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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

El cielo sobre Darjeeling (39 page)

Winston había recibido instrucciones muy precisas sobre la manera en que debía acercarse a un soberano, pero su instinto le aconsejaba no dar muestras de humildad, así que, cuando llegó a la mesa, se detuvo y alzó la vista.

Dheeraj Chand debía de contar ya sesenta años. Las patillas que asomaban por debajo del turbante eran prácticamente blancas, igual que su bigote. Aunque entrado en años y en carnes, todavía se adivinaba en él el guerrero flexible de días pasados. Los dos hombres se estudiaron, calculando sus fuerzas. Pese a la distancia, Winston notó la frialdad y la dureza pétrea de los ojos oscuros de Chand, tan diferentes de los del joven que estaba a su derecha, junto al trono, vestido exactamente igual: pantalones blancos de montar, chaqueta blanca hasta la rodilla con bordados dorados que se repetían en la banda escarlata y el turbante. Sin embargo, los unía un cierto parecido, si bien el de menos edad, solo un poco más joven que Winston, el inglés que se presentaba ante ellos mostrándoles tan poco respeto, tenía una mirada tanto curiosa como divertida. Cuatro guerreros rajputs empuñando las espadas, preparados para la lucha, flanqueaban por ambos lados el estrado.

—Soy Dheeraj Chand —perforó aquel silencio finalmente el rajá, levantando la mano derecha adornada con gruesos anillos—. El menor de mis hijos, Mohan Tajid Chand.

—Vuestra Alteza, vengo por encargo de Su Majestad de Inglaterra, la reina Victoria —repuso Winston con no menos decisión y en un impecable hindustaní. Juntó los tacones y se llevó la mano a la sien en un saludo militar—. Capitán Winston Neville.

2

Durante una pequeña eternidad, Dheeraj Chand examinó de arriba abajo y en silencio al soldado, que sostenía imperturbable su mirada sin pestañear siquiera. Winston notó que le resbalaban algunas gotas de sudor frío por la espalda y se le pasó por la cabeza que el rajá iba a expulsarlo sin más del palacio o a entregarlo como alimento a las fieras salvajes, pero, a pesar de ello, se mantuvo impávido.

—O bien es usted especialmente arrogante o especialmente valiente —cortó finalmente el silencio la voz profunda del príncipe.

—Ni una cosa ni otra, Vuestra Alteza. Me presento como emisario de la Corona ante el soberano de otro país. Nada más y nada menos —replicó Winston con voz firme.

Dheeraj Chand apoyó la barbilla en su mano y miró a Winston con interés evidente.

—Una respuesta inteligente. En cualquier caso, parece disponer usted de unos conocimientos extraordinariamente buenos de nuestro idioma. Hay que recompensar eso de alguna manera.

Dio una palmada y Winston oyó a su espalda un susurro leve, como de alas de innumerables pájaros. Las criadas, que habían permanecido en cuclillas, en silencio, inmóviles como estatuas, acudieron con tanta gracia como presteza a quitar las tapas cinceladas de algunas de las bandejas y fuentes que debían mantener calientes los manjares que contenían.

El rajá se incorporó con majestuosidad y bajó los escalones del estrado.

—Sea hoy mi invitado, capitán Neville.

Cruzándose de piernas, se sentaron en los cojines que rodeaban la mesa, el príncipe frente a Winston y su hijo entre ambos. Ni siquiera en esa postura parecía Chand menos digno y poderoso que en su magnífico trono. Sus cuatro guardias se apostaron a una distancia prudente pero lo suficientemente cerca para atacar en cuestión de segundos en el caso de ver peligrar la vida o la integridad de su soberano.

—No creo que sea usted un hombre de circunloquios —comenzó el rajá la conversación entre dos bocados de pollo al curry—. ¿Le han enviado a usted por esa razón?

Winston consiguió tragarse la sorpresa con el
dal
de verduras. La franqueza con la que Chand acababa de preguntar sobre el motivo de su presencia allí no se correspondía con la imagen de astuto estratega hábil en evasivas que le habían descrito.

—Me han enviado para ofrecer a su país la protección de la Corona. —En ese preciso instante supo que había caído en la trampa que Chand le había tendido con su pregunta.

—Si mi país necesitara la protección de una potencia extranjera, yo habría perdido todo derecho a ser su soberano y merecería una muerte deshonrosa. —El duro y metálico tono de Chand hizo vibrar las copas de humeante
chai
. Sus ojos oscuros, apenas entornados, quedaron fijos en Winston—. En realidad lo único que importa es obtener la soberanía exclusiva sobre la India, hasta en los rincones más apartados del desierto y del Himalaya. «Yo soy el Señor, tu Dios, y no debes tener a otros dioses aparte de mí», ¿no es eso lo que dicen vuestras Sagradas Escrituras?

—Vuestra Alteza, solo es una cuestión de tiempo que nosotros... —El rajá lo interrumpió chasqueando la lengua, disconforme.

