Authors: Italo Calvino
Para cerrar esta breve invitación a adentrarse por el fabuloso mundo de Calvino, quiero traer aquí un texto del autor: la reflexión de Marco Polo en su conversación con Kublai Kan en
Las ciudades invisibles
(Ed. Minotauro, Buenos Aires): «El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo ya. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno. Y hacerlo durar, y darle espacio.» Cósimo Piovasco de Rondó, un ecologista
avant la lettre,
reconoció esa porción de no-infierno en el paisaje boscoso en el cual transcurrió su vida, entre el Piamonte y el mar.
Esther Benítez
Fue el 15 de junio de 1767 cuando Cósimo Piovasco de Rondó, mi hermano, se sentó por última vez entre nosotros. Lo recuerdo como si fuera hoy. Estábamos en el comedor de nuestra villa de Ombrosa, las ventanas enmarcaban las espesas ramas de la gran encina del parque. Era mediodía, y nuestra familia por tradición se sentaba a la mesa a aquella hora, a pesar de estar ya difundida entre los nobles la moda, procedente de la poco madrugadora Corte de Francia, de comer a media tarde. Recuerdo que soplaba viento del mar y las hojas se movían. Cósimo dijo: «¡He dicho que no quiero y no quiero!», y rechazó el plato de caracoles. Nunca se había visto una desobediencia tan grave.
En la cabecera estaba el barón Arminio Piovasco de Rondó, nuestro padre, con peluca sobre las orejas a lo Luis XIV, anticuada como tantas cosas suyas. Entre mi hermano y yo se sentaba el abate Fauchelafleur, limosnero de nuestra familia y preceptor de nosotros dos. Delante teníamos a la generala Corradina de Rondó, nuestra madre, y a nuestra hermana Battista, monja doméstica. En el otro extremo de la mesa, frente a nuestro padre, se sentaba, vestido a la turca, el caballero abogado Enea Silvio Carrega, administrador e hidráulico de nuestras haciendas, y tío natural nuestro, como hermano ilegítimo de nuestro padre.
Hacía pocos meses, habiendo cumplido Cósimo los doce años y yo los ocho, habíamos sido admitidos a la misma mesa que nuestros padres; o sea que yo había salido favorecido en la misma hornada que mi hermano, antes de tiempo, porque no quisieron dejarme aparte comiendo solo. Favorecido lo he dicho por decir; en realidad tanto para Cósimo como para mí había terminado la buena vida, y añorábamos las comidas en nuestra habitación, nosotros dos solos con el abate Fauchelafleur. El abate era un viejecito seco y arrugado, que tenía fama de jansenista, y en efecto, había huido del Delfinado, su tierra natal, para librarse de un proceso de la Inquisición. Pero el carácter riguroso que todos acostumbraban a elogiar de él, la severidad interior que se imponía e imponía a los demás, cedían continuamente a una fundamental vocación por la indiferencia y el dejar pasar, como si sus largas meditaciones con la mirada clavada en el vacío no hubiesen conseguido más que tedio y desgana, y en cada dificultad, incluso mínima, viese la señal de una fatalidad a la que de nada valía oponerse. Nuestras comidas en compañía del abate comenzaban tras largas oraciones, con movimientos de cuchara comedidos, rituales, silenciosos, y ay del que levantara los ojos del plato o hiciera el más leve ruido sorbiendo el caldo...; pero al final de la sopa el abate ya estaba cansado, aburrido, miraba al vacío, daba chasquidos con la lengua a cada sorbo de vino, como si sólo las sensaciones más superficiales y efímeras consiguieran llegar hasta él; al segundo plato ya podíamos ponernos a comer con las manos, y terminábamos la comida arrojándonos corazones de pera, mientras el abate soltaba de vez en cuando uno de sus parsimoniosos:
«Ooo bien...! Ooo alors...!»
Ahora, en cambio, en la mesa con la familia, tomaban cuerpo los rencores familiares, capítulo triste de la infancia. Nuestro padre, nuestra madre siempre allí delante, el uso de los cubiertos para el pollo, y estate derecho, y saca los codos de la mesa, ¡constantemente!, y además aquella antipática de nuestra hermana Battista. Comenzó una serie de reprimendas, de despechos, de castigos, de antojos, hasta el día en que Cósimo rechazó los caracoles y decidió separar su suerte de la nuestra.
