Authors: Italo Calvino
Ya estaba cerrada la portezuela, el cochero estaba en el pescante, y Cósimo que todavía no podía admitir aquella partida, trató de llamar la atención de ella, de darle a entender que le dedicaba aquella cruenta victoria, pero no supo explicarse más que gritándole: «¡He vencido a un gato!»
El látigo chasqueó, la carroza entre el ondear de los pañuelos de las tías arrancó y desde la portezuela se oyó un: «¡Estupendo!» de Viola, no se supo si de entusiasmo o de burla.
Este fue su adiós. Y en Cósimo, la tensión, el dolor de los arañazos, la desilusión de no obtener gloria por su gesta, la desesperación por aquella imprevista separación, todo se le agolpó y prorrumpió en un llanto feroz, lleno de gritos y chillidos y ramitas arrancadas.
—Hors d'ici! Hors d'ici! Polisson sauvage! Hors de notre jardin!
—injuriaban las tías, y todos los sirvientes de los de Ondariva acudían con largos palos o tirando piedras para echarlo.
Cósimo lanzó el gato muerto a la cara de quien estaba debajo, sollozando y gritando. Los criados levantaron el animal por la cola y lo arrojaron a un estercolero.
Cuando supe que nuestra vecina se había marchado, casi esperé que Cósimo bajaría. No sé por qué, ligaba a ella, o también a ella, la decisión de mi hermano de quedarse sobre los árboles.
En cambio ni siquiera se habló de ello. Subí yo a llevarle vendas y ungüentos, y se curó él solo los arañazos del rostro y los brazos. Luego quiso un sedal con un gancho. Lo utilizó para recobrar, desde lo alto de un olivo que sobresalía sobre el estercolero de los de Ondariva, el gato muerto. Lo desolló, aderezó como mejor supo la piel y se hizo con ella un gorro. Fue el primero de los gorros de piel que le vimos llevar durante toda su vida.
El último intento de capturar a Cósimo lo llevó a cabo nuestra hermana Battista. Iniciativa suya, naturalmente, realizada sin consultar con nadie, en secreto, como hacía ella las cosas. Salió de noche, con una caldera de visco y una escalera de mano, y enviscó un algarrobo desde la cima al pie. Era un árbol en el que Cósimo acostumbraba posarse todas las mañanas.
Por la mañana, en el algarrobo se encontraron pegados jilgueros que batían las alas, chochines todos envueltos en aquella porquería, mariposas nocturnas, hojas traídas por el viento, una cola de ardilla, y también un faldón arrancado del frac de Cósimo. Quién sabe si se había sentado en una rama y había conseguido luego liberarse, o si en cambio —más probablemente, dado que de algún tiempo a esta parte no lo veía llevar el frac— aquel pedazo lo había puesto aposta para tomarnos el pelo. Sea como fuere, el árbol quedó asquerosamente embadurnado de visco y después se secó.
Empezamos a convencernos de que Cósimo no volvería jamás, incluso nuestro padre. Desde que mi hermano saltaba por los árboles de todo el territorio de Ombrosa, el barón ya no se atrevía a dejarse ver, porque temía que la dignidad ducal se viera comprometida. Se ponía cada vez más pálido y enjuto de carnes y no sé hasta qué punto era de angustia paterna o de preocupación por consecuencias dinásticas: pero ambas cosas se habían convertido en una sola, porque Cósimo era su primogénito, heredero del título, y si difícilmente puede encontrarse a un barón que salte por las ramas como un francolín, todavía puede admitirse menos que se trate de un duque, aunque sea joven, y desde luego el controvertido título no hallaría en aquella conducta del heredero un argumento en su apoyo.
Preocupaciones inútiles, claro, porque de las veleidades de nuestro padre todos se reían en Ombrosa; y los nobles que poseían villas por los alrededores lo tenían por loco. Entre los nobles ya se había extendido la costumbre de habitar villas en lugares agradables, más que en los castillos de los feudos, y esto daba lugar a que se tendiera a vivir como ciudadanos particulares, a evitar preocupaciones. ¿Quién iba a pensar todavía en el antiguo ducado de Ombrosa? Lo bueno de Ombrosa es que era casa de todos y de nadie: ligada a ciertos derechos con los marqueses de Ondariva, señores de casi todas las tierras, pero desde hacía tiempo municipio libre, tributario de la República de Génova; allí nosotros podíamos estar tranquilos, entre las tierras que habíamos heredado y otras que habíamos comprado por nada al municipio en un momento en que estaba lleno de deudas. ¿Qué más se podía desear? Los nobles formaban una pequeña sociedad, con villas y parques y huertos hasta el mar; todos vivían alegremente haciéndose visitas y yendo de caza, la vida era barata, se disfrutaba de ciertas ventajas de quien está en la Corte sin las molestias, los compromisos y los gastos de quien tiene que ocuparse de una familia real, una capital, unos asuntos políticos. Nuestro padre, en cambio, no apreciaba estas cosas, se sentía un soberano desposeído, y con los nobles de la vecindad había terminado por romper toda relación (nuestra madre, extranjera, puede decirse que nunca la tuvo); lo que tenía también sus ventajas, ya que al no tratarnos con nadie nos ahorrábamos muchos gastos, y enmascarábamos la penuria de nuestras finanzas.