—Nada de amenazas, capitán. —Sacudió la cabeza circunspecto, casi afligido—. Tiempo... ¿Qué sabe vuestro pueblo sobre el tiempo? —Había en su mirada, como un diamante negro, cierto desprecio—. Lo medís con vuestros relojes; bonitos juguetes... yo poseo unos cuantos. Son pequeñas obras maravillosas hasta que uno los desmonta y entiende su mecanismo. Vosotros calculáis por generaciones, avanzáis a toda prisa sobre las vías de vuestras máquinas de vapor, pero esa no es la esencia del tiempo. El tiempo es una rueda que gira incesante gracias a los sucesivos ciclos de creación y destrucción. Uno solo de esos ciclos es un día y una noche de Brahma, el Dios de la creación, y abarca cuatro eras del mundo o varios millones de años humanos. El universo se origina con el nacimiento de Brahma y se destruye con su muerte; entonces el ciclo recomienza. A pequeña escala, nuestra alma inmortal, el
brahman
, repite este ciclo de muerte y resurrección hasta que conseguimos alcanzar la
moksha
, la liberación. Eso es el tiempo, capitán Neville.

—Puede que usted lo vea de esta manera —replicó Winston con acritud—, pero...

—Vivimos hoy en día en la era del
Kali Yuga
, la era del vicio y de la violencia, de la ignorancia y la codicia. Y no son solo las riquezas de la India lo que queréis poseer. Sobre todo queréis poder, solo por el poder mismo. Pero vuestro tiempo aquí se está acabando. ¿No conoce la historia de la batalla de Plassey?

»La famosa batalla de Plassey... Corría el 23 de junio de 1757 cuando Robert Clive, en una memorable hazaña militar, venció con un contingente de tropas muy inferior a Siraj-ud-Daula, el
nawab
de Bengala, asegurando con ello la hegemonía militar de los británicos en Bengala, el comienzo de la dominación inglesa sobre la India.

»Desde entonces se dice que vuestra dominación durará solamente cien años antes de extinguirse en torrentes de sangre. Solo faltan trece años para ese momento. No os queda ya mucho de vuestro “tiempo”...

—No concedo ningún valor a las profecías —repuso Winston con vehemencia—. No hay ningún destino ineludible, solo existen el libre albedrío y sus consecuencias.

Dheeraj Chand se lo quedó mirando un buen rato antes de tomar de nuevo la palabra. Habló en un tono de voz muy bajo, alarmante, enfatizando cada palabra.

—Usted habla nuestro idioma, capitán Neville, pero de la India tiene tan pocos conocimientos como de la vida misma. Si no tiene cuidado, lo pagará usted caro algún día, igual que su pueblo. Le había tenido por una persona más inteligente. Queda usted exonerado por hoy.

—Vuestra Alteza, yo... —se atrevió Winston a protestar, pero el rajá le interrumpió con un exabrupto y un brillo colérico en los ojos.


¡Fuera de aquí!

Winston se levantó trastabillando y realizó una reverencia mecánica. Como en trance, percibió que caminaba a lo largo de la alfombra roja, que se abrían las hojas de la puerta y volvían a cerrarse tras él. En ese mismo estado de letargo caminó por los corredores desiertos, en cuyas paredes resonaban ruidosamente sus pasos. Ni siquiera se preguntó dónde se había metido Bábú Sa’íd. Únicamente daba vueltas a la derrota que acababa de sufrir.

Estaba tan afectado que no sentía rabia, solo horror y vergüenza. Nunca en su vida se había sentido tan humillado. Dheeraj Chand le había hablado y sermoneado como si fuera un escolar y al final lo había echado sin contemplaciones, nada menos que a él, que desde que se sostenía en pie había destacado siempre por su saber y por su lógica cautivadora, a él, que estaba acostumbrado al reconocimiento y al elogio, tanto de sus profesores como de sus superiores, por su rendimiento, por su aplicación y por su arrojo.

Su memoria entrenada en el ejército encontró el camino de vuelta por aquellos pasillos laberínticos y, sintiéndose un perro apaleado, abrió suavemente la puerta de la habitación en la que estaba alojado, con la esperanza de no encontrar allí a Bábú Sa’íd para no tener que contarle lo sucedido y perder prestigio frente a su cipayo.

Sin embargo, esos pensamientos se disiparon súbitamente por el asombro increíble que le causó ver al entrar que el Bábú Sa’íd y el hijo del rajá interrumpían su animada conversación y se lo quedaban mirando a la cara.

—¿Cómo, por todos los diablos...? —se le escapó a Winston en inglés cuando cerró la puerta. Podía leerse en sus rasgos que estaba meditando febrilmente cómo el joven Chand, que poco antes estaba sentado con el príncipe y con él en el salón del trono, podía estar ahora en su habitación sin síntomas de ahogo por la carrera y, al parecer, inmerso desde hacía rato en una conversación con su cipayo.

