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Authors: Italo Calvino

El barón rampante (8 page)

En cambio aquí sólo estaba de paso. Era la tapia de la magnolia aquello que lo atraía, era por allí que lo veíamos desaparecer a todas horas, incluso cuando la muchachita rubia a buen seguro no estaba aún levantada o cuando el tropel de institutrices o tías ya debía de haberla hecho retirarse. En el jardín de los de Ondariva las ramas se alargaban como probóscides de animales extraordinarios, y en el suelo se abrían estrellas de hojas dentadas de verde piel de reptil, y ondeaban amarillos y leves bambúes con rumor de papel. Desde el árbol más alto, Cósimo, con la manía de gozar hasta el fondo de aquel verde distinto y de la luz distinta que se transparentaba y del silencio distinto, se soltaba cabeza abajo y el jardín vuelto al revés se convertía en selva, una selva no de la tierra, un mundo nuevo.

Entonces aparecía Viola. Cósimo la veía de pronto en el columpio dándose impulso, o bien en la silla del caballo enano, u oía elevarse del fondo del jardín la ronca nota del cuerno de caza.

Los marqueses de Ondariva nunca se habían preocupado por aquellas correrías de la niña. Mientras iba a pie, tenía a todas las tías detrás; apenas montaba en la silla era libre como el aire, porque las tías no iban a caballo y no podían ver adónde iba. Y luego su confianza con los vagabundos era una idea demasiado inconcebible para pasárseles por la cabeza. Pero de aquel baroncito que se colaba por entre las ramas, se habían dado cuenta enseguida, y estaban alerta, aunque con cierto aire superior.

Nuestro padre, en cambio, convertía en una misma cosa la amargura por la desobediencia de Cósimo y su aversión por los de Ondariva, como si quisiera echarles la culpa a ellos, como si fuesen ellos los que atrajeran a su hijo a su jardín, y le brindaran hospitalidad, y lo incitaran a aquel juego rebelde. De repente, tomó la decisión de dar una batida para capturar a Cósimo, y no en nuestras tierras, sino precisamente mientras se encontraba en el jardín de los de Ondariva. Como para subrayar esta intención agresiva hacia nuestros vecinos, no quiso ser él el conductor de la batida, el que se presentara en persona a los de Ondariva pidiendo que le devolviesen a su hijo —lo que, aunque injustificado, habría sido una relación en un plano correcto, entre gentileshombres—, sino que envió una tropa de criados a las órdenes del caballero abogado Enea Silvio Carrega.

Llegaron estos criados armados de escaleras y cuerdas a las verjas de los de Ondariva. El caballero abogado, con zamarra y fez, farfulló que si lo dejaban entrar y que perdonasen. Los criados de los Ondariva de momento creyeron que habían ido para unas podas de árboles nuestros que asomaban en lo suyo; luego, ante las medias palabras que decía el caballero: «Atrapar..., atrapar...», mirando entre las ramas con la nariz levantada y dando carrerillas muy extravagantes, preguntaron:

—Pero ¿qué es lo que se os ha escapado? ¿Un papagayo?

—El hijo, el primogénito, el retoño —dijo el caballero abogado deprisa y corriendo, y habiendo hecho apoyar una escalera en un castaño de Indias, empezó a subir él mismo.

Entre las ramas se veía sentado a Cósimo que balanceaba las piernas como si nada ocurriese. Viola, también ella como si nada ocurriese, iba por las alamedas jugando con el aro. Los criados ofrecían al caballero abogado unas cuerdas que maniobradas quién sabe cómo tenían que servir para capturar a mi hermano. Pero Cósimo, antes de que el caballero abogado hubiese llegado a la mitad de la escalera, estaba ya en la copa de otro árbol. El caballero mandó apartar la escalera, y así cuatro o cinco veces, y cada vez estropeaba un parterre, y Cósimo con un par de saltos pasaba al árbol más cercano. Viola de pronto se vio rodeada de tías y demás parientes, conducida a casa y encerrada dentro para que no asistiera a aquel alboroto. Cósimo partió una rama y blandiéndola con las dos manos dio un bastonazo que silbó en el vacío.

—¿Y no podéis continuar esta caza en vuestro espacioso parque, queridos señores? —dijo el marqués de Ondariva apareciendo solemnemente en la escalinata de la villa, con bata y papalina, lo que lo hacía extrañamente parecido al caballero abogado—. ¡Os lo digo a vosotros, familia Piovasco de Rondó! —e hizo un amplio gesto circular que abarcaba al baroncito en el árbol, al tío natural, a los criados y, al otro lado de la tapia, todo aquello que era nuestro bajo el sol.

