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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Infantil y juvenil

El coleccionista de relojes extraordinarios (7 page)

—¿Qué es eso? —susurró.

—Es un reloj. En apariencia, un reloj de arena algo peculiar. Pero, querido muchacho, la Muerte posee millones de estos relojes, uno por cada individuo que nace sobre la Tierra. Cada uno de ellos tiene una cantidad determinada de arena. Cuando la arena de un reloj deja de caer, la Muerte va a buscar a la persona cuya vida acaba de terminarse. Lo que te ofrezco, Jonathan, es nada más y nada menos que el reloj de tu vida. Mientras lo tengas en tus manos y hagas correr la arena, vivirás, y la Muerte no podrá alcanzarte. Piénsalo bien: te estoy ofreciendo la inmortalidad.

Jonathan sacudió la cabeza, deshaciéndose del hechizo que producía en él la arena luminiscente, y lo miró, algo asustado.

—Está usted loco.

El desconocido suspiró con resignación.

—Muy bien —dijo, y el reloj desapareció.

Jonathan se sintió de pronto muy vacío y muy solo.

—¡Espere! —dijo casi sin darse cuenta, y el reloj volvió a aparecer en la mano del extraño, iluminando de nuevo el rostro del chico con su perturbador resplandor iridiscente—. ¿La inmortalidad, ha dicho? ¿Y qué quiere a cambio?

—Es sencillo —el reloj se deslizaba de nuevo entre sus dedos, hechicero, fascinante, y la arena tornasolada resbalaba sobre el cristal; en aquel momento, a Jonathan no le resultó nada difícil imaginar que estaba compuesta por miles de minúsculos granos de vida—. Un reloj a cambio de otro. Yo te doy esta maravilla y tú te olvidas para siempre del reloj Deveraux y me entregas la Puerta.

Jonathan no entendió las últimas palabras del desconocido, pero sí había captado perfectamente lo que le pedía a cambio.

—¡Pero no puedo hacer eso! Mi madrastra...

—Qué lástima —dijo el otro con voz monocorde; apartó un poco la mano y sus dedos volvieron a ocultar el reloj.

Jonathan sintió que lo inundaba una oleada de furia.

—¿Pero quién se ha creído que es usted? ¡No juegue conmigo! ¿Cree que sería capaz de marcharme y darle la espalda a Marjorie a cambio de un reloj con arena de colores? ¿Por quién me ha tomado?

—¡Ah! Bien, eres joven, puedo entenderlo. Pero la gente, sabes, suele tener un pánico horrible a la Muerte. Ella no tiene la culpa, claro, solo cumple con su trabajo. Pero los mortales os aferráis desesperadamente a la vida, sobre todo cuando la vejez y la enfermedad amenazan con precipitaros en los brazos de la Dama. Imagínate, Jonathan, dentro de varias décadas. Viejo, enfermo, solo. ¿Demasiado lejano en el tiempo? Bien, pues imagina entonces que ahora mismo tu cuerpo alberga la semilla de una enfermedad incurable, y tú no lo sabes. ¿Qué pensarías si un médico te dijese que vas a morir mañana? ¡Oh, no, no me lo digas, conozco la respuesta! Me buscarías desesperado, invocarías mi nombre y me rogarías que volviese a ofrecerte este preciado reloj. ¿No es así... Jonathan?

Jonathan se estremeció. Su mente había imaginado con espantosa claridad las situaciones que el desconocido le había descrito. Todavía temblaba. Por un momento había sentido que realmente iba a morir mañana.

El reloj volvía a deslizarse por entre los dedos de su interlocutor.

—¿Lo quieres?

Jonathan no dijo nada.

—Lo quieres —afirmó el desconocido—. Bien. No es difícil de conseguir. Entrégame la Puerta, da media vuelta y camina fuera de la Ciudad Antigua, y camina y camina, y no mires atrás. Al amanecer, el reloj será tuyo. Y seguirá en tus manos mientras tú y yo seamos buenos amigos, ¿me entiendes?

