La mirada de Helena vagaba por el paisaje; evitó mirar a la cara a Richard, porque temía no poder contener las lágrimas cuando dijo:
—A veces creo que estoy condenada a pagar por todos los pecados que cometieron mis padres. Sus pecados contra el decoro, contra la sociedad, contra las convenciones y la moral. —Soltó una carcajada amarga—. ¿No es eso lo que se entiende por pecado original, el pecado heredado?
—No debe usted pensar de esa manera —dijo Richard rápidamente, pero Helena lo interrumpió. Lloraba de rabia.
—Pero es así. ¡Así ha sido siempre! ¡Nunca he tenido elección!
Volvió la cabeza violentamente, avergonzada por su estallido, por su debilidad, por su impotencia. Richard dejó caer la chaqueta en la hierba, agarró su mano y la atrajo hacia sí con tanta suavidad como decisión.
—¡Claro que sí, claro que la tienes! ¡Ven conmigo, Helena!
Ella se lo quedó mirando, asustada por ese giro para ella tan sorprendente. Él la rodeó con un brazo mientras con la mano libre le enjugaba con cuidado las lágrimas. Helena vio cómo su rostro duro, anguloso, se dulcificaba; vio calidez en sus ojos.
—No tienes por qué quedarte aquí con él. ¡Hay tantas cosas en este mundo que me gustaría enseñarte, que querría vivir contigo!
Ella permitió que la estrechara más, que sus labios le dibujaran en la mejilla las palabras que iba pronunciando.
—Ven conmigo y te prometo que todo irá bien.
—Yo... no puedo —dijo a duras penas Helena, sintiendo al mismo tiempo a su pesar cómo se desmoronaba en ella toda resistencia; se arrimó cariñosamente a Richard, a su pecho ancho, que tan reconfortante era y tanta seguridad prometía.
—Sí, claro que puedes —murmuró Richard contra su piel—. Nadie puede obligarte a permanecer aquí. Vente conmigo a los Estados Unidos, a Australia, donde tú quieras. Nunca te obligaré a nada, nunca exigiré nada de ti. Solo quiero que seas feliz por fin. No eres una mujer que haya nacido para sufrir.
Eran esas las palabras que echaba de menos en Ian y que nunca habían llegado a sus oídos, esa la sensación de cercanía que le había sido negada hasta el momento y que hizo que sus labios buscaran los de Richard.
Sus besos no tenían la pasión glotona de Ian; eran como él: consistentes, reconfortantes, y Helena deseó que aquel momento fuera eterno. Cuando se despegaron sus labios, él la estrechó entre sus brazos y se rio suavemente.
—Tendría que haberte robado en aquel momento, haberte sacado inmediatamente de aquel espantoso baile. —Llevó su mano a la mejilla de ella y le alzó la cabeza con mucha delicadeza para mirarla a los ojos, con determinación y ternura—. No tienes que precipitarte. Me quedaré en Darjeeling hasta que hayas tomado una decisión. Te esperaré, Helena.
—
Huzoor
la espera a usted en su habitación,
memsahib
.
—
Shukriya
, gracias, dile que voy enseguida —repuso Helena a la chica de una manera mecánica, sin apenas mirarla cuando se retiró con una breve reverencia para cerrar la puerta con suavidad.
Le sobrevino una sensación de calor y de frío al mismo tiempo cuando se miró en el espejo del tocador. Su reflejo le resultaba extraño, aunque se reconocía. El sari de color rojo anaranjado, el pelo que le caía por la espalda en suaves ondulaciones gracias a una pomada que olía a flores, los grandes ojos de color verdiazul en su rostro dorado, oscuros a la luz de los quinqués y, sin embargo, con un resplandor nuevo, desacostumbrado en ellos.
Desde el jaleo y la agitación en la casa, las voces y las risas de esa tarde que anunciaban el regreso desde Calcuta de Ian y Mohan Tajid tras casi dos semanas de ausencia, ella había tratado de retrasar aquel momento. Caía ya la noche y no había escapatoria posible. Más por mala conciencia que por dispensarles una bienvenida alegre había encargado en la cocina que prepararan cordero asado y
masala bata
. Por otro lado, no dejaba de mirar una y otra vez el paquete que había bajo la ventana, encima de un taburete: envuelto en fino papel de seda estaba el chaleco que había encargado confeccionar a los Wang para Ian y que ellos habían enviado en su ausencia. Ya no sentía ninguna ilusión por esa prenda. La belleza del tejido, su resplandeciente suavidad y sus intensos colores habían perdido la gracia; solo le traían el recuerdo de cosas que trataba de olvidar.
