Un instante después sintió que Mohan Tajid lo agarraba violentamente por la manga y tiraba de él para esconderse detrás de una columna de la parte interna del pasillo. Con un movimiento reflejo intentó zafarse del agarrón y no pudo menos que constatar con asombro que había subestimado la fuerza de Mohan Tajid. El joven hindú se arrimó a la columna contigua y se llevó el dedo índice a los labios. Winston se puso a escuchar atentamente, pero excepto el murmullo del viento y el chillido lejano de un animal en alguna parte de aquellas amplitudes no oyó nada. Al cabo de una pequeña eternidad oyó por fin pasos, enérgicos y acompasados, sobre el suelo de piedra. Winston metió barriga y se puso a espiar por encima del hombro: dos rajputs pasaron en ese instante por su lado. El sonido de sus pasos acabó alejándose finalmente entre los muros del palacio. Pasó un buen rato antes de que Mohan Tajid le hiciera una seña con la mano para continuar avanzando por pasillos débilmente iluminados, por salas en semipenumbra, pasando junto a estatuas cuyas sombras parecían seres gigantescos y demoníacos, intuyendo más que viendo pinturas murales y labores de marquetería lóbregas y desdibujadas en la noche. De manera automática, Winston iba memorizando todo el recorrido, los puntos más destacados y los recodos. La bóveda de techo dio paso de nuevo al cielo estrellado. Se hallaban en un jardín.
Winston había oído contar muchas historias de palacios rajputs en infinita sucesión, de siglos de antigüedad, erigidos en medio del desierto, encima de un pozo subterráneo, y las había rechazado por considerarlas mentiras, cuentos fantásticos o, como mínimo, pura exageración. Pero lo que sus ojos vieron esa noche superaba incluso los cuentos más rocambolescos.
El aroma de los nardos flotaba pesado en el aire. La luz plateada de las estrellas y del redondo disco de la luna se derramaba por el patio cuadrado de generosas medidas. Aquella luz brillaba en el blanco de las baldosas del suelo y la concha de la fuente en cuyo centro borboteaba el agua, silueteaba los arbustos y las copas tupidas de los árboles, daba un hálito de color a los pálidos grises de las flores.
—Aquí no nos molestará nadie. —La voz de Mohan Tajid, profunda hasta la irritación para un hombre de su edad, sonó exageradamente alta después del largo silencio mantenido en el camino que les había llevado hasta allí, con un eco delator en las paredes de aquel patio interior abandonado—. Aquí comienza la parte prohibida del palacio —prosiguió—, del cual se dice que está embrujado. Únicamente Paramjeet, el jardinero sordomudo, se atreve a venir aquí. De cualquier modo, todos le tienen por loco, y aquí puede hacer y deshacer como le viene en gana sin sentirse un paria.
—¿Y si nos descubre?
—No nos delataría —fue la sencilla respuesta de Mohan Tajid en un tono que no dejaba espacio a la duda.
Winston siguió al joven Chand por el sendero de losas que daba la vuelta al patio. Contempló meditabundo la muralla, en el lado opuesto, de la que se elevaba hacia el cielo nocturno una torre sin iluminación pero cuya piedra clara resplandecía plateada a la luz de las estrellas.
—¿Por qué piensa la gente que está embrujado este lugar?
Mohan Tajid permaneció en silencio. Winston empezaba a creer que no le había oído cuando le replicó con la voz ronca:
—Es una historia muy larga. —Había en sus palabras una peligrosa agresividad.
Winston comprendió que era mejor no insistir, pese a que le picaba la curiosidad, principalmente por el deje de tristeza que creyó haber percibido también en su voz.
El hijo del rajá lo condujo entre arbustos de jazmín y un rosal trepador en arco hacia un pesado banco de madera tallada en el que se sentó haciendo un gesto a Winston para que hiciera otro tanto.
—¿Por qué estamos aquí?
El joven Chand se miraba las piernas enfundadas en las negras botas de montar, que había extendido cómodamente.
—Tal como he dicho, un palacio rajput está lleno de observadores y de espías secretos, y ni yo mismo sé cuál de ellos habla también el idioma de usted. Sería nuestra perdición si el rajá llegara a enterarse de esta conversación.
—¡Pero si usted es su hijo! —objetó Winston sin entender.
Los dientes de Mohan Tajid resplandecieron en la oscuridad cuando sonrió con una mueca burlona.
