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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

El cielo sobre Darjeeling (27 page)

BOOK: El cielo sobre Darjeeling
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A lo largo del mes de febrero fueron llegando al Gran Hotel casi a diario sobres en blanco traídos por recaderos sin nombre ni rostro, sobres que contenían la información que él pagaba tan cara. Según esa información no parecía haber nada en lo que Ian Neville no estuviera metido: extorsión, juego ilegal, soborno, incluso un duelo. Había indicios de que de sus bolsillos fluía dinero destinado a grupos que trataban clandestinamente de derribar el dominio inglés sobre la India. No obstante, no había nada de lo que se le pudiera acusar directamente. Todo eran suposiciones, indicios vagos, y Richard había comenzado a preguntarse si en aquel país se podía comprar a cualquiera o bien había muchas personas que odiaban a Ian Neville. Motivos los habría habido a montones: hombres de negocios puestos de patitas en la calle; aventureros que se habían jugado en una sola noche a las cartas todas sus propiedades; maridos cornudos; damas humilladas y deshonradas; hindúes que se sentían traicionados; otros cultivadores de té carcomidos por la envidia a causa de la calidad inigualable del té de Shikhara.

Richard Carter sentía casi admiración, o en todo caso respeto, por ese hombre que tan hábilmente sabía navegar en ambos bandos, tanto en el de los autóctonos como en el de los dominadores coloniales, siguiendo su propio camino y sin irritar a ninguna de las dos partes. Lo asombraba su diestra manera de proceder, tanto en los negocios como en sociedad, su desconsideración rayana en la brutalidad. Carta tras carta se iba completando el rompecabezas de su imagen, y Richard no podía menos que dar la razón a Holingbrooke, que le había dicho que era mejor no tener a Ian Neville por enemigo. Sin embargo, a pesar de ya se había enterado de muchas cosas acerca de su rival, parecía imposible enterarse de algún detalle preciso acerca de sus orígenes. Ian Neville había aparecido de la nada hacía más de diez años, con suficiente dinero en el bolsillo para adquirir setecientas yugadas de terreno boscoso en las colinas de Darjeeling, suficiente para pagar a cientos de trabajadores, talar la selva y plantar matas de té; suficiente para edificar la vivienda más suntuosa con diferencia del lugar, sin comparación con los primitivos bungalows de otros propietarios de plantaciones. ¿De dónde era, de dónde procedía su fortuna? Nadie lo sabía y, por ello, tanto más disparatadas eran las especulaciones al respecto.

Richard no habría sabido decir qué pensaba hacer con todas aquella información. Destruía cuidadosamente cada prueba escrita, igual que había hecho antaño al borrar toda huella de su vida anterior. Sin embargo, el recuerdo de aquella vida que él creía haber olvidado ya hacía mucho, que solo acudía a él de vez en cuando en las sombras de las pesadillas, le perseguía ahora a cada paso que daba por las calles de Calcuta. Casi estuvo tentado de regresar, pero el recuerdo de Helena era más intenso. ¡Qué desgraciada, qué aspecto de hallarse perdida en medio de todos aquellos caballeros y damas ególatras y engreídos! Apenas toleraba imaginársela en manos de aquel hombre a quien precedía la fama de fauno lascivo, a la vez concupiscente y gélido.

—¿Dick? ¿Dick Deacon? ¡Qué casualidad más increíble después de todos estos jodidos años...!¡Eh, tú, Dick!

Richard no levantó los ojos hasta que la mano tosca que pertenecía al dueño de aquel vozarrón le sacudió el hombro.

—¿Puedo servirle en algo, señor? —preguntó con amabilidad.

—¡Eres tú de verdad! —Aquel hombre rollizo, embutido en un traje de corte elegante pero un tanto raído, prorrumpió en una sonora carcajada y sacudió con entusiasmo los anchos hombros de Richard antes de dejarse caer a su lado en un sillón con un suspiro, derramando el whisky de su copa. Estiró las cortas piernas. Olía a alcohol y sudor.

Cuando miró radiante a Richard había un brillo en sus ojos azules, casi sumergidos en el rostro fofo e hinchado coronado por un pelo rubio pajizo ya algo ralo.

—¡Por Dios, que tenga que vivir estas cosas! ¡Al menos a uno de nosotros no lo afectó en absoluto la maldición! —Frunció el ceño con aire de preocupación y se inclinó hacia Richard—. Porque te están yendo bien las cosas, ¿verdad, Dick? ¿Qué me dices?

Richard le sonrió por encima de las hojas del periódico y asintió con la cabeza.

—Muchas gracias por su interés, señor, todo me está yendo estupendamente.

Su interlocutor suspiró aliviado y volvió a dejarse caer en el sillón.

