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Authors: Elaine Cunningham

El bastión del espino (11 page)

Si los dioses le eran favorables, iba pensando Ebenezer con una sonrisa en los labios, la diversión que aportaría al clan podría compensar el hecho de que llegaba con retraso a la boda de su hermana. En última instancia, Tarlamera podría desahogar su ira en los osquip en vez de descargarla sobre él.

Ebenezer emergió del túnel y desembocó en una pequeña cueva. Tras echar un vistazo por encima del hombro, soltó un gemido. Ahora lo perseguían unas cincuenta criaturas, debían de haber recogido refuerzos por el camino. Era un poco excesivo, incluso como regalo de bodas. Quizá debería reducir un poco el número antes de hacer su aparición.

El enano sopesó sus opciones. Podía detenerse y luchar, pero cincuenta osquip eran un número excesivo incluso para él. Un poco más adelante corría un profundo río subterráneo. Durante un brevísimo instante, consideró la posibilidad de sumergirse en él. Los osquip no eran buenos nadadores, a pesar de tener tantas patas para avanzar, y lo más seguro era que la mitad se ahogasen. Por otro lado, sus propias opciones no eran menos optimistas. El clan tenía gatos de caza a los que les gustaba más el agua que a Ebenezer, y la temían mucho menos. Es posible que supiese nadar, pero la verdad era que nunca se había lanzado al agua para probarlo.

—Piedras —musitó, misterioso, y sin dejar de correr, giró sobre sus talones y tomó un túnel lateral que conducía a los dominios de su clan.

Un súbito y agudo siseo en mitad del camino lo hizo detenerse en seco. Allí en medio, con las orejas color calabaza planas contra la cabeza y los colmillos al descubierto según su habitual gesto de bienvenida, estaba agazapada
Fluffy
, la gata persa de su hermana.

Ebenezer dio instintivamente un brinco hacia atrás. Recelaba de los gatos, incluso de aquellas criaturas inofensivas que los humanos mantenían como animales domésticos y perseguidores de ratones. Eran elfos de cuatro patas, eso es, con sus aires de arrogancia y sus garras afiladas y peligrosas.
Fluffy
era casi diez veces más grande que un gato de superficie y tenía un carácter casi tan hosco como el de su dueña Tarlamera.

Por una vez, Ebenezer casi se alegró de haberse encontrado al animal.

—Ratas —anunció, falseando un poco la verdad mientras señalaba la multitud de osquip que lo perseguía—. ¡Píllalas!

Fluffy le dedicó una mirada desdeñosa, pero el rabo se le puso en tensión al ver a los roedores. Con un alarido descomunal, dio un salto y aterrizó en mitad del grupo. Las criaturas se echaron hacia atrás, soltando exclamaciones de sorpresa y chillidos. Si hubiesen sido más inteligentes, los osquip se habrían dado cuenta de que todos juntos podían superar a un simple gato subterráneo, pero los instintos milenarios de sus antepasados los dominaron y muchos de ellos se escabulleron como cucarachas ante la visión de aquel asesino de roedores.

Varios osquip se recuperaron con rapidez de la impresión y una veintena se apartaron de la gata para seguir persiguiendo a su presa original. Ebenezer no se había quedado a ayudar a la gata a perseguir rezagados, porque ella tampoco se lo habría agradecido. Mantener el túnel libre de sabandijas era su trabajo y se mostraba tan posesivo como un enano cuando se trataba de defender su territorio.

Mientras corría, el enano se sacó un pañuelo del bolsillo y se enjugó la frente.

Sospechaba que su aspecto era deplorable después de estar tanto rato corriendo. Por regla general, tenía el cabello castaño rojizo muy rizado, pero en momentos como aquél, después de sudar como un caballo de carreras, el pelo se le encrespaba y le formaba mechones de apretados tirabuzones. La barba era otro asunto; era larga, espesa y completamente roja, y tenía la decencia de colgar lacia. Era sin duda una barba de la que cualquier enano se sentiría orgulloso. A pesar de sus costumbres extrañas —y según los miembros de su clan, sus costumbres eran de lo más raras—, era un enano apegado a las tradiciones. ¿Qué tenía de malo si odiaba la minería y prefería el balanceo de un caballo al ritmo medido de un pico? ¿A quién le importaba si prefería mantener el labio superior perfectamente rasurado, en vez de lucir el habitual bigote? Al fin y al cabo, ¿dónde estaba escrito que un enano tuviese que llevar bigote? Para lo único que servía ese maldito bigote era para garantizar que horas después de comer se seguía oliendo a comida. Gracias, pero no.

Ebenezer esbozó una mueca, divertido, al darse cuenta de que estaba ensayando para las discusiones que sin duda acontecerían. Bueno, no tenía importancia. Había estado fuera una larga temporada y, con cada fase de la luna que transcurría, el recuerdo de las tendencias más enojosas de su clan se difuminaba cada vez más. A decir verdad, anhelaba el período de paz que significaba el calor del hogar.

