Read El coleccionista de relojes extraordinarios Online
Authors: Laura Gallego García
Tags: #Infantil y juvenil
—Suele serlo, señora mía —dijo en perfecto inglés británico una voz serena, desde algún rincón en sombras—, dado que poseo más de seiscientos relojes, todos ellos funcionan perfectamente y están ajustados a la hora exacta.
Todos se volvieron, sobresaltados. Jonathan apreció una alta y oscura figura junto a la cortina. No lo había oído entrar.
—Se... señor marqués —tartamudeó el viejo—. Lo... lo siento mucho, los señores insistieron y...
—No te disculpes, Basilio —cortó el marqués, suavemente, y añadió, de nuevo en inglés—: Es una agradable sorpresa contar con visitantes en esta calurosa tarde de verano.
Avanzó hacia ellos y la luz que provenía de los ventanales iluminó su rostro. Era más joven de lo que Jonathan había supuesto. Sus facciones, de gesto enérgico y decidido, estaban enmarcadas por mechones desordenados de cabello negro, lo que acentuaba todavía más su palidez. Pero sus ojos eran penetrantes e inquisitivos, y parecían ligeramente burlones.
—Usted es el dueño de todo esto, ¿verdad? —preguntó Bill Hadley, aliviado por haber encontrado alguien que hablase su idioma, pero sin saber todavía si eran bienvenidos o no en la casa del marqués.
—Así es. Imagino que mi mayordomo les habrá comunicado que la exposición está cerrada.
—No es eso lo que dice aquí —protestó Bill, agitando el folleto turístico que los había llevado hasta el Museo de los Relojes.
Antes de que se diese cuenta, el marqués estaba junto a él, y Bill cerró la boca. De cerca era mucho más alto de lo que le había parecido en un principio.
—¿Me permite? —dijo el marqués con suavidad, cogiendo el folleto—. Gracias. Ah —murmuró, después de echarle un breve vistazo—. Es uno de los antiguos. Mire, fue impreso hace diez años.
Se lo devolvió a Bill, y este se apresuró a comprobar que lo que decía era cierto.
—La chica que nos lo dio era nueva en la Oficina de Información Turística —intervino Jonathan—, y parecía bastante despistada. La verdad es que tardó un rato en encontrar lo que le pedíamos...
—Ahí lo tienen —dijo el marqués—. Pero, bueno, ya están ustedes aquí, de modo que no veo por qué no van a poder disfrutar del museo.
—Es una colección magnífica —comentó Marjorie, tratando de ser amable.
—Sí, lo es —suspiró el marqués—. Siento debilidad por los relojes. He dedicado toda mi vida a coleccionar relojes de todo tipo, de todas las épocas... y este es el resultado —dio una mirada circular, con un brillo de orgullo en sus ojos oscuros—. Algunas de estas piezas valen una auténtica fortuna, pero eso es lo de menos. Lo cierto es que me gustan los relojes en sí. Son artefactos que en principio solo pretenden medir el tiempo, pero que, de alguna manera, están tratando de atraparlo. Son la llamada desesperada de una humanidad que no desea morir. Tictac, tictac... en realidad, los relojes están diciendo: «Se te acaba el tiempo, se te acaba el tiempo...». Y, como tantos otros inventos humanos, este también se volvió contra su creador. Los relojes no han capturado el tiempo, pero sí han apresado al ser humano. ¿No me creen? —preguntó el marqués, al ver que Bill y Marjorie habían adoptado un gesto ligeramente escéptico; su burlona sonrisa se acentuó aún más—. Los tres llevan relojes de pulsera, y están de vacaciones... ¿Lo ven? Son prisioneros de los relojes. Ellos marcan el ritmo de sus vidas.
Bill hundió las manos en los bolsillos, pero no dijo nada.
