Read El coleccionista de relojes extraordinarios Online

Authors: Laura Gallego García

Tags: #Infantil y juvenil

El coleccionista de relojes extraordinarios (20 page)

La voluntad de Jeremiah seguía avanzando, paso a paso, sin detenerse. El aire parecía traer hasta sus oídos un eco distorsionado de la inquietante risa del marqués.

Pareció que Jeremiah vacilaba.

—¡No! —chilló Jonathan, sin poder evitarlo—. ¡No te rindas! ¡Tu voluntad es tan fuerte como la suya! ¡Tú deseas que el mundo siga existiendo! ¡Jeremiah, no te rindas! ¡No estas solo; Jeremiah!

La voluntad de Jeremiah se había dejado caer sobre el desierto y la arena la cubría, poco a poco.

Jeremiah estaba haciéndose a la idea de que iba a perder Eso significaría que el marqués se haría con el Vórtice y que cumpliría su más anhelado sueño.

La Muerte vendría a buscarlo.

«¿Y tú?», dijo una voz que se parecía sospechosamente a la del marqués. «¿No deseas morir?»

Jeremiah suspiró Estaba cansado, muy cansado. Su voluntad estaba agotada, y no tenía fuerzas para resistir a la del marqués. «...¿Morir?», seguía diciendo aquella voz. «¿Descansar por fin?».

Jeremiah cerró los ojos y dejó que la arena siguiese enterrándolo.

Entonces el viento le llevó una voz lejana.

«Jeremiah...»

Trato de escuchar, pero no le quedaban fuerzas.

«No... te... rindas....»

Sonrió débilmente. Era el joven mortal. Le había fallado, a él y a todos los demás mortales. Pero ahora podría morir por fin y, al fin y al cabo, como había dicho el marqués, los mortales mueren de todas formas, tarde o temprano.

«No... estás... solo...».

Jeremiah sintió de pronto que algo le hacía cosquillas en la mano. Algo vivo.

Con las pocas fuerzas que le restaban, se incorporó un poco —sintió que el desierto rugía, amenazador— y miró.

Vio algo pequeño, tierno y verde. Un brote. Una planta estaba naciendo en medio del desierto.

Jeremiah contempló el milagro. Deseó con todas sus fuerzas que aquella planta fuera creciendo. La vio resistir y alzarse hacia el sol, desafiante.

Entonces Jeremiah filtró su voluntad bajo las arenas del desierto, y las halló llenas de semillas durmientes, de embriones de vida que deseaban salir a la superficie y, sencillamente, vivir.

Jeremiah hizo que su voluntad estimulase aquellas semillas. Las hizo crecer en medio del desierto. Las vio rasgar las arenas y cubrirlas de un manto verde. Jeremiah cuidó de ellas, transformó su voluntad en lluvia, en sol, en todo lo que aquellas vidas necesitaban para seguir existiendo. La voluntad del marqués aullaba, furiosa, convertida sucesivamente en tormenta de arena, incendio devastador y glaciación, pero las plantas siguieron creciendo, porque cada una de ellas deseaba seguir creciendo, y pronto la voluntad de Jeremiah se transformó en un enorme bosque que ahogó la voluntad destructora del marqués...

Jonathan vio, sin poder creerlo, que los ojos de Jeremiah despedían un nuevo haz luminoso, como renovados por una extraña fuerza. La voluntad del marqués retrocedió.

Emma asintió, satisfecha.

Todo fue muy rápido. Jeremiah pareció crecerse ante el marqués, y su poder se hizo todavía más palpable. De pronto, hubo un destello cegador, y Jonathan cerró los ojos.

Cuando pudo volver a mirar, vio que el marqués había caído de rodillas en el suelo, ante Jeremiah, que se alzaba frente a él, sereno y tranquilo.

—Lo ha hecho —musitó Jonathan—. No puedo creerlo, ¡lo ha hecho!

