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Authors: Italo Calvino

El barón rampante (3 page)

El modo en que los caracoles excitaban la macabra fantasía de nuestra hermana, nos empujó, a mi hermano y a mí, a una rebelión, que era, al mismo tiempo, de solidaridad con los pobres animales atormentados, de desagrado por el sabor de los caracoles cocidos y de exasperación por todos y todo, hasta el punto que no hay que sorprenderse que a partir de ese momento madurase Cósimo su gesto y todo lo que le siguió.

Habíamos urdido un plan. Cuando el caballero abogado traía a casa un cesto lleno de caracoles comestibles, los metían en un tonel de la bodega, para que ayunaran, y comiendo sólo salvado se purgasen. Al desplazar la tapa de tablas de este tonel aparecía una especie de infierno, en el que los caracoles subían por las duelas con una lentitud que ya era un presagio de agonía, entre restos de salvado, estrías de opaca baba agrumada y coloreados excrementos, recuerdo de los buenos tiempos de las hierbas al aire libre. Algunos estaban fuera del caparazón, con la cabeza extendida y los cuernos separados, otros encogidos, dejando asomar solamente desconfiadas antenas, otros de tertulia como comadres, otros adormecidos y encerrados, otros muertos, vueltos al revés. Para salvarlos del encuentro con aquella siniestra cocinera, y para salvarnos a nosotros de sus opíparas comidas, practicamos un agujero en el fondo del tonel, y desde allí trazamos con briznas de hierba picada y miel, un camino lo más escondido posible, detrás de barriles y aparejos de la bodega, para incitar a los caracoles a la fuga, hasta un ventanuco que daba a un bancal inculto y lleno de maleza.

Al día siguiente, cuando bajamos a la bodega a examinar los efectos de nuestro plan, a la luz de una vela inspeccionamos las paredes y los corredores. «¡Aquí hay uno! ¡Aquí otro! ¡Mira éste hasta dónde ha llegado!» Ya una hilera de caracoles sin grandes claros recorría el suelo y las paredes, del tonel al ventanuco, siguiendo nuestra pista. «¡Rápido, caracoles! ¡De prisa, escapad!», no pudimos contenernos de decirles, viendo los animalillos andar lentamente, no sin desviarse en inútiles rodeos por las desconchadas paredes de la bodega, atraídos por ocasionales depósitos y mohos y grumos; pero la bodega estaba oscura, abarrotada, accidentada; esperábamos que nadie pudiera descubrirlos, que todos tuvieran tiempo de escapar.

En cambio, aquel alma sin paz de nuestra hermana Battista de noche recorría toda la casa a la caza de ratones, sosteniendo un candelabro, y con la escopeta bajo el brazo. Aquella noche pasó por la bodega, y la luz del candelabro iluminó un caracol perdido en el techo, con la estela de baba argéntea. Retumbó un disparo. Todos en las camas nos sobresaltamos, pero enseguida volvimos a hundir la cabeza en la almohada, acostumbrados como estábamos a las cacerías nocturnas de la monja doméstica. Pero Battista, destruido el caracol y desplomado un trozo de revoque con aquel escopetazo irrazonable, comenzó a gritar con su vocecilla estridente: «¡Socorro! ¡Se escapan todos! ¡Socorro!» Acudieron los criados medio desnudos, nuestro padre armado con un sable, el abate sin peluca, y el caballero abogado, aún antes de entender nada, por miedo a incordios, escapó al campo y se fue a dormir a un pajar.

Al claror de las antorchas todos se pusieron a dar caza a los caracoles por la bodega, aunque a nadie le importaran gran cosa, pero ahora ya estaban despiertos y no querían admitir, por el amor propio de siempre, que se habían molestado para nada. Descubrieron el agujero en el tonel y comprendieron en seguida que habíamos sido nosotros. Nuestro padre vino a calentarnos a la cama, con el látigo del cochero. Acabamos recubiertos de estrías violetas en la espalda, las nalgas y las piernas, encerrados en un triste cuartucho a modo de prisión.