Jonathan se estremeció.

—Creo que no. ¿Qué quiere decir con eso de «buenos amigos»?

El desconocido sonrió de manera inquietante.

—Oh, nada demasiado comprometido. Yo te pediría algún pequeño favor, de vez en cuando...

Por alguna razón, Jonathan no se atrevió a pedirle que especificara más.

—¿Cómo sé que no me engaña? ¿Cómo puede demostrar que este es, realmente, el reloj de mi vida?

—Engañar está en mi naturaleza, Jonathan, pero siempre cumplo con lo pactado. Y no necesito demostrártelo: tú sabes que es cierto.

Jonathan contempló una vez más el reloj de arena. Lo sentía palpitar al ritmo de su propio corazón, y comprendió que, sin lugar a dudas, y por extraño e imposible que pareciese, aquel hombre le estaba diciendo la verdad. Con los ojos fijos en el reloj, se preguntó, maravillado, cómo sería vivir para siempre y poder asistir a los logros de la humanidad. Siempre se había preguntado cómo sería el mundo cien, doscientos, mil años después. Siempre había querido disponer del tiempo suficiente como para recorrer todos sus rincones y leer todos los libros que existían.

Sin embargo, había en aquel individuo algo demasiado inquietante como para confiar en su ofrecimiento. Un vago recuerdo de algo pasado había estado martilleándole en los límites de la conciencia, una y otra vez, desde que el desconocido pronunciara la palabra «inmortalidad». En aquel momento lo recordó con claridad.

Las palabras del marqués.

«Este reloj —había dicho— fue parte de un siniestro pacto. Una vez, un hombre vendió su alma al diablo a cambio de la inmortalidad. Le fue entregado este reloj, que mediría la duración de su vida. Mientras la arena corriese en su interior, el hombre viviría. Cuando la arena se detuviese, moriría. Lo único que tenía que hacer era darle la vuelta una y otra vez, hasta que se cansase de ser inmortal.»

De golpe, Jonathan comprendió muchas cosas. Alzó la cabeza y miró fijamente al desconocido.

—¿Quién es usted?

—¿Qué importa eso? Lo importante, Jonathan, es lo que te estoy ofreciendo.

Jonathan dio un paso atrás.

—¡Aléjese de mí! ¡No quiero nada de usted!

El extraño suspiró de nuevo y se encogió de hombros. El reloj desapareció definitivamente.

—Tú lo has querido —dijo—. Lo haremos de la manera difícil.

Algo en su expresión alertó a Jonathan, lo cual fue una verdadera suerte, puesto que cuando el desconocido saltó sobre él con un escalofriante aullido, el chico ya había dado media vuelta y corría calle abajo con toda su alma.

Pero ello no le había impedido ver la pavorosa transformación de aquel hombre, que se había convertido en un horrible demonio cuyos ojos lucían como carbones encendidos. Ahora corría tras él con sus enormes alas membranosas desplegadas y su larga cola batiendo el aire.

Jonathan no quiso mirar atrás. Corrió y corrió, desesperado. Oyó un batir de alas tras él, y supo, horrorizado, que el demonio lo alcanzaría.

Desembocó en una plaza presidida por una imponente puerta gótica. Las agujas más altas del edificio parecían pinchar las primeras estrellas, pero Jonathan no se paró a mirarlas. La puerta estaba abierta; por ella se colaba un resquicio de luz.

Jonathan trató de alcanzar aquella puerta. El tiempo que tardó en cruzar la plaza se le antojó eterno. Cuando, con un chillido, el demonio cayó sobre su espalda y lo derribó, Jonathan dio de bruces contra la puerta de madera y se precipitó en el interior de la sala.

Y, de pronto, el demonio desapareció.

Jonathan no se atrevió a abrir los ojos hasta un par de minutos después, sorprendido de comprobar que seguía con vida.

Al mirar a su alrededor, lo comprendió.

La puerta que acababa de ceder bajo su empuje era la de la entrada principal de la catedral.