Se sintió de pronto tan débil como el marqués. En aquellos últimos momentos había vivido con el convencimiento de que todo el universo podía estallar en mil pedazos si Jeremiah perdía aquella batalla, y ahora sentía tal alivio que tenía la sensación de que todas sus fuerzas lo habían abandonado de repente. Emma lo hizo volver a la realidad.

—¡Jonathan, deprisa!

Jonathan tiró del orbe hasta colocarlo junto al marqués. Emma avanzó a su lado.

—Marqués —dijo con voz clara; tanto Jeremiah como el marqués alzaron la cabeza para mirarla—. Estás marcado por una doble derrota. Tu voluntad no puede resistir la mía. Y deseo que toques el orbe del reloj de Qu Sui.

El marqués la miró con incredulidad. Iba a decir algo, pero los ojos de Emma parecían contener todo el poder del universo, y el marqués vaciló.

Alzó la mano hacia el orbe, pero la detuvo en el aire y se volvió hacia Jeremiah.

—Antes —musitó—, explícame cómo lo has hecho. Yo deseaba la mortalidad, con todas mis fuerzas. Y, en el fondo, sé que tú también.

Jeremiah sonrió.

—Pero tú luchabas solo —dijo—, mientras que a mí me apoyaba la voluntad de miles de millones de seres en todo el universo, que deseaban desesperadamente seguir viviendo. La voz del joven Jonathan Hadley me recordó este hecho, y abrí mi alma a todas esas voluntades que, sin saberlo, luchaban a mi lado.

El marqués palideció. Desvió la mirada, pero sus ojos volvieron a encontrarse con los de Emma.

—Ahora —dijo ella.

Jonathan miró con nerviosismo la liebre de oro que avanzaba lentamente hacia el centro del reloj.

—Estoy débil —dijo el marqués—. Pero, cuando me recupere, saldré de aquí. Y el Vórtice será mío.

Emma no dijo nada, pero tampoco apartó la mirada. Y Jonathan no podía dejar de mirar el reloj.

La liebre se detuvo ante el emperador del reloj de Qu Sui. El marqués aproximó sus dedos al orbe.

—Mi voluntad es más fuerte que la tuya —dijo Emma—. Que tu alma quede prisionera en el orbe que tú creaste.

La mano del marqués rozó el cristal.

Las campanas del convento dieron las seis.

Y la liebre se inclinó ante el emperador del reloj de Qu Sui.

Epílogo

J
onathan se asomó a la ventanilla del avión, moviéndose con cuidado con su pierna escayolada. Solo se veía un manto de nubes, pero él sabía que, en algún lugar, allá abajo, la Ciudad Antigua dormía junto al lecho del río.

Suspiró y volvió la cabeza para mirar a su padre, que roncaba sonoramente, y a Marjorie, que leía una revista. Todavía estaba algo pálida, pero se había recuperado bien y, por fortuna, no recordaba nada de lo que había sucedido. Y en cuanto a Bill... Jonathan sonrió. Su padre se acordaba perfectamente de cada detalle de su extraña aventura, pero se empeñaba en actuar como si no sucediese nada, como si todo hubiese sido producto de su imaginación o de un extraño sueño que no valía la pena recordar.

Jonathan suspiró. Sabía que había sido real, muy real, aunque la Soñadora hubiese estado en lo cierto y solo estuviese viviendo en el seno de un gran sueño.

Con una sonrisa de nostalgia, recordó a Emma.

—¿Cómo supiste que el reloj expulsaría el alma de Marjorie si devoraba la del marqués? —le había preguntado ella.

—Fue por toda aquella energía que desprendían Jeremiah y el marqués —explicó Jonathan—. Recordé que para el reloj de Qu Sui las almas no eran más que una fuente de energía que le permitía seguir funcionando. Y luego, aquello que dijo el Contador de Estrellas...

—¿El qué?

—Que el Tiempo no puede contener aquello que no tiene edad. Pensé que el alma del marqués no
cabría
en el interior del orbe, era demasiado grande. De modo que el reloj se vio obligado a expulsar todo lo que había dentro, los restos de otras almas... para hacerle sitio al marqués.