Nos tuvieron allí tres días, a pan, agua, ensalada y sopa fría (que, por suerte, nos gustaba). Después, la primera comida en familia, como si nada hubiese ocurrido, todos de maravilla, aquel mediodía del 15 de junio; ¿y qué había preparado nuestra hermana Battista, encargada de la cocina? Sopa de caracoles y guiso de caracoles. Cósimo no quiso tocar ni siquiera un caparazón. «¡Comed u os volvemos a encerrar de inmediato en el cuartucho!» Yo cedí, y empecé a tragarme los moluscos. (Fue un poco una bajeza por mi parte, que hizo que mi hermano se sintiera más solo, por lo que en su abandonarnos había también una protesta contra mí, que lo había decepcionado; pero sólo tenía ocho años, y además ¿de qué sirve comparar mi fuerza de voluntad, o mejor, la que podía tener de niño con la obstinación sobrehumana que marcó la vida de mi hermano?)

¿Y eso? dijo nuestro padre a Cósimo.

¡No y no! dijo Cósimo, y rechazó el plato.

¡Fuera de esta mesa!

Pero Cósimo ya nos había vuelto las espaldas y estaba saliendo del comedor.

¿Adónde vas?

Lo veíamos por la puerta de cristales mientras cogía su tricornio y su espadín en el vestíbulo.

¡Lo sé yo! y corrió hacia el jardín.

Al cabo de un momento, por las ventanas, vimos que trepaba por la encina. Iba vestido y acicalado con gran pulcritud, tal como nuestro padre quería que viniese a la mesa, pese a sus doce años: cabellos empolvados con lazo en la coleta, tricornio, corbata de encaje, frac verde con colas, calzones de color malva, espadín, y polainas altas de piel blanca hasta medio muslo, única concesión a una forma de vestir más acorde con nuestra vida campestre. (Yo, como sólo tenía ocho años, estaba dispensado de los polvos en los cabellos, salvo en las ocasiones de gala, y del espadín, que en cambio me habría gustado llevar). Así que subía por el nudoso árbol, moviendo brazos y piernas por las ramas con la seguridad y rapidez que se debían a la larga práctica llevada a cabo conjuntamente.

Ya he dicho que en los árboles pasábamos horas y horas, y no por algún motivo provechoso como hacen tantos chicos, que suben a ellos sólo para buscar fruta o nidos de pájaros, sino por el placer de salvar salientes del tronco y horcaduras, y llegar lo más arriba posible, y encontrar sitios adecuados donde entretenernos mirando el mundo allá abajo, y poder gastar bromas a quien pasara por debajo. Consideré pues natural que el primer pensamiento de Cósimo, en aquel injusto ensañarse contra él, hubiese sido el de trepar a la encina, árbol que nos era familiar, y que teniendo las ramas a la altura de las ventanas del comedor, imponía su actitud desdeñosa y ofendida a la vista de toda la familia.

Vorsicht! Vorsicht!
Pobre, ¡se va a caer! exclamó ansiosa nuestra madre, que nos habría visto de buena gana a la carga bajo los cañonazos, en tanto que se inquietaba por todos nuestros juegos.

Cósimo subió hasta la horquilla de una gruesa rama en donde podía estar cómodo, y se sentó allí, con las piernas que le colgaban, cruzado de brazos con las manos bajo los sobacos, la cabeza hundida entre los hombros, el tricornio calado sobre la frente.

Nuestro padre se asomó al antepecho.

¡Cuando te canses de estar ahí ya cambiarás de idea! le gritó.

Nunca cambiaré de idea dijo mi hermano desde la rama.

¡Ya verás, en cuanto bajes!

¡No bajaré nunca más! Y mantuvo su palabra.

