Jason guiñó un ojo a los dos con alegría antes de encaminarse decididamente con Mohan hacia la papelería en la que ya le tenían preparados los libros escolares de la lista de St. Paul.
Helena los vio alejarse, nostálgica. Jason se estaba convirtiendo en un extraño para ella. Espigado, fornido y bronceado por el sol, apenas lo reconocía ya. Cada día que pasaban en la India parecía alejarlo de ella, como si hubiera comenzado a cortar el cordón umbilical que lo unía a su hermana y a llevar su propia vida, primero en Surya Mahal y ahora en los pocos días que llevaban en Shikhara. Pero, pese a ello, Helena se sentía dichosa, porque jamás lo había visto antes tan despreocupado.
—¿Vienes?
La voz de Ian la arrancó de sus cavilaciones. Le ofreció el brazo con una sonrisa y ella lo aceptó. Tomaron una calle que desembocaba en la vía principal que conducía al barullo abigarrado de un bazar. Allí eran los únicos europeos. A su alrededor se agolpaban rostros morenos, cobrizos, dorados, bengalíes, asiáticos, mongoles; gente riendo, charlando, negociando, discutiendo. Mujeres tibetanas con vestidos azules y rojos, adornadas con turquesas engastadas en plata; nepalíes con el rostro curtido por la intemperie; dos monjes budistas con sus túnicas azafrán y moradas, la cabeza rapada, en animada conversación mientras cruzaban el bazar con decisión.
Helena señaló hacia los rastros de polvillo azul, rosa, rojo y amarillo que había tanto en la calle como en las paredes de las casas.
—¿Qué es eso?
—Lo que queda de las fiestas de Joli. Nos las perdimos por muy poquitos días. Toda la India las celebra en primavera para rememorar la quema de la mujer-demonio Joliká. En la primera noche se encienden hogueras en las calles, y en una se quema entre gritos de júbilo una Joliká de bambú y paja. El segundo es el de la fiesta propiamente dicha. Independientemente de la casta a la que cada cual pertenece, la gente se arroja polvos de colores a manos llenas, y por la noche se ofrecen unos a otros dulces y pasteles. —Le hizo un guiño—. Pero ya se acerca la próxima fiesta; en la India siempre hay algo que celebrar.
Los plateros velaban por sus aretes y brazaletes repujados colocados sobre telas de colores; los especieros pesaban en balanzas bolsitas de valiosos polvos amarillos, rojos o verde musgo y trozos grandes de raíces nudosas de jengibre aromático, de color amarillo claro por dentro. Un aprendiz de zapatero, sentado con las piernas cruzadas, perforaba hábilmente con la lezna dos pedazos de piel, mientras su maestro daba forma a un zapato martilleándolo sobre la horma. Colgados por la cabeza de armazones de madera se balanceaban pollos, codornices y pavos. El carnicero musulmán cortaba la carne de la mitad de una vaca ante la mirada atenta de su clientela, mientras su colega hinduista despedazaba una oveja. Un campesino con la voz ronca alababa a grito pelado las virtudes de sus frutos relucientes expuestos al sol. De alguna parte llegaba un tentador olor dulce a canela y cardamomo. Helena se puso a olfatear sin querer la procedencia del aroma.
—¿Te apetece? —Ian le señaló el puesto en el que un hombre barbudo y arremangado pescaba en el aceite hirviendo buñuelos dorados de forma irregular mientras su mujer daba forma a otros con dedos expertos.
El estómago de Helena protestó a pesar de que esa mañana había desayunado abundantemente. Iba a decir que no, pero Ian ya se encaminaba al puesto. Se sacó una moneda del bolsillo del chaleco y regresó con dos buñuelos, cada uno envuelto en un trozo de papel. Le tendió uno a Helena, que titubeó. Ian sonrió de oreja a oreja.
—Venga, híncale el diente... Por aquí se pierde tan pocas veces una
memsahib
que la gente podrá soportar verte comer en público.
