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Authors: Italo Calvino

El barón rampante (10 page)

Lo advirtió el padre y se volvió más apremiante:

—La rebelión no se mide por metros —dijo—. Incluso cuando parece de pocos palmos, un viaje puede quedar sin retorno.

Ahora mi hermano habría podido dar otra respuesta noble, tal vez una máxima latina, que ahora no me viene ninguna a la cabeza, pero entonces sabíamos muchas de memoria. En cambio se había aburrido de estar allí con aquel aire solemne; sacó la lengua y gritó:

—¡Pero yo desde los árboles meo más lejos! —frase sin mucho sentido, pero que cortaba de golpe la discusión.

Como si hubiesen oído aquella frase, se alzó un griterío de granujas en torno a Porta Cápperi. El caballo del barón de Rondó dio un salto, el barón apretó las riendas y se envolvió en la capa, como para irse. Pero se volvió, sacó un brazo de la capa y señalando al cielo que se había cargado rápidamente de nubes negras, exclamó:

—¡Cuidado, hijo, hay Quien puede mear sobre todos nosotros! —y se alejó.

La lluvia, esperada desde hacía tiempo en el campo, empezó a caer con gruesas gotas. Entre las chozas se desparramó una estampida de granujas encapuchados con sacos, que cantaban:
«Ciêuve! Ciêuve! L'aiga va pe êuve!»
Cósimo desapareció agarrándose a las hojas ya chorreantes que al tocarlas le derramaban gotas de agua en la cabeza.

En cuanto me di cuenta de que llovía sentí pena por él. Me lo imaginaba empapado, mientras se apretaba contra un tronco sin conseguir evitar el aguacero oblicuo. Y ya sabía que no bastaría un temporal para hacerlo regresar. Corrí hacia nuestra madre:

—¡Llueve! ¿Qué hará Cósimo, señora madre? La generala apartó el visillo y miró llover. Estaba tranquila.

—El peor inconveniente de las lluvias es el terreno fangoso. Estando allá arriba permanece inmune a eso.

—¿Pero bastarán los árboles para guarecerlo?

—Se retirará a sus acampamientos.

—¿A cuáles, señora madre?

—Habrá pensado en prepararlos con tiempo.

—¿Y no creéis que haría bien en buscarlo para darle un paraguas?

Como si la palabra «paraguas» de repente la hubiese arrancado de su puesto de observación de campo y devuelto a las plenas preocupaciones maternas, la generala empezó a decir:


Ja, ganz gewiss!
¡Y un frasco de compota de manzana, bien caliente, envuelto en una media de lana! Y una tela encerada, para extenderla sobre la madera, que no rezume humedad... Pero dónde estará, ahora, pobrecito... Esperemos que consigas encontrarlo...

Salí cargado de paquetes a la lluvia, bajo un enorme paraguas verde, y llevaba otro paraguas cerrado bajo el brazo, para dárselo a Cósimo.

Lanzaba nuestro silbido, pero sólo me respondía el susurro sin fin de la lluvia sobre las plantas. Estaba oscuro; fuera del jardín no sabía adónde ir, daba pasos al azar por piedras resbaladizas, prados blandos, charcos y silbaba, y para mandar hacia arriba el silbido inclinaba para atrás el paraguas y el agua me azotaba el rostro y me lavaba el silbido de los labios. Quería ir hacia unos terrenos comunales llenos de árboles altos, donde poco más o menos pensaba que podía haberse construido su refugio, pero en aquella oscuridad me perdí, y estaba allí apretando entre los brazos paraguas y paquetes, y sólo el frasco de compota envuelto en la media de lana me daba un poco de calor.

Cuando de pronto, allá arriba en la oscuridad vi una claridad entre los árboles, que no podía ser ni de luna ni de estrellas. Tras mi silbido me pareció oír el suyo, en respuesta.

—¡Cósimooo!

—¡Biagioo! —una voz entre la lluvia, allá en la cima.