—Cierto. Pero para nosotros, los
kshatriyas
, el honor está por encima de la voz de la sangre y la traición seguirá siendo una traición independientemente de quien la haya cometido. Comparado con mis hermanos y hermanas mayores, el rajá es muy indulgente conmigo, pero verme tratar con sus enemigos, eso no me lo perdonaría.
—Entonces, ¿su deseo es tratar con nosotros?
El hijo del rajá permaneció un instante en silencio. Luego se inclinó a recoger una ramita del suelo y empezó a darle vueltas antes de continuar hablando en voz baja.
—No los ayudaré a poner este país bajo su control, lo amo demasiado como para desear eso. Rajputana tiene que seguir siendo independiente. Toda la India debería serlo.
Winston iba a darle una réplica enérgica, pero Mohan Tajid se lo impidió.
—Voy a ayudarle a salvar el pellejo que usted y quienes le han enviado a usted han arriesgado con tanta imprudencia como arrogancia.
Winston se lo quedó mirando con cara de asombro.
—¿Cómo se le ocurre tal cosa? Mañana a primera hora abandonaré el palacio sin haber conseguido nada y regresaré a caballo a Jaipur.
Mohan Tajid lo miró muy serio.
—El rajá tenía razón. Usted no sabe lo más mínimo sobre la India. No irá usted a creer que los guardias apostados frente a su habitación tienen la misión de velar para que nadie perturbe su sueño, ¿verdad?
Winston no sabía qué decir y se sustrajo perplejo a la mirada perforadora de Mohan, que siguió hablando.
—Usted está aquí detenido, Winston. Nada gusta más al rajá que jugar al gato y al ratón, como se dice en vuestra tierra. No le dejará marcharse tan fácilmente, ni hoy ni mañana. Le impresionará con mujeres hermosas, joyas y una vida regalada hasta que usted se haya olvidado de Inglaterra y de su misión. Le ofrecerá jugar una partida de ajedrez y le despreciará si pierde o si quedan en tablas, y le odiará si llega a ganarle. Le enredará en debates filosóficos y políticos hasta que se quede usted sin argumentos o cometa una falta que él pueda interpretar como una ofensa a su honor. Hará que lo acompañe a una cacería, fingirá que ha atentado usted contra su vida y a partir de ese momento no descansará hasta que le haya llevado a usted hasta un rincón del que ya no pueda escaparse para clavarle sus garras con placer. Puede destruirlo a usted, y créame que lo hará.
—Eso es ridículo —exclamó Winston agitado, poniéndose bruscamente en pie—. Soy un emisario de la Corona. Si me ocurriera algo aquí...
—¿Qué ocurriría? Sí, diga —lo interrumpió Mohan Tajid con no menos vehemencia—. Si en algún momento apareciera en efecto un destacamento de soldados ingleses por aquí indagando acerca de su paradero, nadie confesaría haberlo visto. Les habría sucedido alguna desgracia en el desierto, en algún punto entre Jaipur y Surya Mahal. Usted no sería el primero en ser víctima de un destino así. Incluso si existiera algún indicio... Con todos mis respetos hacia su persona, Winston, ¿cree usted realmente que su gente lucharía contra Dheeraj Chand y sus príncipes aliados en una guerra en este territorio inhóspito por un simple capitán del ejército?
Winston no podía menos que reconocer que Mohan Tajid tenía razón, pese a lo que le repugnaba su razonamiento. Miró colérico al joven Chand.
—¿Qué motivos tengo yo para confiar en usted? ¿Cómo puedo saber que no me está tendiendo una trampa? —replicó con acritud.
Una sonrisa se expandió por el rostro de Mohan.
—No puede saberlo, pero tiene que tomar una decisión.
—Pues, si usted está de mi parte, ¿por qué no me conduce por uno de estos pasadizos secretos al exterior mientras todavía es de noche? —le preguntó Winston.
El rostro oscuro de Mohan volvía a estar serio.
—Porque no sé si todos los pasadizos que conducen al exterior se encuentran ahora estrechamente vigilados. Y no estoy de ningún modo de su lado ni del lado del rajá. Solo opino que usted no debería pagar con la vida por su imprudencia y por su ignorancia. —Arrugó la frente alta con un gesto caviloso bajo el turbante y se arrellanó con los brazos cruzados—. De todas maneras, me sorprende esa proposición. Yo le tenía a usted por un auténtico soldado que prefiere la lucha honrosa a una cobarde huida. —Levantó la mirada escrutadora hacia Winston.
Winston, sorprendido en falta, se sonrojó de cólera.
—¿Qué propone usted entonces? —replicó.