En ese momento, Enea Silvio Carrega cambió de tono. Caminó a pasos cortos hasta el marqués y como si nada sucediese, farfullando, empezó a hablarle de los juegos de agua del estanque de allí delante y de cómo se le había ocurrido la idea de un surtidor mucho más alto y de efecto, que también podía servir, cambiando una arandela, para regar los prados. Esta era otra prueba de cuán imprevisible y poco fiable era la naturaleza de nuestro tío natural: había sido enviado allí por el barón con una misión muy concreta, y con una intención de firme polémica respecto a los vecinos; ¿a qué venía ponerse a charlar amistosamente con el marqués como si quisiera ganárselo? Tanto más cuanto que estas cualidades de conversador el caballero abogado las demostraba sólo cuando le venía en gana, precisamente en las ocasiones en que se confiaba en su carácter retraído. Y lo bueno fue que el marqués le escuchó y le hizo preguntas y lo llevó consigo a examinar todos los estanques y surtidores, ambos con aquellos balandranes tan largos, altos casi lo mismo que era posible confundirlos, y detrás el tropel de sirvientes nuestros y suyos, algunos con escaleras al hombro, los cuales ya no sabían qué hacer.

Mientras tanto, Cósimo saltaba tranquilamente por los árboles próximos a las ventanas de la villa, tratando de descubrir tras los visillos la habitación en donde habían encerrado a Viola. La descubrió, por fin, y lanzó una baya contra los cristales.

Se abrió la ventana, apareció el rostro de la muchachita rubia y dijo:

—Por tu culpa estoy aquí encerrada —volvió a cerrar, corrió la cortina.

Cósimo de repente se desesperó.

Cuando mi hermano era presa de su furia, había realmente motivos para inquietarse. Lo veíamos correr (si la palabra correr tiene sentido sacada de la superficie terrestre, referida a un mundo de apoyos irregulares a distintas alturas, con el vacío por en medio) y parecía como si de un momento a otro tuviesen que fallarle los pies y caerse, cosa que nunca ocurrió. Saltaba, daba pasos rapidísimos sobre una rama oblicua, se colgaba y levantaba de golpe a una rama superior, y con cuatro o cinco de estos precarios zigzags había desaparecido.

¿Adónde iba? Aquella vez corrió y corrió, de los alerces a los olivos y las hayas, y estuvo en el bosque. Se detuvo jadeante. Debajo de él se extendía un prado. El viento bajo movía en él una ola, por las matas espesas, con cambiantes gradaciones de verde. Volaban impalpables plumas de las esferas de esas flores llamadas molinillos. En medio había un pino aislado, inalcanzable, con piñas alargadas. Los agateadores, unos pájaros de color marrón moteado muy rápidos, se posaban en las espesas frondas de agujas, en punta, en posiciones extravagantes, algunos invertidos con la cola arriba y el pico abajo, y picoteaban orugas y piñones.

Aquella necesidad de entrar en un elemento que difícilmente podría ser poseído, la cual había empujado a mi hermano a hacer suyos los caminos de los árboles, ahora, insatisfecha, trabajaba todavía en su interior, y le comunicaba el deseo de una penetración más minuciosa, de una relación que lo atase a cada hoja y escama y pluma y aleteo. Era ese amor que tiene el cazador por lo que está vivo y no sabe expresarlo más que apuntando con el fusil; Cósimo todavía no lo sabía reconocer y trataba de desahogarlo ensañándose en su exploración.

El bosque era espeso, impracticable. Cósimo tenía que abrirse camino a golpes de espadín, y poco a poco olvidaba todas sus manías, presa de los problemas que sucesivamente se iba encontrando y de un miedo (que no quería reconocer pero que existía) de estar alejándose demasiado de los lugares familiares. Así, abriéndose paso en la espesura, llegó al punto donde vio dos ojos que le clavaban la mirada, amarillos, entre las hojas, frente a él. Cósimo adelantó el espadín, apartó una rama, la dejó volver despacio a su sitio. Echó un suspiro de alivio, se rió del miedo pasado; había visto de quién eran aquellos ojos amarillos, eran de un gato.

La imagen del gato, apenas vista al apartar la rama, permanecía nítida en su mente, y después de un momento, Cósimo estaba de nuevo temblando de miedo. Porque aquel gato, igual en todo a otro gato, era un gato terrible, espantoso, para ponerse a gritar con sólo verlo. No puede decirse qué era lo que tenía de tan espantoso: era uno de esos gatos grises con estrías negras, más grande que todos los gatos grises, pero esto no quería decir nada, era terrible con sus bigotes rectos como púas de puerco espín, con el bufido que se sentía salir, casi más con la vista que con el oído, de entre una doble fila de dientes afilados como garfios; con las orejas que eran algo más que agudas, eran dos llamas en tensión, adornadas de una falsamente tenue pelusilla; con el pelo, todo tieso, que se hinchaba en torno al cuello contraído en un collar rubio, y desde allí partían las estrías que se agitaban en los costados como acariciándose entre sí; con la cola inmóvil en una postura tan innatural que parecía insostenible: a todo esto que Cósimo había visto en un segundo detrás de la rama dejada volver enseguida a su sitio, agregábase aquello que no había tenido tiempo de ver pero se imaginaba: el mechón exagerado de pelos que en torno a las patas enmascaraba la fuerza lancinante de las uñas, dispuestas a arrojarse contra él; y aquello que aún veía: los iris amarillos que lo miraban entre las hojas girando en torno a la pupila negra; y aquello que sentía: el refunfuño cada vez más ronco e intenso; todo esto le dio a entender que se encontraba ante el más feroz gato salvaje del bosque.