Se abrió paso a través de un puñado de estatuas, un círculo de enanos de piedra de tres metros de altura que honraban la memoria de héroes del pasado, y se precipitó por el último tramo de túnel que conducía a la cueva de su clan, para acabar apareciendo ante la mirada estupefacta de los suyos.

Su padre, un enano fornido y de barba grisácea, con un vientre del tamaño de un tonel y un corazón más o menos igual de grande, fue el primero en recuperar el habla.

—¡Osquip! —aulló con ojos centelleantes mientras cogía la maza que pendía de su cinto—. ¿No te lo dije, Palmara, que el chico regresaría a tiempo y con regalo?

La madre de Ebenezer soltó un suspiro y cogió su pico para hundirlo de pleno en el cráneo de un roedor, antes de dar un puntapié a la masa de carne que todavía se retorcía en el suelo. Los años de vida en común habían limado las diferencias entre aquella pareja de enanos; salvo por el corte femenino de su túnica, Palmara Lanzadepiedra era prácticamente idéntica a su compañero. Hizo un gesto con su pica ensangrentada.

—Hay dos más allí. ¡Tú, Gelanna! ¡No te acerques a ellos! ¡Yo los vi primero!

Durante un rato, la ceremonia quedó olvidada mientras los enanos se afanaban en perseguir a los osquip invasores. Ebenezer se fue abriendo paso hacia el centro de la caverna. El atril de piedra que servía de podio para las reuniones del clan se había convertido en altar, pero ahora estaba abandonado porque las sacerdotisas de Clangeddin se habían unido gozosas al deporte rey. Tarlamera y su futuro marido, un retoño de enano que no medía más de metro y medio y pesaba poco más de ochenta kilos, estaban de pie con los brazos en jarras, contemplando la escena con una mezcla de diversión y frustración en los ojos. Los combates contra osquip eran divertidos de mirar, pero ningún enano era capaz de quedarse inmóvil cuando había descuartizamiento de por medio. Sin embargo, Tarlamera llevaba el delantal de las celebraciones y las demás doncellas del clan la habrían abofeteado si osaba ensuciarlo con entrañas de roedores. Era una lástima, pero la tradición lo exigía.

—Eres un enano afortunado, Frodwinner. Te llevas la doncella enana más hermosa de todas las cavernas —lo felicitó Ebenezer, de corazón. Su hermana era una belleza; la barba roja, por lo general salvaje, se veía ahora cuidadosamente trenzada y el pelo, recogido en tirabuzones brillantes. En persona, aquellos malditos tirabuzones quedaban bien.

La joven soltó un bufido, pero lo contempló con ojos cariñosos.

—Ya era hora de que aparecieras. ¿Te quedarás mucho tiempo?

Era una pregunta familiar, y pronunciada con un tono de sarcasmo que parecía anunciar la respuesta de Ebenezer.

—Todo el que pueda resistir —admitió, aunque intentó matizar el comentario con un encogimiento de hombros—. No puedo quedarme quieto mucho tiempo, y lo sabes.

Tarlamera sacudió la cabeza, confusa, y barrió con un gesto de la mano la amplia sala de la comunidad.

—De todos los mundos que has recorrido, ¿has visto algún lugar que pueda equipararse a éste?

Ebenezer sacudió la cabeza con bastante honestidad. La sala comunitaria del clan Lanzadepiedra era impresionante, aunque también acogedora. En ella tenían lugar las ceremonias, las celebraciones y los combates simulados; era una caverna de grandes proporciones, con un suelo nivelado y liso, y unas paredes profusamente talladas. Con el paso de los siglos, los artesanos Lanzadepiedra habían ido esculpiendo multitud de frisos que describían las victorias y las fiestas enanas. En la sala desembocaban varios túneles laterales y mediante escaleras adosadas a las paredes podía accederse a niveles superiores. Varias de esas aberturas conducían a los hogares privados de las familias, otros a las forjas y las tiendas donde se trabajaba con gemas y que mantenían al clan felizmente ocupado. Por supuesto que eran buenos mineros y herreros, pero el clan Lanzadepiedra también era conocido por las obras de arte de gran categoría que forjaban con gemas y metales. Unos cuantos enanos trabajaban como mercaderes e intercambiaban las piezas terminadas por materiales que era difícil encontrar, cosa que inquietaba a Ebenezer. Sus semejantes vivían demasiado aislados, demasiado apegados a su clan y orgullosos de su raza para comprender que había humanos que entrañaban mayores peligros que otros.

—Parece que se acaba la fiesta —comentó Frodwinner haciendo un gesto hacia los demás enanos. El frenesí con los osquip había acabado, salvo por unos últimos golpes. La mayoría de los restos habían sido sacados a rastras de allí para ser lanzados al río. La corriente de aguas turbulentas se encargaría de arrastrarlos y, aquello que no se quisieran comer los ciudadanos de la ribera acabaría por llegar a la cueva de la hidra, que tenía multitud de bocas por alimentar.

Al cabo de pocos minutos, la cueva se vio limpia de restos. Varios enanos izaron cubos de agua de los pozos para acabar de limpiar el suelo y eliminar los últimos vestigios de la batalla a través de unas diminutas aberturas que había en el suelo y que estaban cubiertas con rejillas de hierro forjado.