Con el pueblo de Ombrosa no puede decirse que tuviésemos mejores relaciones; ya sabéis como es esa gente, mezquina, que va a lo suyo; en esa época se empezaban a vender bien los limones, con la costumbre de las limonadas azucaradas que se difundía entre las clases ricas; y habían plantado huertas con limoneros por todas partes, y reparado el puerto arruinado por las incursiones de los piratas mucho tiempo antes. En medio de la República de Génova, las posesiones del rey de Cerdeña, Reino de Francia y territorios del obispado, traficaban con todos y se reían de todos, si no hubiesen existido aquellos tributos que debían a Génova y que los hacían sudar en cada fecha de cobro, motivo cada año de tumultos contra los recaudadores de la República.
El barón de Rondó, cuando estallaban estos tumultos por los impuestos, creía siempre que estaban a punto de venirle a ofrecer la corona ducal. Entonces se presentaba en la plaza, se ofrecía a los ombrosenses como protector, pero siempre tenía que darse prisa para escapar bajo una granizada de limones podridos. Entonces, decía que había sido tramada una conjura contra él: por los jesuitas, como de costumbre. Porque se le había metido en la cabeza que entre los jesuitas y él había una guerra mortal, y que la Compañía no pensaba más que en conspirar en su contra. En efecto, había habido desavenencias, a causa de un huerto cuya propiedad se disputaban nuestra familia y la Compañía de Jesús; surgió un litigio y el barón, por cuanto estaba entonces en buenas relaciones con el obispo, consiguió alejar al Padre provincial del territorio de la Diócesis. Desde entonces nuestro padre estaba seguro de que la Compañía mandaba a sus agentes para atentar contra su vida y sus derechos; y por su parte trataba de juntar una milicia de fieles que liberasen al obispo, en su opinión hecho prisionero por los jesuitas; y daba asilo y protección a todos aquellos que se declaraban perseguidos por los jesuitas, de suerte que había escogido como padre espiritual nuestro a aquel medio jansenista con la cabeza por las nubes.
Nuestro padre sólo confiaba en una persona, y era el caballero abogado. El barón tenía debilidad por aquel hermano natural, como por un hijo único y desgraciado; y ahora no sabría decir si nos dábamos cuenta de ello, pero seguro que debía de haber, en nuestro modo de considerar a Carrega, algo de celos porque nuestro padre quería más a aquel hermano cincuentón que a nosotros dos. Por lo demás, no éramos los únicos en mirarlo de través: la generala y Battista fingían tenerle respeto, y en cambio no lo podían sufrir; él, bajo aquella apariencia sumisa, se reía de todo y de todos, y quizá nos odiaba a todos, incluso al barón a quien tanto debía. El caballero abogado hablaba poco, a veces se habría dicho que era sordomudo, o que no entendía la lengua: quién sabe cómo conseguía ejercer de abogado, antes, o si ya entonces era tan extraño, antes de los turcos. Quizá incluso había sido persona inteligente, si había aprendido de los turcos todos aquellos cálculos de hidráulica, lo único a que ahora era capaz de aplicarse, y por lo que mi padre hacía alabanzas exageradas. Nunca pude conocer bien su pasado, ni quién había sido su madre, ni cuáles habían sido en su juventud las relaciones con nuestro abuelo (sin duda también él debía tenerle afecto, para haberle hecho estudiar derecho y haberle hecho asignar el título de caballero), ni cómo había ido a parar a Turquía. Tampoco se sabía muy bien si era exactamente en Turquía donde había estado tanto tiempo, o en cualquier otro estado berberisco, Túnez, Argel, aunque desde luego en un país mahometano, e incluso decían que se había convertido a la religión de Mahoma. Se decían tantas cosas: que había desempeñado cargos importantes, gran dignatario del Sultán, Hidráulico del Diván o algo parecido, y que luego una conjura de palacio o unos celos de mujer o una deuda de juego lo habían hecho caer en desgracia y vender como esclavo. Se sabe que fue encontrado encadenado remando entre los esclavos en una galera otomana apresada por los venecianos, que lo liberaron. En Venecia vivía casi como un pordiosero, hasta que no sé qué otra organizó, una pelea (con quién podía pelear, un hombre tan esquivo, lo sabe el cielo) y acabó de nuevo en prisión. Lo rescató nuestro padre, mediante los buenos oficios de la República de Génova, y volvió con nosotros, un hombrecillo calvo con barba negra, muy asustado, medio mudo (yo era un niño, pero la escena de aquella noche se me ha quedado grabada), envuelto en holgados ropajes que no eran suyos. Nuestro padre nos lo impuso a todos como a una persona de crédito, lo nombró administrador, le destinó un estudio que se fue llenando de papeles siempre desordenados. El caballero abogado vestía una larga cimarra y una papalina en forma de fez, como usaban entonces en sus gabinetes de estudio muchos nobles y burgueses; sólo que él en el estudio a decir verdad no estaba casi nunca, y se le empezó a ver vestido así también fuera, en el campo. Acabó por presentarse también a la mesa al modo turco, y lo más raro fue que nuestro padre, tan escrupuloso con las reglas, aparentó tolerárselo.