¿Había hecho algo malo? No lo sabía. Parecía como si durante la última semana hubiera perdido todo el sentido de lo que era bueno o malo, correcto o equivocado. El día anterior se había despedido de Richard allá arriba, en el cruce de caminos; ella había tomado hacia la izquierda, hacia la plantación, y él hacia la derecha, cuesta abajo, hacia Darjeeling. También allí él la había besado una última vez y le había arrancado la promesa de que le enviaría una nota a su hotel siempre que le necesitara para algo. Le daba pavor presentarse ante Ian. No eran los besos de Richard, sino la idea de una nueva vida sin Ian lo que la hacía sentirse tan culpable. Aquella idea desde hacía dos días la asaltaba, la desasosegaba, no la dejaba en paz ni un solo minuto. ¿Sería realmente capaz de abandonar a Ian, de dar la espalda a la India para siempre? ¿De verdad podría marcharse a otro país desconocido, comenzar otra vez de cero con otro hombre? Estaba muy cansada, tenía el corazón cansado por toda la agitación, por los sentimientos en constante pugna, y no anhelaba otra cosa que la calma, esa calma que sentía estando con Richard. ¡Era tan distinto de Ian! Sincero, directo, sin abismos tenebrosos. El desgarramiento de la presencia de Ian precipitaba a Helena a un remolino de extremos. Sin embargo, lo más tormentoso, lo que siempre dejaba a un lado pero que volvía a aparecer sin que lo llamara, era Jason. ¿Sería capaz de exigirle que volviera a ponerle por completo del revés con sus pocos años de vida, que se acostumbrara a un país nuevo, a una familia nueva? Helena se sentía miserable por la decisión que se veía obligada a tomar. ¿Qué era lo correcto, qué era lo equivocado? No lo sabía, y en ese momento se sentía una mujer mayor.
Se levantó a regañadientes de su asiento y apagó la llama de los quinqués. En algún lugar, el cielo nocturno se iluminó brevemente varias veces, poniendo en evidencia las nubes ocultas por la oscuridad que desde el día anterior cubrían el horizonte: la primera señal de la época de lluvias que llegaba desde el sur y que haría más bochornosos los días y más suaves las noches. Los pocos pasos que separaban una puerta de la otra le parecieron interminables. Los pies le pesaban como el plomo.
Ian estaba sentado inmóvil en un sillón frente a la chimenea, con las lustrosas botas de montar sobre un taburete, mirando fijamente las llamas. Helena se quedó inmóvil en la puerta, insegura acerca de cómo debía conducirse.
—Buenas tardes, Ian —logró decir finalmente—. ¿Habéis tenido buen viaje? —Sus palabras le sonaron falsas incluso a ella.
—Gracias —respondió Ian en un tono cortante, y el frío que sintió la dejó sin respiración.
Era eso lo que había temido durante las semanas de la cosecha, ese cambio repentino de humor que había experimentado tantas veces y para el que nunca estaba preparada. Se esforzó por combatir el temblor que sentía crecer en su interior.
—Según me han dicho, te has divertido de lo lindo durante mi ausencia —añadió él, encendiéndose un cigarrillo—. ¿Tenías que ponerme los cuernos ante los ojos de toda esta casa y de los de medio valle?
Sus palabras fueron para ella como un latigazo.
—No he hecho nada malo —intentó defenderse, sabiendo de antemano que era inútil. ¡Qué ingenua había sido al pensar que su ausencia continuada del hogar podía pasar inadvertida! Hasta la más simple de las criadas habría sido capaz de sacar conclusiones de la visita del
sahib
forastero y la duración cada vez más prolongada de los paseos a caballo de la
mensahib
.
Él se levantó a la velocidad del rayo, arrojó a la chimenea el cigarrillo recién encendido y la agarró tan fuerte del brazo que se le escapó un grito de dolor e hizo que se le saltaran las lágrimas.
—Ian...
—Si me tienes que convertir en un cornudo, no lo hagas al menos en mi casa, ni en mis tierras. Guarda las formas y la decencia al menos —dijo entre dientes, agarrando con más fuerza el brazo de Helena. Levantó rápido la mano y ella se encogió, pero el esperado golpe no llegó.
Con cautela parpadeó, lo miró entre lágrimas. Él la estaba mirando sin más, sin aflojar la presión.
La negrura de sus ojos, ese abismo horrible al que ella se asomaba ahora al mirarlo, le dio miedo, un miedo que nunca había experimentado antes.
—Suéltame —susurró con la voz ronca en un intento poco decidido por liberarse.
Ian la atrajo violentamente hacia sí. Helena apenas podía respirar y, además del grito por el susto, se le escapó un suspiro de alivio, de deseo colmado, cuando él presionó sus labios sobre los suyos, algo doloroso y delicioso a la vez. Sus manos toscas recorrían su cuerpo, le hacían daño pero despertaban dentro de ella un placer tremendo, ardiente, que la hacía suspirar, atraerlo hacia sí y al mismo tiempo repelerlo, llena de deseo y de odio y de desesperación.