Helena dio un mordisco con resolución y no pudo reprimir un gemido gozoso. La fina costra espolvoreada con azúcar estaba caliente y crujiente, por encima del sabor agridulce de diferentes frutos a temperatura tibia, casi fríos.
—
Phaler bora
, de Bengala —aclaró Ian, y añadió con una sonrisa de satisfacción—: Sabía que te gustarían.
—¿Adónde vamos? —preguntó Helena entre dos mordiscos.
—Al negocio de mi sastre chino. Casi todos los ingleses mandan hacer sus trajes en la Mall, pero a mí no me convencen ni las telas ni la confección. No tengo en mucho aprecio la faceta inglesa de Darjeeling. Solo aquí, en el barrio asiático, posee esta ciudad un alma.
Lejos del jaleo del bazar, entraron en una casa alta, angosta, completamente insignificante, con la fachada parcialmente revestida de madera y el tejado lleno de ripias. Apenas habían cruzado el umbral cuando un chino bajito y delgado salió a su encuentro apresuradamente desde una habitación lateral. Estrechó cordialmente la mano de Ian y lo saludó con una voz aguda y monótona. Sin embargo, Helena apenas le prestó atención; estaba completamente fascinada por las piezas de tela apiladas en círculo en armazones de madera que llegaban desde el suelo hasta el techo. Habían desplegado también algunas telas sobre la mesa grande del centro. No se cansaba de mirar aquel barullo infernal de colores y estampados, la luminosidad de los tejidos. Las telas eran completamente diferentes de las que le habían mostrado en Londres: más claras, ligeras, de mayor colorido, como si reflejaran la ligereza del aire de las montañas.
El chino gritó algo por encima del hombro y enseguida apareció una chinita que se presentó a Helena como la señora Wang. Le estrechó con entusiasmo la mano, se la llevó a paso rápido a un diminuto cuarto contiguo, apenas mayor que una despensa, y la colocó detrás de un biombo. Antes de que Helena pudiera darse cuenta le había quitado el sombrero, retirado la sombrilla, abierto todos los ganchitos y despojado del vestido. Helena se puso roja como un tomate cuando se vio en ropa interior frente a aquella mujer desconocida. Curtida en aquellas lides, la otra parecía encontrarlo lo más natural del mundo. Se quedó mirando a Helena, luego dio unas palmadas de alegría y exclamó con su hermoso acento:
—¡Qué guapa lady!
—¿Se lo parezco a usted de verdad? —Helena se observó cuerpo abajo con inseguridad. El corpiño le ceñía estrechamente el talle y los calzones le llegaban a media pantorrilla, sobre las medias blancas, con un volante plisado de encaje.
—Por supuesto —corroboró la modista al tiempo que pasaba alrededor de Helena por diferentes partes una cinta métrica que había sacado de un bolsillo de su bata, e iba apuntando números rápidamente con un lápiz en un papel arrugado. Siguió tomando más medidas y anotando—. ¡Mujer tiene que ser como reloj de arena, no como tabla!
A Helena no le dio tiempo de reflexionar sobre esa observación, porque enseguida la exhortó a ponerse el vestido y, apenas le hubo cerrado la china el último ganchito, la acompañó de vuelta al cuarto principal. Allí mandó en un tono imperioso a dos jóvenes larguiruchos hindúes que fueran a buscar pieza tras pieza de tela. Los hacía subir por escaleras de mano tambaleantes hasta el techo, agarraba cada una de las piezas que le alcanzaban y la dejaba caer en el tablero de la mesa sin dejar de hablar alegremente, loando unas veces la tela, otras el color o el modelo, desenrollando encajes de sus marcos de madera y colocándoselos encima.
A Helena se le iban los ojos de un lado a otro. Con cautela, extendió la mano hacia una tela reluciente sobre cuyo fondo blanco se alternaban diferentes bandas de color azul y turquesa, pero no se atrevió a tocarla porque le pareció muy costosa. Levantó la vista cuando se dio cuenta de que Ian se le acercaba.