Callaban todos los trinos y aleteos. Saltó, el gato salvaje, pero no contra el muchacho, un salto casi vertical que sorprendió a Cósimo más que asustarlo. El susto llegó después, cuando vio al felino sobre una rama justo encima de su cabeza. Allí estaba, encogido, le veía la barriga de largo pelo casi blanco, las patas tensas con las uñas en la madera, mientras arqueaba el lomo y hacía: «fff...», y se preparaba sin duda a caer sobre él. Cósimo, con un movimiento perfecto ni siquiera razonado, pasó a una rama más baja. «Fff... fff...», hizo el gato salvaje, y a cada uno de los «fff...» daba un salto, uno aquí y otro allá, y se halló de nuevo en la rama encima de Cósimo. Mi hermano repitió su movimiento, pero se encontró a horcajadas de la rama más baja de aquella haya. Debajo, el salto hasta el suelo era de una cierta altura, pero no tanto que no fuera preferible saltar antes que esperar qué haría el animal, en cuanto terminase de emitir aquel desgarrador sonido entre el bufido y el maúllo continuado.

Cósimo levantó una pierna, como si fuera a saltar, pero como en él chocaron dos instintos —el más natural de ponerse a salvo y el de la obstinación de no bajar ni a costa de la vida—, se sujetó a la rama con los muslos y las rodillas a un tiempo; al gato le pareció que era ése el momento de lanzarse, mientras el muchacho estaba allí oscilante; se le echó encima en una confusión de pelos, uñas erizadas y bufidos; Cósimo no supo hacer nada mejor que cerrar los ojos y adelantar el espadín, un movimiento torpe, que el gato fácilmente evitó y ya estuvo sobre su cabeza, seguro de arrestarlo consigo bajo las uñas. Recibió un zarpazo en la mejilla, pero en vez de caerse, adherido como estaba a la rama con las rodillas, se alargó de espaldas a lo largo de la rama. Todo lo contrario de lo que se esperaba el gato, el cual se encontró lanzado de costado, a punto de caer. Quiso detenerse, hincar las uñas en la rama, y en ese instante giró sobre sí mismo en el aire: un segundo, suficiente para que Cósimo, en un imprevisto impulso de victoria, arremetiera directamente contra la barriga, y lo enfilase maullante en el espadín.

Estaba a salvo, sucio de sangre, con el animal salvaje tieso en el espadín como en un asador, y una mejilla rasgada desde debajo del ojo a la barbilla por un triple arañazo. Gritaba de dolor y de victoria y no entendía nada y seguía agarrado a la rama, a la espada, al cadáver de gato, en el momento desesperado de quien ha vencido por primera vez y ahora sabe el padecimiento que es vencer, y sabe que ya está comprometido a continuar por el camino elegido y no se le permitirá la salida del que fracasa.

Así lo vi llegar entre los árboles, todo ensangrentado hasta en el chaleco, la coleta deshecha bajo el tricornio deformado, y sostenía por la cola aquel gato salvaje muerto que ahora parecía únicamente un gato.

Corrí hacia la generala, a la terraza.

—Señora madre —grité—, ¡está herido!


Was?
¿Herido cómo? —y ya apuntaba el anteojo.

—¡Herido que parece un herido! —dije yo, y la generala pareció encontrar pertinente mi definición, porque siguiéndolo con el anteojo mientras saltaba más rápido que nunca, dijo—:
Das stimmt.

Enseguida se apresuró a preparar gasas y ungüentos y bálsamos como si tuviera que abastecer la ambulancia de un batallón, y me lo dio todo a mí, para que se lo llevara, sin que ni siquiera le asomara la esperanza de que él, al tenerse que curar, se decidiera a volver a casa. Yo, con el paquete de las vendas, corrí al parque y me puse a esperarlo sobre la última morera próxima a la tapia de los de Ondariva, porque ya había desaparecido por entre la magnolia.

En el jardín de los de Ondariva apareció triunfante con el animal muerto en la mano. ¿Y qué vio en el claro ante la villa? Una carroza a punto de marcharse, con los criados que cargaban el equipaje en la imperial, y, en medio de un tropel de institutrices y tías de negro y severísimas, a Viola vestida de viaje que abrazaba al marqués y la marquesa.

—¡Viola! —gritó, y alzó el gato por la cola—. ¿Adónde vas?

Toda la gente de alrededor de la carroza alzó la mirada a las ramas y al verlo, desgarrado, ensangrentado, con aquel aire de loco, con aquella bestia muerta en la mano, hicieron un gesto de espanto.
«Ici de nouveau! Et arrangé de quelle façon!»,
y como presas de una furia todas las tías empujaban a la niña hacia la carroza.

Viola se volvió con la nariz hacia arriba, y con aire de despecho, un despecho aburrido y afectado contra sus parientes pero que también podría ser contra Cósimo, soltó (sin duda respondiendo a su pregunta): «¡Me mandan al colegio!», y se volvió para subir a la carroza. No había condescendido a una mirada, ni para él ni para su caza.

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