—¿Podemos seguir con esto? —preguntó Palmara Lanzadepiedra, con los brazos en jarras sobre sus generosas caderas—. Tengo una hija por casar, un hijo por recibir..., y ¡mirad ahí! —exclamó, señalando las mesas cubiertas de manjares que esperaban a un lado de la caverna—. El puchero se enfría y se calienta la cerveza.

Aquellas consideraciones de tipo práctico consiguieron que los invitados a la boda se apresuraran y las sacerdotisas volviesen a ocupar su lugar en el altar. Ebenezer se acercó a su barbuda madre para envolverla en un abrazo y darle un sonoro beso, cosa que provocó un estallido de felices protestas de la mujer.

La ceremonia fue breve pero solemne. La celebración que siguió fue todo lo contrario. Todo el clan Lanzadepiedra se reunió en torno a las mesas para contar historias increíbles e intercambiar insultos extravagantes hasta que todos los pucheros quedaron rebañados y vacías más de la mitad de las jarras de cerveza. A una señal de Palmara que, como madre de la novia, era la encargada de dirigir la fiesta, una veintena de músicos se distribuyó entre las mesas para iniciar una alegre melodía con sus cuernas, flautas y tambores. Los enanos se lanzaron a bailar con tanto entusiasmo y vigor como se lanzaban al campo de batalla.

Una extraña sensación de júbilo se apoderó de Ebenezer mientras contemplaba cómo los suyos saltaban, giraban y avanzaban en masa siguiendo las líneas intrincadas de una danza en círculo. Se sentía feliz de estar en casa y el hecho de saber que al cabo de una decena de días se sentiría igual de feliz por marcharse no mitigaba lo más mínimo aquel instante de placer.

Pero en aquel momento movía con nerviosismo los pies. Cogió su bolsa y extrajo una pipa y un puñado de hierba antes de recordar que Palmara Lanzadepiedra no tenía nada de eso en su caverna. Ebenezer había adquirido el hábito de fumar durante sus viajes, y le gustaba fumar de vez en cuando en pipa. Pero los Lanzadepiedra fruncían el entrecejo ante semejantes vicios y la última vez que había ido de visita se habían quejado en voz alta del humo. Ebenezer había señalado, a su entender con bastante lógica, que en un poblado caldeado y aromatizado con el humo de las forjas y las chimeneas, una nube más no tenía importancia, pero ellos no lo veían así. Con un suspiro de resignación, Ebenezer se metió la pipa en el bolsillo y echó a andar hacia el río más cercano.

Caminó bordeando el río durante poco más de una hora, exhalando feliz el humo de la pipa mientras disfrutaba del rumor salvaje y el gorgoteo del agua. El arroyo iba ahora crecido porque había llegado la primavera y se había llenado de toda la nieve fundida de las montañas de las Espada, pero aquélla era la única intrusión del mundo de la superficie. Los túneles estaban húmedos y oscuros, lo cual le producía una sensación de placidez. No eran completamente seguros porque los Lanzadepiedra tenían que luchar contra todo tipo de bichos, desde osquip a kobolds y drows, pero le producía una agradable sensación de seguridad el hecho de tener un techo de piedra por encima de la cabeza, y muros a ambos lados. Era un mundo aparte de la luz y el bullicio que había bajo el sol.

Ebenezer acabó la pipa y sacó yesca y pedernal para encender otra. La chispa y el parpadeo de luz recibió en respuesta el eco de otra luz, más adelante y filtrada por otro túnel lateral. Ebenezer frunció los labios y miró de soslayo la luz. En aquellas profundidades, la presencia de luz era algo raro, y por lo general mala señal. Todos los habitantes de los túneles podían ver sin necesidad de luces.

Mientras pensaba eso, un trío de figuras altas y escuálidas emergió del túnel lateral y sus flacas siluetas quedaron claramente enmarcadas a la luz de su propia antorcha. Ebenezer escupió al suelo y soltó una maldición. Humanos. Bastante malo era que camparan a sus anchas en las montañas de la superficie, pero no tenían derecho a entrar en los túneles enanos. ¿Cómo habrían encontrado el camino que conducía a aquellas profundidades? Solamente un puñado de humanos sabía de la existencia del clan de los Lanzadepiedra y todos ellos sabían mantener la boca cerrada.

De repente, Ebenezer recordó el cincel que había robado de la horda de osquip. Lo cogió del cinto y estudió la marca grabada en el mango de mithral. Sí, había pertenecido a tío Hoshal. No cabía duda..., allí estaba la marca de Hoshal, grande como la nariz de un gnomo. Pero ¿cómo se habrían hecho con él los roedores? Ebenezer se estrujó la memoria, intentando evocar la imagen del rostro sombrío y picado de viruela de Hoshal en la celebración de la boda, pero no pudo recordarlo. Ahora que lo pensaba, estaba seguro de que Hoshal no había participado en los festejos, a pesar de que era muy aficionado a la cerveza que se servía en las bodas. Su ausencia, unida al hecho de que corrían humanos por los túneles, auguraba problemas.

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