—¡Vamos, cógela! —La animó con un gesto afirmativo—. ¡Elige lo que te guste!
—Me quedaría con todas —le susurró ella en broma.
Sin embargo, él se encogió de hombros y se mesó divertido el bigote.
—¡Bueno, entonces llévatelas todas! —Se rio ruidosamente cuando vio la cara que ponía—. ¡No mires con esa cara! Elige simplemente aquello que te guste y llévatelo. No te preocupes por lo que cuesta si lo necesitas realmente.
Helena se quedó unos instantes confusa; luego respiró profundamente y comenzó a revolver entre las piezas de tela. Hizo que le mostraran algunas más, comentó con la señora Wang un patrón o un ribete, las formas de los escotes o de los cuellos. De vez en cuando se colocaba una tira de tela en diagonal por encima y miraba inquisitiva a Ian, que mantenía una conversación semejante con el señor Wang y, asintiendo o sacudiendo la cabeza, manifestaba su opinión sobre la elección de Helena antes de centrarse nuevamente, con una sonrisa de satisfacción, en la finura de los tejidos de color gris y marrón para caballeros.
Helena se quedó completamente prendada de una tela de seda china de un vivo azul celeste con un dragón dorado bordado. Tenía intención de ordenar que le confeccionaran una bata con ella. Eligió telas finas, la mayoría blancas o color crema con delicados estampados en diferentes tonos de verde y azul. Optó por un tejido gris luminoso que la señora Wang le recomendó combinar con uno rojo claro. Eligió metros y metros de encaje. Asintió con entusiasmo cuando la señora Wang le sostuvo el modelo en papel de un bordado y le hizo algunas propuestas sobre los hilos que emplearía.
La modista se afanaba sacando flores de seda como por arte de magia, perlas, guantes de seda o piel extremadamente fina o ganchillo. La cubría con las telas para que Helena viera cómo le quedaban, trazaba el boceto del vestido, lo transformaba si no era del gusto de Helena, volvía a dibujarlo de nuevo, proponía enviar telas a su cuñada de Calcuta para que esta diseñara los sombreros a juego. A Helena le zumbaba la cabeza con tantos colores, patrones y cortes, pero no se cansaba de pasar la mano por las telas lisas, sedosas, mimosas.
De pronto, una pieza de tela situada en medio de un estante captó su atención.
—¡Qué preciosidad! —murmuró, absorta en sus pensamientos, acariciando la seda reluciente con estampado de Cachemira en tonos verdes y marrones.
—¡Esta no es tela para dama! —dijo la señora Wang en tono pesaroso—. Está hecha para caballero.
Sin embargo, Helena no podía renunciar a aquella tela. Le recordaba Shikhara, los colores de las plantaciones de té, de los bosques y laderas boscosas, el marrón de la tierra. Disimuladamente miró a Ian, quien con el ceño fruncido hojeaba un catálogo con la atención puesta en las explicaciones del señor Wang. Le quedaría bien a él, pero ¿le gustaría? Era muy pretencioso por su parte elegir algo para Ian, que poseía un gusto exquisito, y sin embargo aquel tejido le parecía justo lo adecuado para él.
—¿Podría usted —bajó la voz hasta convertirla en un susurro, de modo que la señora Wang apenas podía entenderla—, podría hacerle usted un chaleco con esta tela a mi marido? Me gustaría mucho darle una sorpresa.
La modista le tocó el brazo y asintió cómplice, con una sonrisa tan amplia que sus ojos negros eran apenas dos rayas en su cara redonda.
—¡Ya lo creo que lo haremos! ¡Con seda de color castaño oscuro para la espalda!
—Supongo que habrás encontrado ya algo.
Helena se volvió a mirar a Ian y se presionó el estómago con la mano.
—¡Oh, Ian! ¡Me siento muy mal! Me han gustado tantas cosas... ¡Es imposible que me las lleve todas!