—¿Dónde estás?

—¡Aquí...! ¡Voy a buscarte, pero date prisa, que me mojo!

Nos encontramos. Él, arropado en una manta, bajó hasta la horqueta más baja de un sauce para enseñarme cómo se subía, a través de una complicada maraña de ramificaciones, hasta el haya de alto tronco, de la que venía aquella luz. Le di enseguida el paraguas y unos paquetes, y tratamos de trepar con los paraguas abiertos, pero era imposible, y nos mojábamos igual. Finalmente llegué a donde él me guiaba; no vi nada, salvo una claridad como entre los bordes de una tienda.

Cósimo levantó uno de esos bordes y me hizo pasar. A la luz de una linterna me hallé en una especie de pequeña habitación, cubierta y cerrada por todas partes por cortinas y alfombras, atravesada por el tronco del haya, con un piso de tablas, el conjunto apoyado en las gruesas ramas. De momento me pareció un palacio, pero pronto pude darme cuenta de lo inestable que era, porque con estar dos allí dentro ya se dudaba de su equilibrio, y Cósimo enseguida tuvo que ponerse a arreglar vías de agua y puntos débiles. Sacó también los dos paraguas que había llevado, abiertos, para tapar dos agujeros del techo; pero el agua se colaba por varios otros sitios, y estábamos los dos empapados, y en cuanto al frío era como estar fuera. Pero había allí amontonada tal cantidad de mantas que uno podía enterrarse debajo dejando fuera sólo la cabeza. La linterna despedía una luz incierta, oscilante, y en el techo y las paredes de aquella extraña construcción las ramas y las hojas proyectaban sombras intrincadas. Cósimo bebía compota de manzanas a grandes sorbos, haciendo: ¡Puaj! ¡Puaj!

—Es una casa bonita —dije yo.

—Oh, todavía es provisional —se apresuró a responder Cósimo—. Tengo que estudiarla mejor.

—¿La has construido tú solo?

—¿Y con quién, si no? Es secreta.

—¿Podré venir yo?

—No, le enseñarías el camino a alguien.

—Papá ha dicho que no te hará buscar más.

—Tiene que ser secreta igualmente.

—¿Por esos muchachos que roban? Pero ¿no son amigos tuyos?

—A veces sí y a veces no.

—¿Y la niña del caballito?

—¿Qué te importa?

—Quería decir si es amiga tuya, si juegas con ella.

—A veces sí y a veces no.

—¿Por qué a veces no?

—Porque o no quiero yo o no quiere ella.

—Y aquí arriba, a ella aquí arriba, ¿la dejarías subir?

Cósimo, sombrío el rostro, trataba de extender una estera puesta encima de una rama.

—Si viniera, la dejaría subir —dijo con gravedad.

—¿Ella no quiere?

Cósimo se echó tendido en el suelo.

—Se ha marchado.

—Dime —dije en voz baja—, ¿sois novios?

—No —respondió mi hermano, y se encerró en un largo silencio.

Al día siguiente hacía buen tiempo y se decidió que Cósimo reanudaría las clases con el abate Fauchelafleur. No se dijo cómo. Simplemente y un poco bruscamente, el barón invitó al abate («En lugar de estar ahí mirando las moscas,
l'Abbé...
») a ir a buscar a mi hermano adonde se encontraba y hacerle traducir algo de Virgilio. Después temió haber puesto al abate en un aprieto excesivo y trató de facilitarle su tarea; me dijo: «Ve a decirle a tu hermano que esté en el jardín dentro de media hora para la clase de latín.» Lo dijo con el tono más natural que pudo, el tono que quería adoptar de ahora en adelante: con Cósimo en los árboles todo debía continuar como antes.