—¡Dick, no soy capaz de expresarte lo que me alivia oírte decir eso! El adiestramiento a las órdenes del viejo Claydon, la escabechina de aquel verano... ¡Todo aquello no fue nada en comparación con lo que nos pasaría después a nosotros! Jimmy Haldane, hallado muerto en un fumadero de opio. Tom Cripps se ahorcó. Bob Franklin le pegó un tiro a la guarra de su esposa y luego se disparó. Toby Bingham está como un vegetal en el manicomio. A Eddie Fox le atravesaron un pulmón en un duelo. Sam Greenwood se volvió loco en un burdel y empezó a matar a todo el mundo. Por desgracia, no solo mató a unas cuantas putas, sino también a un oficial: lo condenaron a la horca. El viejo Claydon también... Bueno, ya lo habrás leído en el periódico. Y yo... —con un movimiento brusco se señaló, derramando el resto del whisky—, lo perdí todo, absolutamente todo jugando a las cartas contra el mismísimo satán en persona. Mi familia me desheredó y mi mujer me repudió; me queda la escasísima pensión que me paga el Ejército por mis servicios de entonces.

—Me apena oír eso —repuso Richard con sequedad a la mirada provocativa de aquel interlocutor forzoso antes de seguir pasando las hojas de su periódico.

—Fue aquel traidor hijo de puta... ¿Te acuerdas de aquel tío, fuerte como un roble, al que perseguimos durante meses? Ese que peleando con los negros liquidó a algunos de nosotros en una emboscada y luego se escondió. Kala Nandi, así lo llamaban. Nunca llegamos a enterarnos de quién era en realidad, algún renegado del ejército que se había pasado al otro bando. Tiene las manos manchadas de sangre inglesa, nuestra sangre. Se negó hasta el final a revelar su identidad, todos aquellos latigazos no sirvieron para nada, ni las noches enteras de interrogatorios con los que le torturaste. Tú y yo nos lo cargamos aquel día en pleno desierto... ¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas de cómo escupía ante nosotros en la horca y juraba venganza... venganza por su mujer y sus hijos? Te digo que nos ha alcanzado su maldición, a todos nosotros, a todo el regimiento... —Los ojos casi se salían del rostro deforme cuando se incorporó en su asiento y agarró el brazo de Richard—. ¡Ándate con cuidado, Dick, también dará contigo! ¡Lo enterramos en la tierra reseca de este maldito país, pero sigue errante, te lo digo yo, y vendrá también por ti! —Al pronunciar las últimas palabras, su voz había alcanzado la estridencia que imprime el miedo.

—Disculpe, señor. —Uno de los camareros con chaleco a rayas se inclinó sobre el incómodo huésped—. Quisiera pedirle en nombre de nuestra casa que modere su actitud. No es habitual aquí, en el Gran Hotel...

El aludido se apresuró a ponerse en pie. Se tambaleaba.

—¡Déjame en paz, lechuguino! ¿Qué coño sabéis vosotros, civiles? ¡Fuimos nosotros los que en su momento sofocamos la rebelión, los que volvimos a traer a estas tierras la paz de la que disfrutáis hoy en día con tanta presunción! ¡Fuimos nosotros los que nos arrastramos en aquel entonces por el polvo para esquivar las balas, los que enterramos a nuestros compañeros y los cadáveres de Kanpur, solo para que vosotros podáis conduciros ahora como
sahibs
dentro de vuestros malditos chalecos de seda!

A una señal del camarero, se apresuraron dos más a agarrar al molesto huésped para llevárselo sin miramientos en volandas, bajo la mirada indignada de los caballeros, hacia la puerta de cristal.

—Soltadme, hijos de puta... Subteniente Leslie Mallory de la treinta y tres, por supuesto. Ese soy yo, así que dejadme en paz... —Sus gritos se fueron diluyendo tras la puerta cerrada a toda prisa. La madera cara, la música burbujeante y las conversaciones terminaron por ahogarlos definitivamente.

—Lamento profundamente este desagradable incidente, señor Carter. —El camarero se inclinó ante él—. Espero que no culpe a nuestro establecimiento. ¿Me permite ofrecerle un whisky para aliviar el susto, señor? Tendríamos a tal efecto un malta escocés de veinte años que seguramente será de su agrado.

—Con mucho gusto, gracias —aprobó Richard con la cabeza y, cuando poco más tarde alzó la copa, la superficie del líquido de color ámbar estaba en calma como un espejo.

18

Los trinos claros y polifónicos de los pájaros despertaron a Helena de su profundo sueño. Parpadeó con cansancio hacia la luz azul acero que entraba en la habitación a través de las ligeras cortinas. La brisa de la mañana se colaba por la ventana abierta. Olía a roca y a vegetación húmeda de rocío. Comenzó a desperezarse hasta que un dolor punzante le sacudió sus músculos. Se estremeció y se volvió de lado con lentitud. Recostada en las almohadas blancas bordadas se puso a recordar los agobios del viaje.