II

Cósimo estaba en la encina. Las ramas se agitaban, altos puentes sobre la tierra. Soplaba un viento ligero; hacía sol. El sol se filtraba entre las hojas, y nosotros, para ver a Cósimo, teníamos que hacer pantalla con la mano. Cósimo miraba el mundo desde el árbol: todo, visto desde allá arriba, era distinto, y eso ya era una diversión. La avenida tenía una perspectiva bien diferente, y los parterres, las hortensias, las camelias, la mesita de hierro para tomar el café en el jardín. Más allá las copas de los árboles se hacían menos espesas y la huerta descendía en pequeños campos escalonados, sostenidos por muros de piedras; detrás estaba oscurecido por los olivares, y, más allá, asomaban los tejados de la población de Ombrosa, de ladrillos descoloridos y pizarra, y se distinguían las vergas de los navíos, allí donde debía de estar el puerto. Al fondo se extendía el mar, con el horizonte alto, y un lento velero lo atravesaba.

El barón y la generala, después del café, salían ahora al jardín. Miraban un rosal, simulaban no apercibirse de Cósimo. Iban del brazo, pero en seguida se separaban para discutir y gesticular. Yo, en cambio, llegué hasta la encina, como jugando por mi cuenta, aunque en realidad trataba de llamar la atención de Cósimo; pero él me guardaba rencor y continuaba mirando a lo lejos. Cesé en mi empeño, y me acurruqué detrás de un banco para poder seguir observándolo sin ser visto.

Mi hermano estaba como de vigía. Miraba a todas partes, y nada importaba. Entre los limoneros pasaba una mujer con un cesto. Subía un arriero por la cuesta, cogido a la cola de la mula. No se vieron entre sí; la mujer, al ruido de los cascos, se volvió y se asomó al camino, pero no llegó a tiempo. Entonces se puso a cantar, pero el arriero pasaba ya la vuelta, aguzó el oído, chasqueó el látigo y dijo a la mula: «¡Aah!» Todo acabó aquí. Cósimo veía, esto y aquello.

Por la avenida pasó el abate Fauchelafleur con el breviario abierto. Cósimo cogió algo desde la rama y se lo dejó caer a la cabeza; no distinguí qué era, quizá una pequeña araña, o un trozo de corteza; no lo recogió. Con el espadín Cósimo se puso a hurgar en un agujero del tronco. Salió una avispa irritada, la echó agitando el tricornio y siguió su vuelo con la mirada hasta una calabacera, donde se escondió. Veloz como siempre, el caballero abogado salió de la casa, tomó las escalerillas del jardín y se perdió entre las hileras de la viña; Cósimo, para ver adónde iba, trepó a otra rama. Allí, entre el follaje, se oyó un aleteo, y alzó el vuelo un mirlo. Cósimo se enojó porque había estado allá arriba todo aquel tiempo y no se había dado cuenta de su presencia. Estuvo mirando a contraluz si había otros. No, no había ninguno.

La encina estaba cerca de un olmo; las dos copas casi se tocaban. Una rama del olmo pasaba a medio metro por encima de una rama del otro árbol; le fue fácil a mi hermano dar el paso y conquistar así la cima del olmo, que no habíamos explorado nunca, pues era de horcadura alta y difícil de alcanzar desde el suelo. Ya en el olmo, buscando siempre una rama que pasara muy cerca de las ramas de otro árbol, se pasaba a un algarrobo, y luego a una morera. Así era como veía avanzar a Cósimo de una rama a otra, caminando suspendido sobre el jardín.