—Pero no quiero aburrirles más —concluyó el marqués—. Sigan contemplando mi colección, si así lo desean. Cuando estaba abierta al público, cada reloj llevaba su correspondiente etiqueta explicativa. Las retiré cuando me obligaron a clausurar el museo, puesto que ya no eran necesarias: conozco de memoria la historia y características de cada pieza de mi colección. De modo que, si alguna de ellas suscita su interés, no duden en preguntarme; estaré encantado de atenderlos.
Dicho esto, saludó con una breve inclinación de cabeza y se reunió con Basilio, el mayordomo, junto a la puerta.
Jonathan dejó de prestarles atención, y siguió merodeando por el Museo de los Relojes. Paseó arriba y abajo, cada vez más sorprendido de que hubiese tantas clases diferentes de relojes que él no conocía. Le llamó la atención un cuadro que colgaba de la pared, y que representaba una escena de mercado en una plaza. Las manecillas del reloj de la torre del ayuntamiento se movían de verdad, y marcaban las seis menos veinte, como el resto de relojes de la sala. «¡Un reloj dentro de un cuadro!», pensó Jonathan, sorprendido.
Siguió mirando. Vio un reloj que colgaba del techo como si fuese una lámpara. Vio también, en una vitrina, un grupo de diminutos relojes que tenían en común el estar engastados en un anillo. Se detuvo ante un artefacto constituido por dos vasos superpuestos; un líquido rojizo fluía lentamente del recipiente superior al inferior.
—¿Esto es un reloj? —murmuró para sí mismo.
—Una clepsidra —dijo de pronto la voz del marqués junto a él, sobresaltándolo—, llamado comúnmente reloj de agua. Al igual que los mecanismos de medición basados en el sol, o en la arena que cae grano a grano, no es muy exacto. Pero fue uno de los primeros relojes empleados por el hombre.
Jonathan asintió, sin saber muy bien qué decir.
—Ah —dijo entonces el marqués—. Son casi las seis menos cuarto.
El chico no entendió al principio lo que quería decir, pero pronto lo descubrió cuando, de nuevo, todos los relojes se pusieron a dar la hora a la vez, aunque en esta ocasión el estruendo fue menor que a las cinco y media. El padre de Jonathan había estado preparado y aguardaba, resignado, a que los relojes terminasen de sonar. A Marjorie, en cambio, la habían vuelto a coger por sorpresa, y se tapaba los oídos con las manos, con aspecto de estar sufriendo un terrible dolor de cabeza.
Con una perfecta sincronía, los relojes enmudecieron de nuevo, todos al mismo tiempo, y pronto la sala volvió a llenarse de tictacs que parecían susurros casi humanos.
—Creo que ya hemos tenido bastante por hoy —decidió Bill—. Le agradezco la amabilidad, señor...
—...Marqués —atajó el dueño de la casa, sonriendo—. Espero que mi modesta colección haya sido de su agrado.
—Desde luego —Bill se dirigió hacia la puerta, seguido por su esposa, pero en el último momento se volvió de nuevo hacia el marqués—. Pero creo que no lleva usted bien la cuenta de los relojes que posee, señor... marqués. Nos ha dicho que había más de seiscientos, y yo he contado quinientos noventa y siete.
Los ojos del marqués parecieron relampaguear un momento, y dejó de sonreír. Basilio gimió y retrocedió unos pasos, como si algo terrible estuviese a punto de suceder. Solo Jonathan se percató de su extraña reacción, pero no le prestó atención, porque el marqués respondió:
—Tendré en cuenta su observación, señor Hadley. Permítanme acompañarlos a la salida.
Jonathan se preguntó cómo sabía el marqués el nombre de su padre, pero no dijo nada, porque este parecía más complacido y satisfecho que extrañado.
—Gracias, marqués. Por cierto, ¿por qué tuvo que cerrar el museo? Sería por falta de dinero, ¿no? No podía ser de otra manera, si la entrada es gratuita...