El cómodo vagón de ferrocarril los había llevado durante tres días a través del subcontinente. Desde las murallas rosadas de Jaipur, sumergida en el dramatismo de la luz broncínea y púrpura de la puesta de sol, habían viajado de noche sin volver a visitar la casa de los Chand. Desde aquel día en el desierto, cuando Mohan Tajid creyó haber observado una presencia, los hombres, presa del desasosiego, se habían afanado por sacarlos cuanto antes de campo abierto para llevarlos a un lugar seguro. Nada se había dicho que hubiera proporcionado información a Helena al respecto, pero ella lo percibió así. Se percató de lo que sucedía por la alerta constante que observó tanto en los ojos de Ian como en los de Mohan, asombrosamente parecidos, como piedras negras pulidas, duras e impenetrables. Apenas subieron al vagón de ferrocarril que los esperaba, Ian desapareció en su departamento; el olor a humo de cigarrillo delataba su presencia.

El nuevo día trajo un nuevo paisaje, completamente diferente del yermo seco que se había vuelto tan familiar para Helena, y una nueva visión de la tierra que iba a ser su hogar. A su izquierda, la ondulación del Ganges con destellos plateados, translúcido y verdoso allí donde avanzaba con rapidez, turbio y fangoso donde se estancaba. Enjambres de barcas de pescadores danzaban sobre las olas de los corpulentos barcos de vapor. Había búfalos y vacas bañándose y animales salvajes que corrían por los taludes. Cigüeñas y grullas permanecían inmóviles en las aguas someras y, en las orillas, levantaban el vuelo los gansos. Los imponentes troncos retorcidos de los banianos, con sus raíces aéreas con forma de dedos, los plumosos arbustos de bambú, los sublimes tamarindos, las palmeras, los plátanos y las matas silvestres de algodón, cuyo dulce aroma se mezclaba con el del hollín de la locomotora, alternaban con praderas llenas de rebaños de vacas, campos en los que trabajaban campesinos, mujeres con sus saris de colores vivos que lavaban la ropa, niños que chapoteaban, aldeas y grandes ciudades como joyas prendidas en una vestimenta valiosa de terciopelo verde, palacios y templos, y los escalones de piedra omnipresentes, los
ghats
, testigos pétreos de una historia milenaria.


Ganga ma ki jai
, alabada sea la madre Ganga —había dicho Mohan Tajid en voz baja—. Aquí late el corazón de la India, aquí está la cuna de nuestra cultura. Este río eterno nace en lo más alto, en el Himalaya, en el centro del universo. Por orden de Shiva, Ganga, la hija del rey de la nieve, hizo correr torrencialmente sus aguas hacia las tierras quemadas por el sol. Shiva atrapó el agua en sus cabellos y la dividió en siete ríos para alimentar a los necesitados y purificar a los muertos. Mediante el baño en las aguas del Ganga se limpia el karma de las vidas pasadas y de la actual. Y quien muere en Benarés, la más sagrada de todas las ciudades, a orillas del Ganges, queda redimido del ciclo de la reencarnación.

En Siliguri los habían estado esperando robustos caballos de carga y dos sirvientes, que se hicieron cargo de ellos y de las numerosas cajas. Emprendieron el último tramo de su camino sin la compañía protectora de los guerreros rajputs. Solo los acompañaba Shushila, vestida con pantalones azules ceñidos, túnica a juego ceñida al talle y botas. Su vestimenta no solo era adecuada para la ocasión, sino además elegante, tal como Helena tuvo que reconocer con envidia. Una vez más, volvió a sentirse tosca y zafia a su lado.

Abruptos se alzaban desde la llanura los roquedales por encima de los cuales serpenteaba cuesta arriba la carretera, salvando profundos desfiladeros y barrancos. A paso lento escalaron la empinada cuesta pasando junto a exuberantes plantaciones de té, bosques de bambú y arrozales; entre pinares, castaños y abedules, rododendros y hortensias todavía con nieve pues solo estaban a comienzos de marzo.

Anochecía cuando llegaron a Darjeeling. La noche se había tragado ya las crestas del Himalaya. Vagamente distinguió Helena entre las siluetas negras de las altas coníferas los contornos de las casas arracimadas en la pendiente. La ascensión había sido fatigosa. Se agotaba con aquel aire pobre en oxígeno, pese a lo fresco y aromático que era. Ansiaba echarse, acampar para pasar la noche; sin embargo, Ian seguía cabalgando implacablemente, como si cualquier retraso significara una pérdida irreparable. Hacía ya rato que Jason se había quedado dormido en la silla de montar, recostado contra el amplio pecho de Mohan Tajid, protegido del frío por una manta fina de cachemira. A Helena le habría gustado hacer lo mismo, pero el orgullo le hizo apretar los dientes y mantenerse erguida en su montura.

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