A Jonathan debería haberle extrañado que siguiese abierta a aquellas horas, pero había vivido tantas cosas extraordinarias en tan poco tiempo que ni siquiera se lo planteó. Cojeando, entró en la iglesia. Inmediatamente se vio bañado por la cálida luz de los cirios, y el silencio del templo lo envolvió y lo reconfortó, ahuyentando el terror que se había adherido a su piel y se había instalado en su corazón. Fuera lo que fuese aquella criatura que lo había atacado parecía que no se atrevía a seguirlo hasta allí, Jonathan nunca había sido muy religioso, pero avanzó hasta uno de los bancos y se sentó.

Cuando los latidos de su corazón recobraron su pulso habitual, miró a su alrededor. La catedral era inmensa, y estaba vacía. Su altísimo techo, sostenido por nervaduras entrecruzadas, se perdía en la penumbra. Poderosos pilares protegían la nave central y conducían hasta el altar al fiel que entraba allí buscando a Dios.

Jonathan suspiró casi imperceptiblemente. Entonces descubrió una nota de color en las primeras filas, y se dio cuenta de que no estaba solo. La figura que rezaba, arrodillada ante el altar, vestía unos pantalones vaqueros con peto sobre una camiseta de rayas. Llevaba el cabello pelirrojo peinado en dos trenzas que le caían sobre los hombros.

Jonathan no pudo ver su rostro, puesto que estaba de espaldas a él, pero tenía aspecto de ser una chica muy joven, probablemente una niña. «Tal vez debería imitarla», pensó. «Tal vez debería rezar, a quien quiera que pueda escucharme, para que todos salgamos vivos de esta locura».

Pero no se movió. Simplemente cerró los ojos y enterró el rostro entre las manos. «¿Qué debo hacer ahora?», pensaba. «¿Dónde he de buscar? ¿Cómo voy a defenderme de un demonio?».

Sintió de pronto una mano sobre su hombro, y se sobresaltó. Alzó la mirada y vio junto a él a la chica de la primera fila. Era mayor de lo que había supuesto, tal vez de su edad, pero la ropa que vestía era muy infantil. Sujetaba su cabello rojo con un pañuelo de colores chillones, que llevaba a modo de diadema. A la luz de los cirios, sus ojos tenían una tonalidad indefinida.

—Van a cerrar —dijo ella en voz baja. Jonathan no se movió. El pánico lo inundó de nuevo. Si salía de la catedral, el demonio podía atacarlo de nuevo.

—Vamos —insistió la chica—. ¿No me has oído? ¿O es que no hablas mi idioma?

—No quiero salir —dijo Jonathan.

Inmediatamente se sintió estúpido. En aquel lugar el demonio parecía lejano e irreal, y él sabía que la muchacha no iba a creerlo si le explicaba todo lo que le había pasado.

—Pues no van a dejar que te quedes aquí, ¿sabes?

Un poco a regañadientes, Jonathan asintió y se levantó en silencio. Los dos salieron de la catedral. De nuevo en la plaza, la chica aspiró el aire del crepúsculo. Jonathan no se atrevió a separarse del umbral, aunque la puerta se cerró tras él, sobresaltándolo. Entonces se dio cuenta de que ya casi era de noche. Desalentado, se sentó en el escalón de la puerta gótica y dejó caer los hombros.

—¿Te encuentras bien? —dijo ella.

Se había acuclillado junto a él, y lo observaba con curiosidad, ladeando la cabeza, con los ojos muy abiertos, como una niña pequeña.

—Me llaman Emma —se presentó—. No eres de aquí, ¿verdad? ¿Te has perdido?

—No... bueno, sí. No lo sé.

—¿No lo sabes? ¿Adónde quieres ir? Conozco la ciudad como la palma de mi mano —sonrió—. Puedo llevarte a donde quieras en un santiamén.

—Si supiera adónde ir, serías de mucha ayuda —dijo Jonathan, de mal humor—; pero tengo que encontrar una cosa, y no sé dónde buscarla. Y además...