Así que se dio la clase. Mi hermano sentado a horcajadas sobre una rama de olmo, las piernas colgantes, y el abate debajo, en la hierba, sentado en un taburete, repitiendo a coro hexámetros. Yo jugaba por allí y durante un rato los perdí de vista; cuando regresé también el abate estaba en el árbol; con sus largas y flacas piernas dentro de las medias negras trataba de izarse sobre una horqueta, y Cósimo lo ayudaba sosteniéndole por un codo. Encontraron una posición cómoda para el viejo, y juntos acabaron un fragmento difícil, inclinados sobre el libro. Mi hermano parecía dar prueba de gran prontitud.

Después no sé cómo ocurrió, cómo el alumno escapó, quizá porque el abate allí arriba se había distraído y se había quedado embobado mirando el vacío como era su costumbre, el hecho es que acurrucado entre las ramas estaba sólo el viejo cura negro, con el libro sobre las rodillas, y miraba volar una mariposa blanca y la seguía con la boca abierta.

Cuando la mariposa desapareció, el abate se dio cuenta de que estaba allí en la cima, y le entró miedo. Se abrazó al tronco, empezó a gritar: «
Au secours! Au secours!
», hasta que vino gente con una escalera y poco a poco se tranquilizó y bajó.

IX

En fin, Cósimo, con toda su famosa fuga, vivía junto a nosotros casi como antes. Era un solitario que no evitaba a la gente. Al contrario, se habría dicho que sólo la gente le importaba. Se dirigía a los sitios donde había campesinos que cavaban, que esparcían estiércol, que segaban los prados, y lanzaba palabras corteses de saludo. Ellos alzaban la cabeza asombrados y él trataba de mostrarles enseguida dónde estaba, porque ya se le había pasado la costumbre, que tanto habíamos practicado cuando íbamos juntos por los árboles antes, de hacer cucú y bromear con la gente que pasaba por debajo. Al comienzo los campesinos, al verlo salvar tales distancias por las ramas, no entendían, no sabían si saludarlo quitándose el sombrero como se hace con los señores o gritarle como a un granuja. Luego se acostumbraron e intercambiaban con él palabras sobre las labores, el tiempo, y aparentaban incluso valorar su juego de estar allá arriba, ni mejor ni peor que otros muchos juegos que veían practicar a los señores.

Desde el árbol, se quedaba quieto durante horas mirando sus trabajos y les hacía preguntas sobre los abonos y las sementeras, lo que cuando caminaba por la tierra nunca se le había ocurrido hacer, contenido por una vergüenza que le impedía dirigir la palabra a aldeanos y criados. A veces, indicaba si el surco que estaban cavando era derecho o torcido, o si en el campo del vecino ya estaban maduros los tomates; a veces se ofrecía para hacerles pequeños recados, como ir a decirle a la mujer de un segador que le diese una piedra de afilar, o avisar que desviaran el agua en un huerto. Y cuando tenía que ir con tales encargos de confianza para los campesinos, entonces, si en un campo de trigo veía posarse una bandada de gorriones, hacía ruido y agitaba el gorro para que escaparan.

En sus andanzas solitarias por los bosques, los encuentros humanos eran, aunque no tan frecuentes, tales que quedaban impresos en el ánimo, encuentros con gente que entre nosotros no se ve. En aquellos tiempos toda una pobre gente vagabunda acampaba en los bosques: carboneros, caldereros, vidrieros, familias empujadas por el hambre lejos de sus campos, a buscarse el pan con inestables oficios. Instalaban sus talleres al aire libre y levantaban chocitas de ramas para dormir. Al principio, el jovencito recubierto de pieles que pasaba por los árboles les daba miedo, especialmente a las mujeres que lo tomaban por un duende; pero después entablaba amistad, se pasaba horas viéndolos trabajar, y por la noche, cuando se sentaban en torno al fuego, se ponía sobre una rama próxima, para oír las historias que contaban.