Pese a que ahora estaba tranquilamente sentado en un avión, rumbo a casa, Jonathan no pudo evitar un estremecimiento. No había estado seguro en ningún momento de que las cosas salieran tal y como él las había planeado. El orbe podía haber estallado en mil pedazos, o no haber aceptado el alma del marqués o, sencillamente, haber devorado el alma de Marjorie, sin más. Pero Jonathan había seguido su instinto, y este no le había fallado. «Además, no tenía nada que perder», se dijo, recordando lo cerca que había estado de llegar tarde para rescatar a Marjorie.

Cerró los ojos, agotado. Todavía no podía creerse que todo hubiese terminado.

—¿Está derrotado de verdad? —había preguntado a Jeremiah, mirando con aprensión el orbe donde se adivinaban las facciones del marqués.

—No, solo demasiado débil como para escapar de ahí —había respondido el inmortal—. Su voluntad tardará un par de milenios en fortalecerse lo suficiente como para permitirle salir del orbe. Pero espero que, entre tanto, hayamos encontrado una solución para el Vórtice.

El Vórtice.

Jonathan aún no había encontrado palabras para describir lo que había visto cuando el Contador de Estrellas había abierto el reloj Deveraux, porque lo que escondía en su interior era diferente a todo cuanto el chico conocía.

Era como una esfera brillante que rotaba sobre sí misma suspendida en el aire y que cegaba a cualquiera que lo mirase demasiado tiempo. Parecía concentrar la luz de todas las estrellas del universo, y en su interior se apreciaban formas y colores fantásticos, imposibles, que giraban y giraban tan deprisa que...

—Aparta —le había dicho Emma, separándolo suavemente del reloj—. No querrás envejecer antes de tiempo, ¿verdad?

Jonathan había observado los rostros de los inmortales al contemplar el Vórtice, pero confiaba en Jeremiah, y en Emma, y en el Contador de Estrellas, y sabía que ellos se ocuparían de que todos los inmortales continuasen viviendo, para que el universo existiese con ellos.

Había aprovechado aquel momento para separar a Emma del grupo y hablar con ella a solas.

Le había dicho que quería ser inmortal y quedarse junto a ella.

—Jonathan —dijo Emma, moviendo la cabeza—. ¿No has aprendido nada? Los mortales no pueden obtener la inmortalidad. El orden cósmico...

—No estoy hablando de
esa
inmortalidad, sino de lo que ofrecen los demonios —cortó Jonathan impaciente—. Podría vivir varios milenios contigo. Podría...

Pero ella le había hecho callar, colocando un dedo sobre sus labios.

—No, Jonathan —dijo—. No sabes lo que dices. Aunque tenga aspecto humano, no soy como tú. Debes volver con los tuyos y...

—Nunca conoceré a nadie como tú —cortó Jonathan, adivinando lo que iba a decir.

—No —sonrió Emma—, pero sí amarás a alguien como tú.

Jonathan la miró, sorprendido.

—¿Lo sabes? Quiero decir... ¿puedes ver lo que va a pasar?

—No, no soy una adivina, como la Echadora de Cartas. Pero sé que conocerás a alguien y tendrás hijos...

—¿Por qué sabes eso?

—Porque te lo estoy pidiendo, Jonathan. Tendrás hijos, y a lo largo de los años yo protegeré a tus hijos, y a los hijos de tus hijos, y a los hijos de los hijos de tus hijos... y así sabré que no has muerto, que no has desaparecido del mundo mientras yo sigo viva, por toda la eternidad.

Algo en sus palabras sobrecogió profundamente a Jonathan. Intuyó en ellas un sentimiento tan intenso, tan profundo y tan puro que supo que ni aun haciendo un pacto con el Diablo podría llegar a correspondería de la misma forma, por muchos milenios que pasasen. Tragando saliva, dijo:

—Tendré hijos. Y plantaré un árbol, y escribiré un libro. Muchos árboles y muchos libros —añadió—. Dicen que esta es la única manera de alcanzar la inmortalidad, a través de tus obras.