Se quedó callado. No se atrevía a hablarle del demonio que le había ofrecido la inmortalidad encerrada en un reloj de arena.

La sonrisa de Emma se ensanchó.

—¡Entonces, yo sé quién te puede ayudar!

Jonathan la miró interrogante, pero ella no dijo más. Se levantó de un salto y se alejó unos pasos. Se detuvo y se volvió hacia el chico.

—¿A qué esperas? ¡Vamos!

—¿Adónde?

Emma hizo un gracioso gesto de enfado.

—¡Pero si ya te lo he dicho!

Jonathan abrió la boca para replicar, pero ella lo cogió por las manos sin previo aviso y tiró de él para levantarlo.

—¡Hey! ¿Qué haces?

—¡Arriba, arriba, que se hace de noche! —canturreó Emma—. Si no nos damos prisa, ella se irá a otro sótano, y ya no podremos encontrarla.

—¿Quién se irá?

—¡Ella! La mujer que tiene respuestas para todas las preguntas —sonrió de nuevo—. Bueno, para casi todas —lo miró, divertida—. Si no tienes la menor idea de dónde buscar, entonces no pierdes nada por preguntarle, ¿verdad?

Jonathan lo pensó. En algún lugar de la noche se ocultaba un demonio que quería matarlo, pero él había rechazado la inmortalidad para continuar con su búsqueda, y no lograría nada quedándose bajo la sombra de la catedral mientras el tiempo pasaba y el reloj de Qu Sui sorbía lentamente el alma de Marjorie. Por otro lado, aunque pudiera parecer cobarde, si tenía que alejarse de la catedral, prefería estar acompañado que sumergirse de nuevo solo en la oscuridad.

—Supongo que no —dijo por fin, encogiéndose de hombros.

Procurando no perder de vista la colorida silueta de Emma, Jonathan volvió a adentrarse en las oscuras y laberínticas calles de la ciudad.

El marqués recorría pensativo el Museo de los Relojes. Varias veces al día examinaba todos y cada uno de ellos para asegurarse de que funcionaban perfectamente y no había una sola mota de polvo en ningún mecanismo. Era una tarea lenta y pesada, pero el marqués la emprendía cada día con igual mimo y entusiasmo. Se detuvo un momento en el centro de la sala.

Eran casi las diez.

En aquel momento, Basilio entró en la estancia. El marqués lo vio, pero no le prestó atención. El viejo mayordomo se quedó en la puerta, esperando.

Entonces, los relojes dieron las diez.

De nuevo aquel estruendoso coro de campanadas y cucús se apoderó de la sala. El marqués ladeó la cabeza, cerró los ojos y lo escuchó, extasiado. Basilio seguía esperando.

Cuando todo volvió a la normalidad, el marqués abrió los ojos y murmuró:

—¿Sabes por qué me gustan los relojes, Basilio?

El mayordomo lo sabía muy bien, pero calló. También sabía que al marqués le gustaba responder él mismo a aquella pregunta.

—Me gustan los relojes —prosiguió el marqués— porqué me recuerdan que existe el tiempo.

Basilio desvió la mirada. El marqués pareció volver a la realidad. Se volvió hacia el mayordomo, y este supo que había captado su atención.

—Señor —carraspeó—, el señor Hadley desea hablar con usted.

El marqués frunció el ceño.

—¿Hadley? Es decir, que ya se ha cansado de lloriquear...

Basilio carraspeó de nuevo y se hizo a un lado. Un Bill Hadley hosco y pálido entró en la sala tras él.

—Marqués —dijo—. ¿Dónde está mi hijo?

—Ha tardado en percatarse de su ausencia, ¿verdad? Su hijo ha ido a buscar algo para mí. Algo que podría salvar el alma de su esposa.

Bill abrió la boca. Parecía que iba a responder con uno de sus exabruptos, pero se lo pensó mejor y preguntó, con toda la educación de que fue capaz:

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