—Eres mía, Helena, mía —susurró él con aspereza; sus palabras le quemaban los labios, la abrasaba el aliento de él en el cuello, en la piel.
Ian le dejaba marcados los dientes. La fina seda del sari se desgarró y su piel ardiente entró en contacto con la calidez del cuerpo masculino. Creyó morir de deseo y de cólera. «Mía, mía.» Resonaban en ella sus palabras distorsionándose como el graznido ronco de un cuervo: «Mía, mía, mía...»
—No —se oyó decir, primero en voz baja y ronca y luego en un tono más imperioso—. ¡No, jamás! —Una rabia pura se agitaba en ella proporcionándole fuerzas para pegarle, para darle patadas, para quitarse de encima esa sensación de ahogo, para luchar por su vida, por su alma. Se zafó de él, tropezó y cayó al suelo; pero estaba libre y, agarrando los jirones de su sari, fue dando tumbos hasta la puerta y la abrió de golpe.
—¿Adónde vas a ir? —le perforó la espalda la voz de Ian, vibrando como la de un desconocido, con un sonido metálico.
—¡Me da lo mismo! —Se oyó como desde muy lejos, entre lágrimas y sollozos—. ¡Pero lejos, muy lejos de ti!
Huyó a trompicones por el pasillo hasta su habitación. Pese al pánico que sentía, pese a toda la confusión, una parte de ella se mantenía fría y despejada, alarmantemente tranquila. Como si hubiera repasado mentalmente mil veces cada paso de la fuga, despabiló los quinqués con las manos temblorosas, sacó a Yasmina del sueño ordenándole que la ayudara a empaquetar sus cosas, se puso una blusa y los pantalones de montar y echó mano de los objetos más necesarios.
—¿Qué ha sucedido?
Sin que ella ni Yasmina lo hubieran oído, Mohan Tajid estaba en la puerta, impecable con su traje claro y su turbante escarlata, tranquilo y serio. Su presencia hizo que se disolvieran en la nada los nervios y la actividad frenética de la habitación. Helena lo miró inclinada sobre la montaña de prendas de vestir extendidas encima de la cama. Por un breve instante se le pasó por la cabeza el aspecto lamentable que debía de tener, llorosa, con el rostro enrojecido e hinchado y el pelo revuelto, pero no le dio mayor importancia.
—Estoy haciendo las maletas —dijo con sobriedad, y prosiguió con la elección de las prendas más sencillas entre aquel barullo de sedas de alegres colores y muselinas bordadas.
Mohan Tajid asintió con discreción.
—Supongo que tendrá usted un buen motivo para tal cosa. —Cerró con suavidad la puerta y caminó hacia el centro de la habitación mirando a las dos mujeres—. ¿Adónde pretende ir?
—A Darjeeling; allí encontraré seguramente una habitación, para empezar.
—¿Y Jason?
Helena se quedó helada y tragó saliva. Era su punto débil. Pero tenía que ser así; no podía quedarse ni siquiera por Jason. Apretó los dientes y levantó la barbilla con decisión.
—Mañana lo sacaré de la escuela.
Mohan Tajid volvió a asentir con la cabeza.
—No la voy a persuadir para que se quede, ya que es evidente que usted no desea tal cosa. Probablemente con toda la razón —dijo, con un suspiro—. Solo quiero pedirle una cosa.
—¿Qué? —Helena se arrepintió al instante del tono impertinente de su voz, pero Mohan sonrió apenas, con calidez, con apenas algo más que un centelleo en sus ojos.
—Algunas horas de su tiempo. Quiero contarle a usted una historia.
—¿Una historia? —Helena se lo quedó mirando sin entender. Mohan asintió con la cabeza.
—Creo que no importa realmente si se va usted ahora mismo o algo más tarde. Si usted desea marcharse lo hará también dentro de tres o cuatro horas. No le pido nada más, solo algunas horas. —Captó el escepticismo de Helena y alzó las manos en un gesto encantador—. ¡Sin trucos! Solo una historia... y una taza de té.
Helena pugnó consigo misma, pero finalmente se impuso la confianza que le tenía a Mohan Tajid y consintió.
—Bien, de acuerdo.
Él la llevó con delicadeza hasta uno de los gruesos cojines, se sentó con las piernas cruzadas en otro, a su lado, y, mientras Yasmina servía el té recién hecho y humeante en sus tazas, comenzó su relato.
Aquello que más ama una persona
es lo que acabará finalmente por destruirla.
P
ROVERBIO GRIEGO