Emma sonrió.

Entonces se acercó a él y le besó, y Jonathan sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies y que él se precipitaba por un torbellino que lo lanzaba directamente al mismo corazón del cosmos, pero no tuvo miedo, porque había algo en aquel lugar que le resultaba poderosamente familiar; todas las estrellas giraban a su alrededor (y eran más de las 87.432.004.556.342 que había contabilizado el Contador de Estrellas) y los más hermosos prodigios de todas las galaxias se mostraban ante sus ojos. Entonces descubrió que el espacio no era frío y oscuro, como creía, sino que se trataba de un crisol multicolor donde tomaban cuerpo las más extraordinarias maravillas y los más atrevidos sueños.

Y comprendió que estaba contemplando el nacimiento del universo a través de la memoria de Emma, y también supo dónde había visto antes algo parecido.

El Vórtice.

Cuando se separó de Emma y volvió a la realidad, ella tuvo que sostenerlo, pues se sentía completamente mareado. Aun así, se las arregló para sonreír.

Y después, los inmortales se habían marchado. De alguna manera, que Jonathan no fue capaz de comprender, desaparecieron entre la bruma matinal, uno tras otro, como si no fuese necesario para ellos poseer un reloj-puerta para cruzar los límites invisibles de la Ciudad Oculta.

Emma lo había mirado, por última vez, antes de desaparecer ella también.

Jonathan sintió de pronto que le faltaba el aire. Quiso correr tras ella, pero el Contador de Estrellas lo detuvo.

—Sabes que no —dijo solamente.

Lo miró con afecto.

—Joven Jonathan —dijo—, has hecho por nosotros mucho más de lo que puedes imaginar. Los inmortales nunca lo olvidaremos, y después de miles, millones de años, después de que este planeta sea reducido a polvo, después de que hayamos contemplado la evolución y muerte de cientos de mundos nuevos, muchos eones después de hoy, cuando nadie se acuerde de los seres humanos... nosotros todavía pronunciaremos tu nombre, Jonathan Hadley.

El Contador de Estrellas abrazó al sorprendido Jonathan, y después se alejó de él, sonriendo.

—Pero... ¿por qué? —preguntó Jonathan, muy confuso.

—¿No lo sabes? —dijo Jeremiah, sonriendo también mientras veía cómo el Contador de Estrellas cubría de nuevo el reloj Deveraux—. Ahora que ya no debemos mantener activa la Prohibición, los que así lo deseen podrán abandonar por fin la Ciudad Antigua, y todo gracias a ti. Aunque sospecho que ni Emma ni el Contador de Estrellas se marcharán de aquí.

—Pero... pero si yo no he hecho nada...

—¿Eso crees? ¿No sabes qué fue lo que me decidió a «salir de mi escondrijo», como decía el marqués, para enfrentarme a él? Recibí un mensaje del Contador de Estrellas —miró a Jonathan significativamente—. Me dijo que Emma se había enamorado de un ser humano.

Jonathan abrió la boca, estupefacto.

—Entonces pensé —prosiguió Jeremiah—, que si un mortal tenía la fuerza de espíritu necesaria para cautivar a una de nosotros... bueno, debía de ser una señal. Y luego, ante todo el Consejo, tomaste la decisión de seguir luchando incluso cuando todo parecía perdido. Podría decirse, Jonathan, que me diste una buena lección.

—Yo... no lo entiendo.

—Siempre hemos pensado que los mortales erais inferiores a nosotros. Vuestras vidas son apenas un suspiro para nosotros, tan breves como puede serlo para vosotros la existencia de una pequeña mariposa. Pero una mariposa puede contener en sí misma la expresión de toda la belleza del mundo.

Other books

The Lion of the North by Kathryn le Veque
Brittle Innings by Michael Bishop
The Perdition Score by Richard Kadrey
Playing with Fire by Mia Dymond
Damned If I Do by Percival Everett


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024