tiempo tan dilatado.

—Pero volvamos con el marqués —intervino el Contador de Estrellas—. Mientras él buscaba desesperadamente la forma de morir, uno de los nuestros encontró algo extraordinario, por pura casualidad.

»Encontró un pedazo de Tiempo.

—¿Un pedazo de Tiempo? —repitió Jonathan, extrañado.

El Contador de Estrellas asintió.

—Lo llamamos Vórtice. Es una especie de pasaje al interior del Tiempo, como un agujero. ¿Y sabes dónde está ese Vórtice?

Jonathan miró con respeto la imagen del reloj Deveraux que parpadeaba sobre la mesa.

—Exacto —dijo el Contador de Estrellas—. El marqués sabe que puede llegar al corazón del Tiempo a través del Vórtice. Y, si eso sucediese, todo nuestro universo estallaría en mil pedazos.

—Pero... ¿por qué?

—Porque el Tiempo no puede contener algo que no tiene edad. El choque entre ambas fuerzas sería tan brutal que el mismo Tiempo se desharía. Y este universo no puede subsistir sin el Tiempo.

»Todos moriríamos, mortales e inmortales. Y no te estoy hablando solo del planeta Tierra. Existen también otros mundos en nuestro universo, otros mundos que no tienen ni idea de la amenaza que se cierne sobre ellos si el marqués obtiene la mortalidad.

»Pero todo esto a él no le importa. Quiere morir, y hará cualquier cosa para conseguirlo.

—Entonces me mintió —dijo Jonathan en voz baja—. Me dijo que Marjorie recuperaría su alma y...

—En eso no te mintió. Marjorie recuperaría su alma, pero perdería la vida... igual que la infinidad de seres vivos que habitan en nuestro cosmos.

Jonathan se dejó caer en el asiento, abatido.

—Entonces no hay esperanza —dijo quedamente—. No puedo entregarle ese reloj al marqués. Marjorie está perdida.

Miró a Emma, que lo observaba, conmovida.

—Lo siento —musitó ella.

—No —replicó Jonathan—. Yo lo siento. Quería salvar una vida, pero tú estabas protegiendo miles de millones de vidas.

Emma negó con la cabeza.

—Cada vida es importante —dijo—. Nosotros hemos visto nacer y morir a tantas criaturas que una vida humana nos parece un suspiro. Pero yo he luchado por la vida de todas y cada una de las personas que han traspasado los límites de la Ciudad Oculta.

Jonathan alzó la cabeza para mirar a Zaltana y a los demás inmortales.

—Ya lo he entendido —dijo con sequedad—. Os habría bastado apenas media hora para hacerme desistir de mis propósitos, simplemente hablando, pero no: habéis lanzado contra mí perros y demonios, me habéis mentido y engañado. ¿Es esto lo que habéis aprendido después de varios millones de años de existencia?

Esperaba que se ofendiesen y estaba preparado, pero, ante su sorpresa, Zaltana sonrió, y su rostro adquirió una expresión extraña, como si no estuviese demasiado acostumbrada a sonreír.

—No todos los humanos reaccionan como tú, Jonathan Hadley. De hecho, la mayor parte de ellos son bastante incrédulos.

—Jonathan tiene imaginación —dijo el Contador de Estrellas, riendo entre dientes—. Pocos seres humanos aciertan a comprender lo que supondría el fin de todo un universo. Por eso no nos creen.

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