En esta ocasión, ni siquiera Bill Hadley pudo pasar por alto el brillo peligroso de los ojos del marqués.
—Oiga, no se ofenda. Hay confianza, ¿no?
—No —replicó el marqués, y les dirigió una intensa mirada que puso a Jonathan la carne de gallina—. ¿De veras quiere saberlo?
—Se lo he preguntado, ¿no?
El marqués siguió mirándolos, como si pudiera leer en el interior del alma de cada uno de ellos. Jonathan vio de reojo que Basilio movía la cabeza, apesadumbrado.
—Muy bien —dijo entonces su anfitrión, encogiéndose de hombros—. Síganme, pues.
Les dio la espalda y se internó de nuevo en el Museo de los Relojes.
—Billy... —protestó Marjorie.
—¿Qué es lo que tiene que enseñarnos? —preguntó su marido—. ¿Nos entretendrá mucho?
—En absoluto. Pero han sido ustedes quienes han preguntado, ¿no?
Bill se quedó pensativo un momento. Después se encogió de hombros y dijo:
—¡Qué diablos! Me pica la curiosidad, ¿sabe?
Echó a andar tras el marqués, y Marjorie, con un suspiro que más bien pareció un resoplido, lo siguió. Cerraban la marcha Jonathan y el viejo portero; pese a que este solo hablaba español y la conversación se había desarrollado en inglés, parecía comprender mejor que ellos lo que estaba sucediendo.
Jonathan se sentía inquieto. La lógica le decía que no había nada peligroso en una colección de viejos relojes; sin embargo, su instinto había captado algo siniestro en la figura del marqués.
—Por aquí, por favor —dijo este con amabilidad, sonriendo a sus invitados.
Y los relojes seguían sonando en tictacs acompasados, como si susurrasen su aprobación.
E
l marqués los guió hasta una puerta cerrada al fondo de la sala de los relojes. Extrajo un manojo de llaves de uno de los bolsillos de su chaqueta, y fue entonces cuando Jonathan se dio cuenta de que la puerta tenía varias cerraduras. Pasaron unos minutos antes de que el marqués las abriera todas y el interior de la estancia fuese visible para los visitantes.
Los tres Hadley entraron tras el marqués y miraron a su alrededor. Se encontraban en una habitación que parecía una prolongación del museo, porque también en ella había vitrinas y estantes. Sin embargo, se trataba de un cuarto pequeño, fresco y oscuro.
—¿Más relojes? —dijo Bill, entre socarrón y decepcionado.
—Seis relojes más —confirmó el marqués—. Sumados a los quinientos noventa y siete del museo, que usted se ha tomado la molestia de contar, suman más de seiscientos. Seiscientos tres, para ser exactos.
Jonathan no pudo reprimir una sonrisa ante la expresión de desconcierto de su padre y el elegante desquite del marqués. Sin embargo, aquella habitación en penumbra le producía una extraña inquietud.
—¿Por qué hay tan poca luz aquí? —preguntó.
—Porque los excesos ambientales podrían dañar las piezas —fue la respuesta—. Mantengo esta habitación a temperatura media, con una luz tenue, y también la preservo de ruidos estridentes, de modo que les rogaría que no levantasen la voz. Estos relojes son muy delicados.
—Bien, pero no lo comprendo —dijo Bill—. No pretenderá hacernos creer que estos relojes lo obligaron a cerrar la exposición...
—Intentaré explicárselo, señor Hadley. Verán, por unas razones o por otras, todos los relojes de la sala que ustedes acaban de visitar son auténticas piezas de museo. Ya sea por su acabado, por su antigüedad, por su composición, por su trabajo artístico o por su rareza. Pero estos seis relojes son infinitamente más valiosos. Se los mostraré uno por uno, pero, por lo que más quieran, no toquen ninguna de las piezas. Por su propio bien.
—¿Es una amenaza? —gruñó Bill.