Algunas ramas de la gran morera llegaban hasta la tapia de nuestra villa y la sobrepasaban; del otro lado estaba el jardín de los de Ondariva. Aunque éramos vecinos, no sabíamos nada de los marqueses de Ondariva y nobles de Ombrosa, porque al disfrutar ellos de ciertos derechos feudales sobre los que nuestro padre se jactaba de tener pretensiones, un odio recíproco dividía a las dos familias, así como una tapia alta que parecía el muro de un castillo dividía nuestras villas, no sé si mandado erigir por nuestro padre o por el marqués. Añádase a esto el celo con que los Ondariva rodeaban su jardín, poblado, por lo que se decía, de especies de plantas nunca vistas. Y en efecto, el abuelo de los actuales marqueses, discípulo de Linneo, había removido toda la extensa parentela que la familia tenía en las cortes de Francia e Inglaterra, para hacerse enviar las más preciadas rarezas botánicas de las colonias, y durante años los navíos habían desembarcado en Ombrosa sacos de semillas, haces de esquejes, arbustos en macetas, e incluso árboles enteros, con enormes envoltorios de panes de tierra en torno a las raíces; hasta que en aquel jardín crecieron —decían— una mezcla de selvas de la India y de América, si no de Nueva Holanda.

Todo lo que podíamos ver nosotros eran las hojas oscuras de una planta recién importada de las colonias americanas, la magnolia, que asomaban por el borde de la tapia, y de cuyas ramas negras brotaban unas carnosas flores blancas. Desde nuestra morera Cósimo saltó a lo alto de la tapia, dio algunos pasos manteniendo el equilibrio y luego, sosteniéndose con las manos se descolgó al otro lado, donde estaban las hojas y las flores de la magnolia. Desapareció de mi vista; y lo que ahora diré, como muchas de las cosas de este relato de su vida, me las refirió él mismo después, o bien las obtuve de testimonios dispersos y conjeturas.

Cósimo estaba en la magnolia. Aunque de ramas compactas, este árbol era practicable para un muchacho experto en toda clase de árboles como mi hermano; y las ramas resistían su peso, aún cuando eran no muy gruesas y de una madera tan blanda que Cósimo las pelaba con la punta de sus zapatos, abriendo blancas heridas en el negro de la corteza; y envolvía al muchacho en un fresco perfume de hojas, cuando el viento las movía, y el verdear de sus caras ora era opaco, ora brillante.

Pero era todo el jardín lo que olía, y si Cósimo todavía no lograba recorrerlo con la vista, tan irregularmente denso era, ya lo exploraba con el olfato, y trataba de distinguir los distintos aromas, que ya conocía de cuando, traídos por el viento, llegaban hasta nuestro jardín y nos parecían una sola cosa junto con el secreto de aquella villa. Luego miraba la fronda y veía hojas nuevas, algunas grandes y brillantes como si corriese por ellas un velo de agua, otras minúsculas y pinadas, y troncos lisos o con escamas.

Había un gran silencio. Sólo se elevó un vuelo de pequeñísimos mosquiteros, gritando. Y se oyó una vocecita que cantaba:
«Oh, la la la! La ba-lan-çoire...»
Cósimo miró abajo. Colgado de la rama de un gran árbol cercano se balanceaba un columpio, con una niña sentada de unos diez años.

Era una niña rubia, con un alto peinado un poco ridículo para una nena, un vestido azul también de persona mayor, cuya falda, ahora levantada por el columpio, se veía rebosante de encajes. La niña miraba con los ojos entornados y la nariz levantada, como por una costumbre de hacerse la señora, y comía una manzana a mordiscos, doblando la cabeza cada vez hacia la mano con la que tenía al mismo tiempo que sostener la manzana y agarrarse a la cuerda del columpio, y se daba impulso golpeando con la punta de los zapatitos en el suelo cada vez que el columpio estaba en el punto más bajo de su recorrido, y arrojaba de la boca los trocitos de piel de manzana mordisqueada, y cantaba:
«Oh, la la la! La ba-lan-çoire...»,
como una muchachita a quien ya no le importara en absoluto ni el columpio, ni las canciones, ni tampoco (aunque quizá algo más) la manzana, y tuviera ya otros pensamientos en la cabeza.

Cósimo, desde lo alto de la magnolia, se había descolgado hasta la horcadura más baja, y ahora estaba con los pies puestos, uno aquí y otro allá, en dos horquillas y los codos apoyados en una rama frente a él como en un antepecho. Los vuelos del columpio le traían a la niña justo delante de sus ojos.

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