—Le voy a decir todo lo que necesita saber para salir de aquí sano y salvo. A cambio, me contará usted cosas sobre Inglaterra.
Winston no pudo reprimir una sonrisa y vio que lo mismo le ocurría al joven Chand. En un entendimiento mutuo se sonrieron mostrando los dientes los dos guerreros de tan distinta procedencia.
—Trato hecho. —Complaciente, le tendió la mano derecha.
Un fuerte apretón de manos selló la alianza entre el príncipe rajput y el soldado inglés.
El patio prohibido que producía la impresión de estar encantado se convirtió en su lugar de encuentro secreto. Paramjeet, el anciano jardinero, encorvado por los largos años de cortar malas hierbas y curtido por el sol, llevaba cada día a Winston una ramita en flor o una fruta y le indicaba por gestos con una mirada conspiradora la hora a la que debía acudir al jardín. Winston ya se conocía a la perfección el camino por el pasadizo secreto y los enrevesados pasillos, y había desarrollado el sentido del oído para captar cualquier sonido sospechoso o el ruido de pasos que hubieran significado un peligro para él.
En las horas robadas, durante el día con el canto de los pájaros y durante las noches con el canto de los grillos, Mohan Tajid le habló de la tradición centenaria de los
kshatriyas
y le expuso su visión del mundo, su religión y su sentido del honor, que estaba por encima de todo lo demás. Winston comprendió que verdaderamente no sabía nada de la India. Comenzó a ver con otros ojos aquel país y a sus gentes. Desde su llegada a la India había aprendido rápidamente las lenguas más importantes, el bengalí, el urdu y el hindustaní, porque no le costaba y porque sabía que era condición indispensable para hacerse merecedor de entrar al servicio de la Corona y ascender. Siempre lo había asqueado la arrogancia de muchos de sus compañeros y superiores, que consideraban la India un país primitivo y a los europeos, sobre todo a los británicos, los elegidos para dominar y convertir en súbditos sumisos de la reina a sus pobladores. También estaba harto de la brutalidad y de la arbitrariedad con la que demostraban a los «morenos» su poder y su superioridad. Sin embargo, no era tampoco uno de aquellos románticos para quienes la India era un paraíso exótico. Siempre se había mostrado indiferente respecto a la India, sin sentir ninguna emoción. Para él era un país que formaba parte del Imperio británico y jamás se había planteado la legitimidad de esa situación. Era un hecho que asumía, sin cuestionarse tampoco su tarea: ser una ruedecita diminuta de la maquinaria que, día tras día, mantenía ese estado de cosas. Centraba toda su atención en prestar servicio de la mejor manera posible para escalar, peldaño a peldaño, en el escalafón militar y hacer fortuna.
No cambió nada su mentalidad, pero empezó a sentir respeto por la historia del país, por sus gentes y su cultura.
En compensación, Mohan Tajid asimilaba con avidez todo lo que Winston le contaba sobre Inglaterra, acerca de la técnica y la ciencia, la historia y las creencias populares. Le acribillaba a preguntas sobre aquel lejano país cuyas tradiciones y cultura conocía únicamente por los libros y las clases de su profesor particular inglés, que por encargo del rajá debía enseñar a sus hijos varones el idioma y las costumbres de su enemigo para poder derrotarlo con sus propias armas.
A Winston le llegó a parecer incluso que estaba siendo más eficiente en las escasas
durbars
que le concedía el rajá. Mientras ascendía y descendía el sonido delicado de las cuerdas de un
sitar
, a veces acompañado por los golpes sordos de la
tabla
, unas criadas encantadoras servían exquisitos platos picantes, especiados y dulces, devorando a Winston con los ojos. Le costaba, pero se concentraba por completo en las palabras de Dheeraj Chand, en sus gestos y miradas. Empezó a desarrollar un sentido para olerse a tiempo las trampas y las indirectas amenazadoras y a sortearlas con elegancia, a circunnavegar las alusiones y preguntas acerca de su misión y las intenciones de la Corona. Aprendió a reaccionar con cortesía y, al mismo tiempo, sin comprometerse y sin poner en duda la autoridad de la reina ni de la Compañía Británica de las Indias Orientales cuando el príncipe hacía ostentación de su poder conduciéndole por las salas suntuosas del palacio o mostrándole desde una almena la impresionante extensión del territorio bajo su soberanía, cuando asistía a una demostración de las artes marciales de los guerreros o cuando Chand trataba de sobornarlo con regalos caros.