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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

El cielo sobre Darjeeling

 

Exitosa novela alemana en la línea de Sarah Lark con una nueva ambientación exótica: la India, en concreto las primeras plantaciones de té en Darjeeling a finales del siglo
XIX
. Cornualles, 1876. Tras la muerte de su padre, Helen decide casarse con Ian, un misterioso extranjero, tan apasionado como rico, que le promete la felicidad en una de las primeras plantaciones de té en Darjeeling.

Para ella, él es el primer hombre de su vida. Pronto la exótica India, con sus colores y sus aromas, hechiza a la joven. Pero ¿será feliz al lado de un hombre que posee un turbio pasado? ¿Dejará él algún día de parecerle un extraño? Los secretos amenazan con destruir una vida de ensueño.

Nicole C. Vosseler

El cielo sobre Darjeeling

ePUB v1.0

Alderick84
15.08.12

Título original:
Der Himmel über Darjeeling

Nicole C. Vosseler, mayo 2012.

Traducción: Jorge Seca

Aporte de: LISP

ePub base v2.0

Dedicado a todos aquellos que,

en las batallas de la vida y del amor,

acabaron con cicatrices pero, sin embargo,

siguen teniendo esperanza, siguen creyendo y amando

I
Helena

Los hijos de los amantes son huérfanos.

L
EÓN
T
OLSTÓI

Prólogo

Argostoli / Cefalonia, 13 de agosto de 1864

Queridas hermanas:

Apenas unas horas después de que estas líneas salgan a vuestro encuentro habremos partido nosotros también, si bien nuestro viaje resultará sin duda más largo y fatigoso. Puedo comprender vuestra preocupación por nuestro bienestar y nuestro estado de salud. Sin embargo, he de deciros que no hemos experimentado hostilidad de ningún tipo, ni durante el período del protectorado inglés ni tras la devolución de las islas Jónicas a Grecia, que tuvo lugar hace solo cinco meses. No me cansaré de repetir que no creáis a ciegas todo lo que publican los periódicos. Nunca hemos recibido otra cosa que atenciones y hospitalidad por parte de las gentes de aquí.

A pesar de todo, después de madurarlo largamente, hemos tomado la decisión de regresar a nuestro país de origen. Ya han pasado siete años desde que dejé Inglaterra y me fui de vuestro lado, siete años he pasado aquí, en este sur dorado, que me han parecido apenas unos meses y una eternidad al mismo tiempo. Londres no es sino una débil imagen en mi memoria: el ruido de sus calles, completamente diferente al ruido de aquí, más fresco y ordenado a su manera; el hollín y la niebla y, sobre todo, la lluvia, la lluvia fría y constante...

Cubriremos casi todo el trayecto en barco, pasando por Italia y Francia, lo cual no solo será más rápido sino también más agradable; la verdad es que tendremos que esforzarnos para no echar alguna que otra mirada nostálgica a estas regiones que han sido nuestro hogar. Si las condiciones nos son favorables, contamos con llegar dentro tres o cuatro semanas a Dover, desde donde os haré llegar noticias nuestras. Mis mejores deseos para Theodore y Archibald, también de parte de Arthur.

La pluma se levantó un instante del papel antes de volver a dejar su grácil rastro en él.

Estaría bien regresar tras todo este tiempo y saber que nuestro padre ya no me guarda tanto rencor y, sobre todo, que no se lo guarda a Arthur. Ojalá dirigiera su mirada al menos una vez hacia su nieta, a la que todavía no conoce.