Los carboneros, en la explanada de tierra cenicienta, eran los más numerosos. Gritaban «¡Hura! ¡Hota!», porque eran bergamascos y no se les entendía en su habla. Eran los más fuertes y cerrados y unidos entre sí: una corporación que se propaga por todos los bosques, con parentescos y relaciones y disputas. Cósimo, a veces, hacía de intermediario entre un grupo y otro, daba noticias, le encargaban recados.

—Me han dicho los de abajo del Roble Rojo que os diga que Hanfa la Hapa Hota 'l Hoc.

—Respóndeles que Hegn Hobet Hó de Hot.

Él conservaba en la cabeza los misteriosos sonidos aspirados, y trataba de repetirlos, como trataba de repetir los trinos de los pájaros que lo despertaban por la mañana.

Aunque ya se había difundido la noticia de que un hijo del barón de Rondó desde hacía meses no bajaba de los árboles, nuestro padre todavía trataba de mantener el secreto con la gente que venía de fuera. Vinieron a vernos los condes de Estomac, que se dirigían a Francia, donde tenían, en la bahía de Tolón, unas posesiones, y que durante el viaje quisieron detenerse entre nosotros. No sé qué intereses había por medio: para reivindicar ciertos bienes, o confirmar una curia a un hijo obispo, tenían necesidad del asentimiento del barón de Rondó; y nuestro padre, como os podéis figurar, sobre esa alianza construía un castillo de proyectos para sus pretensiones dinásticas sobre Ombrosa.

Hubo una comida, como para morirse de fastidio con la cantidad de adulaciones que se hicieron, y los huéspedes traían consigo un hijo petimetre, un miserable empelucado. El barón presenta a sus hijos, o sea a mí, y luego: «Pobrecita —dice—, mi hija Battista vive tan retirada, y es tan piadosa, que no sé si la podréis ver.» Y he aquí que se presenta aquella idiota, con la toca de monja, pero toda adornada con cintas y galas, con polvos en la cara y mitones. Había que comprenderla, desde lo del marquesito De la Mela no había vuelto a ver a un joven, salvo a sirvientes o villanos. El condesito de Estomac, venga reverencias: ella, risitas histéricas. El barón, que con respecto a su hija ya había hecho cruz y raya, empezó a rumiar nuevos posibles proyectos.

Pero el conde aparentaba indiferencia. Preguntó:

—Pero ¿no teníais otro hijo, un varón, monsieur Arminio?

—Sí, el mayor —dijo nuestro padre—, pero, casualmente, está de caza.

No había mentido, porque por esa época Cósimo estaba siempre en el bosque con el fusil, acechando liebres y tordos. El fusil se lo había proporcionado yo, aquél, ligero, que usaba Battista contra los ratones, y que hacía un tiempo que ella —descuidando sus cacerías— había abandonado colgado de un clavo.

El conde preguntó por la caza de los alrededores. El barón respondía con generalidades, porque, privado como estaba de paciencia y de atención por el mundo circundante, no sabía cazar. Intervine yo, aunque tenía prohibido entrometerme en las conversaciones de los mayores.

—¿Y tú qué sabes, tan pequeño? —terció el conde.

—Voy a buscar los animales derribados por mi hermano, y se los llevo a los... —estaba diciendo, pero nuestro padre me interrumpió:

—¿Quién te ha invitado a conversar? ¡Vete a jugar!

Estábamos en el jardín, era tarde y aún había claridad, siendo verano. Y de pronto por los plátanos y olmos, tranquilamente se acercaba Cósimo, con el gorro de piel de gato en la cabeza, el fusil en bandolera, un asador en bandolera por el otro lado, y las polainas enfundadas.

—¡Eh, eh! —dijo el conde levantándose y moviendo la cabeza para ver mejor, divertido—. ¿Quién hay allí? ¿Quién hay allí arriba, sobre los árboles?

—¿Qué pasa? No tengo ni idea... Le habrá parecido... —decía nuestro padre, y no miraba en la dirección indicada, sino a los ojos del conde, como para asegurarse de que veía bien.

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