A pesar de sus funciones de administrador, el caballero abogado casi que nunca conversaba con mayordomos o aparceros o arrendatarios, dada su naturaleza tímida y las dificultades con el habla; y todas las ocupaciones prácticas, el dar órdenes, el estar encima de la gente, recaían siempre en realidad sobre nuestro padre. Enea Silvio Carrega llevaba los libros de cuentas, y no sé si nuestros asuntos iban tan mal por la manera en que él llevaba las cuentas, o si sus cuentas salían tan mal por la manera en que iban nuestros asuntos. Y luego hacía cálculos y dibujos de instalaciones de irrigación, y llenaba de líneas y cifras una gran pizarra, con palabras en escritura turca. De vez en cuando nuestro padre se encerraba con él en el estudio durante horas (eran las más largas permanencias que el caballero abogado realizaba allí), y al poco rato desde la puerta cerrada llegaba la voz airada del barón, los acentos ondeantes de una disputa, pero la voz del caballero casi que no se hacía notar. Después se abría la puerta, el caballero abogado salía con sus pasitos rápidos entre las faldas de la cimarra; el fez tieso en la coronilla, tomaba por una puerta-ventana y se alejaba por el parque y la campiña. «¡Enea Silvio! ¡Enea Silvio!», gritaba nuestro padre corriéndole detrás, pero el hermanastro estaba ya entre las hileras de la viña, o en medio de los limoneros, y se veía sólo el fez rojo avanzar obstinado entre las hojas. Nuestro padre lo perseguía llamándolo; al cabo de poco los veíamos regresar, el barón siempre discutiendo, extendiendo los brazos, y el caballero pequeño cerca de él, encorvado, con los puños apretados en los bolsillos de la cimarra.
Por aquellos días, Cósimo desafiaba a menudo a la gente que estaba en tierra, desafíos de puntería, de destreza, quizá para probar sus posibilidades, todo lo que conseguía hacer allá arriba. Desafió a los granujas al tejo. Estaban en aquellos parajes cerca de Porta Cápperi, entre las barracas de los pobres y los vagabundos. Desde un acebo medio seco y desnudo, Cósimo estaba jugando al tejo, cuando vio acercarse un hombre a caballo, alto, un poco encorvado, envuelto en una capa negra. Reconoció a su padre. La granujería se dispersó; desde las entradas de las chozas las mujeres miraban.
El barón Arminio cabalgó hasta debajo del árbol. Era un atardecer rojo. Cósimo estaba entre las ramas desnudas. Se miraron a la cara. Era la primera vez, desde la comida de los caracoles, que se encontraban así, cara a cara. Habían pasado muchos días, las cosas habían cambiado, uno y otro sabían que ya no se trataba de caracoles, ni de la obediencia de los hijos o la autoridad de los padres; que todas las cosas lógicas y sensatas que podían decirse estarían fuera de lugar; con todo algo tenían que decir.
—¡Dais un hermoso espectáculo, vos! —comenzó el padre, amargamente—. ¡Y muy digno de un gentilhombre! —(Lo había tratado de vos, como acostumbraba en las reprensiones más graves, pero ahora ese hábito tuvo un sentido de alejamiento, de despego.)
—Un gentilhombre, señor padre, lo es tanto estando en el suelo como estando en las copas de los árboles —respondió Cósimo, y enseguida añadió—: Si se comporta rectamente.
—Una buena sentencia —admitió gravemente el barón—, aunque, hace poco, estabais robando ciruelas a un arrendatario.
Era verdad. Le había pillado. ¿Qué debía responder? Sonrió, pero sin altanería ni cinismo: con una sonrisa de timidez, y enrojeció.
También el padre sonrió, con una sonrisa triste, y quién sabe por qué también él enrojeció.
—Ahora os juntáis con los peores bastardos y pordioseros —dijo luego.
—No, señor padre, yo estoy por mi cuenta, y cada uno por la suya —dijo Cósimo, firme.
—Os invito a bajar al suelo —dijo el barón, con voz calmosa, casi apagada— y a recobrar los deberes de vuestro estado.
—No pienso obedeceros, señor padre —dijo Cósimo—, y me duele.
Estaban incómodos los dos, hastiados. Cada uno sabía lo que el otro iba a decir.
—Pero ¿y vuestros estudios? ¿Y vuestras devociones de cristiano? —dijo el padre—. ¿Pensáis crecer como un salvaje de las Américas?
Cósimo calló. Eran pensamientos que todavía no se había planteado y no tenía ganas de plantearse. Luego dijo:
—¿Por estar unos metros más arriba creéis que no me llegarán buenas enseñanzas?
También ésta era una respuesta hábil, pero era ya como una disminución del alcance de su gesto: signo de debilidad, pues.