Os abraza con todo el cariño,

C
ELIA

Cuando dejó la pluma, respiró profundamente, como liberada de una carga, y se levantó con un susurro de faldas. Las campanas de la iglesia anunciaban el final de un largo día de trabajo y su tañido se colaba por las rendijas de las contraventanas que protegían la habitación del calor del estío. La brisa traía consigo el aroma de las rocas abrasadas por el sol y de la vegetación seca. Se acercó a la ventana alta, cuyas hojas estaban abiertas hacia el interior de la alcoba, liberó la aldabilla de su anclaje y empujó hacia fuera las contraventanas para permitir que entrara libremente aquel sonido rítmico, profundo, al que se sumó un chorro de luz vespertina de tonalidades doradas y cobrizas, cálida sin llegar a ser tan cegadora ni ardiente como al mediodía.

El agua de la bahía era un espejo. Argostoli, la capital de la isla, se extendía frente a la ventana: un mar de casas de varias plantas de estilo típico, de un blanco resplandeciente, con la promesa del frescor bajo sus tejados. Entre las casas destacaban las torres de las cuatro iglesias ortodoxas cuyas clamorosas campanas competían entre sí. Pinos piñoneros y cipreses relajaban la rígida geometría del trazado de las calles y de sus edificios. Incluso a esa hora, en la que la gente regresaba a casa después de su jornada laboral, la ciudad tenía un aspecto soñoliento, como si el tiempo fluyera en ella con mayor lentitud.

Dos pastores pasaban en ese momento cerca de una casa solitaria pegada a la ladera de la montaña. Ataviados con pantalones bombachos, camisa ablusada y chaleco, conducían sus cabras dando voces por el terreno rocoso cargado de tomillo. Saludando con una especie de fez blanco, dirigieron cumplidos y frases de despedida a la hermosa mujer del
angglikó
s
sográphos
(«el pintor inglés»), a las que Celia respondió con un gesto de saludo y una breve frase en griego. Luego se quedó mirando cómo proseguían cuesta abajo su camino hacia la ciudad por el sendero de guijarros y se topaban con dos personas, un adulto y una niña de corta edad, que subían la cuesta entre jacintos estrellados y lentiscos muy crecidos de hojas lanceoladas y bayas rojas y negras.

El corazón de Celia comenzó a palpitar más rápidamente cuando reconoció a Arthur, bronceado como los griegos, con el cabello oscuro acastañado por el sol. Iba bien arremangado, con el caballete plegado al hombro; en la otra mano llevaba una tela y caminaba sin preocuparse lo más mínimo por la pintura, que debía de estar todavía fresca.

«Desde mi adolescencia quise vivir, más que en ninguna otra parte, en las costas de Jonia y Ática y en las hermosas islas del Archipiélago, y uno de mis sueños preferidos era ir allí de verdad, a la sepultura sagrada de la humanidad en su estadio joven. Grecia fue mi primer amor, y no sé si decir que será también el último.» De este modo había citado a Hölderlin, el poeta alemán, refiriéndose a sí mismo. Trigueño como un gitano, pero con los ojos de un azul oscuro que parecían transformar en belleza cuanto miraban, la había engatusado para que participara en una aventura que la fascinó desde el primer momento, al igual que lo adoró a él desde el preciso instante en que entró en el hogar paterno para ser su nuevo profesor de dibujo y ambos se inclinaron al mismo tiempo sobre el bloc.

Roma la eterna, Nápoles y Siracusa, Delfos y Corinto, Salamina y Micenas, Patras e Ítaca... Durante dos años fueron encadenando infatigablemente etapas en su viaje sin destino fijo, ebrios de sol y de la felicidad de haber dado el uno con el otro. Finalmente crearon su hogar a los pies de la acrópolis de Atenas, donde Helena vino al mundo en un abrasador mes de agosto de hacía cinco años, y allí, en Cefalonia, habían encontrado el sosiego. Cefalonia, «la isla de los milagros», tal como la llamaban los nativos.