Mohan Tajid volvió a arrellanarse en el sillón con una sonrisa pícara en su rostro barbilampiño.

—¡No hay palacio rajput que no tenga sus pasadizos secretos! Yo, que me he criado aquí, he tenido tiempo y razones suficientes para conocer y explorar la mayoría de ellos. Rajputana es ciertamente la tierra de los milagros y de la magia, pero no todo lo que parece obra de brujas a primera vista sigue siéndolo tras una segunda mirada.

Winston necesitó algunos instantes para darse cuenta de que el joven Chand le había hablado en un inglés con mucho acento pero correcto. No lograba salir de su asombro.

—¿Dónde ha aprendido usted tan bien nuestro idioma... Vuestra Alteza? —se apresuró a añadir acordándose de las reglas de cortesía.

La sonrisa de Mohan Tajid se ensanchó.

—¡Justamente eso me gustaría también preguntarle, capitán Neville! Eso y algunas cosas más. —Inclinó la cabeza hacia Winston—. Llámeme simplemente Mohan Tajid.

La desconfianza propia del soldado hizo acto de presencia en el rostro de Winston, que se oscureció un tanto.

—¿Sabe Su Alteza el rajá que está usted aquí?

Mohan Tajid se puso repentinamente serio.

—No. Y lo mejor es que no se entere. —Bajó la voz—. Aquí, con frecuencia, las paredes tienen ojos y oídos que son muy difíciles de descubrir incluso para los iniciados. ¡Venga usted! —Se levantó rápidamente y se acercó a grandes pasos silenciosos a la pared de enfrente. Se puso entonces a palpar el friso de madera que recorría todas las paredes de la habitación. Sin hacer ningún ruido, una losa de la altura de una persona se abrió hacia dentro poniendo al descubierto una abertura negra como boca de lobo. El joven Chand agarró un candil de la mesa más próxima y, con un gesto, indicó a Winston que lo siguiera.

Winston titubeó. ¿Y si se trataba de una trampa? ¿Podía fiarse del hijo del rajá? Mohan Tajid lo esperó pacientemente. El joven hindú, casi de la misma estatura que Winston, era delgado y estaba bien entrenado. Oscura como madera pulida, su piel contrastaba con el blanco resplandeciente de su uniforme. En sus ojos negros brillaba el placer de la aventura, pero Winston no vio ni rastro de perfidia o malicia en ellos. Pese a que su sentido común le ponía sobre aviso, su instinto le aconsejaba fiarse de Mohan Tajid, así que asintió con la cabeza. Con un gesto indicó a Bábú Sa’íd que lo esperara allí y se adentró en la oscuridad. Mohan Tajid volvió a cerrar la losa tras ellos con un movimiento suave.

Los recibió una mezcla del frío que irradiaba de la piedra y del aire sofocante. Winston se estremeció y al mismo tiempo la frente se le perló de sudor. El pasillo era tan angosto que tenían que avanzar en fila india. El candil que llevaba Mohan Tajid apenas iluminaba el camino. Winston perdió la noción del tiempo y del espacio. No sabía cuánto tiempo llevaban caminando ni en qué dirección cuando Mohan Tajid se detuvo, tan en seco que estuvo a punto de chocar con él.

Oyó un ligero crujido y, por una portezuela, se arrastró detrás de Mohan Tajid para salir al aire libre. Respiró aliviado la brisa nocturna, cálida a esa hora tardía y, sin embargo, ligera y fresca en contraste con el olor a moho del pasadizo secreto. Con cuidado, centímetro a centímetro, Mohan Tajid volvió a cerrar la portezuela. No quería que ningún ruido imprevisto delatara su presencia. Cruzaron de puntillas el patio interior al que habían salido y subieron por la escalera de madera de un rincón, que conducía a una galería con una baranda esculpida delicadamente en madera.

Mohan Tajid le tocó ligeramente la manga de la chaqueta del uniforme rojo y señaló entre las altas columnas de piedra hacia el pasillo bien iluminado que se hallaba justo a sus pies. Winston lo reconoció de inmediato por la pareja de leones de bronce que alzaban sus garras a ambos lados de la puerta. Sabía que los cuatro guerreros rajputs armados hasta los dientes no podían llevar demasiado rato frente a la puerta de su habitación...

Notó que los ojos de Mohan Tajid se posaban en él y respondió a su mirada profunda y sosegada con una inclinación de la cabeza para indicarle que lo había comprendido. Mohan Tajid le hizo entonces otra seña. Desde la galería torcieron hacia un pasillo aparentemente interminable entre cuyas columnas se veía el cielo estrellado del desierto. Winston tenía la camisa pegada a la espalda por el sudor bajo la pesada chaqueta, porque estaban en la época más calurosa del año. La brisa ligera que se colaba entre aquellos imponentes pilares de piedra refrescaba agradablemente.

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