Él rio.
—¡Claro que te las llevas todas! ¡Puedo imaginarme inversiones mucho peores para mi dinero! —La miró intensamente—. Quiero que dispongas de mi dinero como si fuera tuyo.
Helena apartó perpleja la mirada. Sabía que debería haberse alegrado de su generosidad, pero no podía. Le dejaba un regusto amargo, como si él intentara compensarla por algo que habría sido más importante para ella. El estrépito y las risas de Jason cuando entró impetuosamente en la sastrería, seguido de Mohan Tajid, la salvaron de tener que darle la contestación que le debía.
—Nela, imagínate, ¡tenían ya todos los libros! Y Mohan me ha comprado algunos más que me han parecido interesantes, y un compás y una regla y montones de cosas. El carruaje irá muy inclinado de atrás, ¡son un montón de paquetes muy pesados! ¿Has encontrado tú algo? —Echó un vistazo al follón de telas, cintas y bosquejos—. Esto me gusta, esto también y esto... bueno... —Arrugó la nariz pecosa con aire crítico y, a continuación, miró a su hermana con picardía—. ¡Por suerte no tengo que ponérmelo yo! —Se zafó juguetón, como si esperara un cachete; en lugar de eso, Ian lo agarró de la nuca y lo empujó hacia el señor Wang.
—Ahora te toca a ti, jovencito. No te podemos dejar ir a la escuela tal como vas.
Mientras el sastre tomaba las medidas a Jason para el uniforme de la escuela, cosa que este soportaba ostensiblemente conmovido, entre el orgullo y la turbación, y el señor Wang aseguraba por décima vez que enviaría la chaqueta y los pantalones a tiempo antes de que comenzara el curso, Helena sintió que la angustia la invadía. Solo tres semanas más para ver a Jason únicamente los fines de semana. Sabía que había llegado el momento de que se soltara, su infancia se acercaba aceleradamente a su fin y, sin embargo, le resultaba terriblemente difícil. En ocasiones sentía un asomo de celos cuando veía la familiaridad con la que trataba a Mohan Tajid, el respeto con el que miraba a Ian; al mismo tiempo se sentía aliviada de saber que ya no cargaba ella sola con la responsabilidad de cuidarlo. Desde que tenía uso de razón había vivido únicamente para Jason y, a menudo, cuando todo se le hacía insoportable: su pobreza, los estallidos de rabia de su padre, la indiferencia de este, tener que presenciar cómo iba arruinando su vida lentamente... Entonces pensar en Jason la hacía apretar los dientes y poner al mal tiempo buena cara para que él no sufriera demasiado por todo aquello. Y por primera vez se le pasó por la cabeza que ella tenía también una vida de la que ocuparse.
Poco después deambulaban todos juntos por el bazar hacia la avenida, donde los esperaba pacientemente el cochero. Jason tenía los carrillos llenos de
phaler
bora
y Helena se detuvo ante los tesoros expuestos de un orfebre.
—¿Deseas comprarte algo?
Helena sacudió la cabeza y apenas se atrevió a mirar a Ian a la cara cuando dijo:
—No es para mí. Me gustaría regalarle algo a Shushila. —Había tenido esa ocurrencia durante el viaje de ida, pero era ahora cuando se sentía con valor suficiente para hacer tal cosa—. ¿Sabes qué podría gustarle?
Ian la miró perplejo, y Helena notó cómo se ruborizaba. Esperó una reacción por su parte, pero al no producirse ninguna lo miró de reojo, con cautela. Tuvo la momentánea impresión de que él se sentía a disgusto en su pellejo, y de pronto cayó en la cuenta: hasta ese momento él no había tenido ni idea de la conversación mantenida por las dos mujeres y por fin la intuía; él, que siempre lo sabía todo. Para Helena fue un pequeño triunfo que la hizo sentirse más fuerte y verse por primera vez a su altura.