—Solo un consejo —respondió el marqués con suavidad—. Originariamente, esta sala formaba también parte del museo, y solía mostrarla como colofón del recorrido por la colección. Por tanto, otros ya visitaron esta sala antes que ustedes. Pero algunos no siguieron mis indicaciones y hubo... en fin... ¿cómo describirlo?... Consecuencias desagradables... por así decirlo. En otras palabras: es mi obligación advertirles de lo peligrosos que pueden llegar a resultar estos relojes, de modo que, si ustedes desoyen esas advertencias, no me hago responsable de lo que pueda sucederles.
Bill se le quedó mirando con escepticismo.
—¡Bah! —dijo finalmente—. Está usted loco, ¿lo sabía?
—Tal vez —sonrió el marqués—. Pero le aconsejaría que escuchase lo que tengo que contarles antes de juzgar.
Bill Hadley se encogió de hombros.
—Como quiera. Estamos de vacaciones, tenemos todo el tiempo del mundo, ¿verdad?
El marqués sonrió de nuevo y los guió hasta la primera vitrina. En ella descansaba un antiguo reloj de bolsillo, de plata, de manecillas finamente repujadas. Estaba entreabierto; en la parte exterior de la tapa se distinguían aún los borrosos contornos de un escudo de armas. En la cara interna había una inscripción latina que rezaba:
Redde Quod Debes
—«Redde Quod Debes» —leyó el marqués—. Significa «Paga tu deuda». Este reloj era la posesión más preciada de un zapatero que vivió en el siglo xviii. Se trataba de una joya que había pertenecido a su familia desde hacía un par de generaciones. Pues bien, el zapatero murió asesinado por un noble que no quiso pagar el precio acordado por un par de zapatos y, en el calor de la disputa, sacó la espada y lo mató. Aunque no había sido esta su intención primera, lo cierto es que ello no impidió que el aristócrata se deshiciese del cuerpo tras robarle sus escasas pertenencias sin el menor escrúpulo. El crimen fue silenciado y el noble hizo grabar en el reloj su escudo de armas. Pero poco después apareció misteriosamente en su interior la inscripción «Redde Quod Debes». Aunque el grabador juró y perjuró que él se había limitado a cincelar el escudo de armas en el reloj, el aristócrata no le creyó, y se encargó de que no pudiera contarlo a nadie, por si acaso.
»Lo cierto es que ese reloj había caído bajo el peso de una maldición, y se cobró el precio de la muerte del zapatero... con la muerte del noble. El reloj le robó tiempo de vida mientras estuvo en su poder; cuando su nuevo dueño se dio cuenta de que el artefacto maldito era el causante de su envejecimiento prematuro, trató de deshacerse de él, pero ya era tarde. El asesino del zapatero tenía treinta y cinco años y presentaba el aspecto de un frágil anciano de no menos de ochenta. No tardó en morir.
»Este objeto sigue estando maldito, y por eso es peligroso. Se alimenta de tiempo. Y hace muchos años que no lo toca nadie, de modo que está particularmente hambriento. Si se fijan, verán que el escudo de armas empieza a desdibujarse, pero la inscripción sigue tan clara como el día en que se manifestó inexplicablemente sobre el reloj.
Bill Hadley miró a su familia alzando las cejas en un gesto significativo. Tuvo el detalle de no decir en voz alta lo que pensaba de aquella historia, pero para Jonathan estaba bastante claro.
El marqués pareció haber captado el gesto de su invitado, porque le dirigió una inquietante mirada. No dijo nada, sin embargo; se limitó a guiarlos hasta el siguiente reloj.
Era un aparato compuesto por barras verticales y un curioso mecanismo parecido a un péndulo con varias ruedas dentadas, que hacían que dos de las barras subiesen y bajasen rítmicamente, con un chasquido parecido al tictac convencional. Jonathan había visto algún artefacto parecido en la sala anterior, pero ninguno tan grande.