Era la cuna de la cultura occidental lo que fascinaba a Arthur, la tierra de innumerables leyendas sobre dioses y héroes, tierra de pasiones, de lucha y odio, amor y muerte. Cada mañana montaba su caballete y pintaba como un poseso, captando el mar, los peñascos y la luz para fijarlos en el lienzo y devolver a la vida los espíritus de los héroes muertos y de sus seres amados. Los viajeros ingleses, franceses y alemanes estaban ávidos por llevarse a su tierra lluviosa un pedazo de ese mundo eternamente bañado por el sol, y sus amigos sentían nostalgia de países lejanos al contemplar los intensos colores del lienzo que parecían abrasados por el sol. Aquellos viajeros hacían posible el sustento de Arthur y Celia, si bien no era especialmente abundante.

Llegaron hasta ella unas risas mezcladas con palabras sueltas del vigoroso y dúctil idioma griego, y Celia vio a los dos pastores bromear con Helena, que llevaba al hombro el talego con los pinceles y las pinturas de su padre. El cabello de Helena era liso como oro hilado y reflejaba la luz del sol; sus mechones le enmarcaban el rostro como una aureola luminosa y a veces creía uno detectar en ellos un matiz cobrizo.

«
Chrysó mou...
» Celia notó un escalofrío pese a la calidez del sol vespertino.

«
Chrys
ó
mou
, ¡mi niñita querida!», había exclamado la anciana a Helena tendiendo sus dedos torcidos hacia la niñita inglesa embutida en un vestido largo sin mangas.

Estaba sentada en un taburete, a la sombra de una casa, observando ociosa el animado trajín del mercado. Helena se resignó a su destino con sublime docilidad y dejó que la anciana la sentara en su regazo y la besara y acariciara tal y como estaba acostumbrada desde su nacimiento a que hicieran las mujeres griegas. Con alegría manifiesta, aquellas manos nudosas recorrieron su carita bronceada y su pelo rebelde. La anciana le susurró palabras cariñosas hasta que sus caricias adoptaron un ritmo sosegado y continuo. «
Chrysó
, niñita querida, has nacido para ser princesa —la escuchó Celia murmurar con una calma bendita reflejada en el rostro arrugado—. El destino te conducirá a tierras extrañas. Te cortejarán dos hombres, enemigos entre sí, y tú les revelarás el secreto que ata sus propios destinos. Uno de los dos será tu felicidad. ¡Pero no te dejes engañar por las apariencias! Con frecuencia las cosas no son como parecen a primera vista o como tú quieres que sean... —Calló, dejando una tensión en el aire que olía a polvo, cebollas y uvas maduras.

«¿Puede decirme lo que nos espera a mí... a mí y a mi marido?», se oyó preguntar Celia. Sus palabras, pronunciadas venciendo una íntima resistencia, apenas fueron audibles con el vocerío proveniente del mercado.

La anciana no se movió, parecía que estuviera escuchando con atención una voz interior. Luego abrió bruscamente los párpados, arrugados como los de un sapo. Había un deje de rechazo y de compasión en sus ojos empañados. Con el pulgar deforme de la mano derecha se había hecho la señal de la cruz sobre los labios, como para sellarlos, por su propio bien tanto como por el de Celia, quien había sentido como si una mano helada le asiera el corazón.

Apresuradamente había arrancado a la niña asustada del regazo de la anciana bruja y se la había llevado levantando una polvareda con el bajo del vestido, a grandes zancadas, tratando de dejar atrás la ciudad, que, de pronto, empezaba a parecerle amenazadora.

Ya no lograría desprenderse de ese miedo que había comenzado a corroer su amor por el país. Echaría de menos Grecia: la palpable luz del sol que hechizaba, creando nítidos contrastes en el paisaje, los llanos cubiertos de cardos secos, el aroma de carbón vegetal en los pinares de pinos piñoneros, el canto de las cigarras, el resplandor del aire cargado de olores de hojas y de tierra y de sal marina, pero lo cierto era que ya no se sentía segura allí. Con gesto protector posó la mano en su vientre, todavía plano bajo el ligero vestido de muselina, y rezó en silencio pidiendo protección para la criatura no nacida y para su familia.

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