Sólo más tarde me di cuenta de esta acumulación de resentimientos familiares; entonces tenía ocho años, todo me parecía un juego, nuestra guerra contra los mayores era la habitual de todos los chicos, no entendía que la obstinación que ponía mi hermano en ella ocultaba algo más hondo.
Nuestro padre el barón era un hombre fastidioso, la verdad, aunque no malvado; fastidioso porque su vida estaba dominada por ideas confusas, como sucede a menudo en épocas de cambio. Los tiempos agitados transmiten a muchos una necesidad de agitarse ellos también, pero totalmente al revés, o de forma desorientada: así, nuestro padre, con lo que entonces se estaba incubando, hacía alarde de pretensiones al título de duque de Ombrosa, y no pensaba más que en genealogías y sucesiones y rivalidades y alianzas con los potentados vecinos y lejanos.
Por eso en casa se vivía siempre como si estuviéramos en el ensayo general de una invitación a la Corte, no sé si a la de la emperatriz de Austria, del rey Luis, o quizá de aquellos montañeses de Turín. Nos servían un pavo, y nuestro padre observaba si lo trinchábamos y descarnábamos según todas las reglas reales, y el abate casi no lo probaba para no dejarse coger en un error, él que debía ayudar a nuestro padre en sus reprensiones. Del caballero abogado Carrega, en fin, habíamos descubierto su fondo de intenciones equívocas: hacía desaparecer muslos enteros bajo los faldones de su zamarra turca, para comérselos luego a mordiscos como le gustaba, escondido en la viña; y nosotros habríamos jurado (aunque nunca conseguimos pillarlo con las manos en la masa, de lo hábiles que eran sus movimientos) que se sentaba a la mesa con el bolsillo lleno de huesos ya descarnados, para dejarlos en el plato en lugar de los cuartos de pavo hechos desaparecer como por encanto. Nuestra madre la generala no contaba, porque usaba bruscos modos militares incluso al servirse en la mesa
«So! Noch ein wenig! Gut!»,
a los que nadie replicaba; pero con nosotros se comportaba, si no con etiqueta, con disciplina, y echaba una mano al barón con sus órdenes de plaza de armas
«Sitz' ruhig!
¡Y límpiate los morros!». La única que se encontraba a sus anchas era Battista, la monja doméstica, que descarnaba pollos con un ahínco extremo, fibra por fibra, con unos cuchillitos afilados que sólo tenía ella, parecidos a bisturís de cirujano. El barón, que acaso habría podido ponérnosla como ejemplo, no osaba mirarla, porque, con aquellos ojos espantados bajo las alas de la cofia almidonada, los dientes apretados en su amarilla carita de ratón, le daba miedo incluso a él. Se comprende, pues, que fuera la mesa el lugar donde salían a luz todos los antagonismos, las incompatibilidades entre nosotros, y también todas nuestras locuras e hipocresías; y que precisamente en la mesa se determinara la rebelión de Cósimo. Por esto me alargo al contarlo, puesto que, en la vida de mi hermano, ya no volveremos a encontrar ninguna mesa aparejada, podemos estar seguros.
Era también el único sitio en donde nos encontrábamos con los mayores. Durante el resto del día nuestra madre se retiraba a sus habitaciones a hacer encajes y bordados y filé, porque la generala, en realidad, sólo sabía ocuparse de estas labores tradicionalmente femeninas, y sólo con ellas se desahogaba de su pasión guerrera. Eran encajes y bordados que acostumbraban a representar mapas geográficos; y extendidos sobre cojines o tapices, nuestra madre los punteaba con alfileres y banderitas, señalando los planes de batalla de la Guerra de Sucesión, que conocía al dedillo. O bien bordaba cañones, con las distintas trayectorias que salían de la boca de fuego, y las cureñas, y los ángulos de tiro, porque era muy competente en balística, y tenía además a su disposición toda la biblioteca de su padre el general, con tratados de arte militar y tablas de tiro y atlas. Nuestra madre era una Von Kurtewitz, Konradine de pila, hija del general Konrad von Kurtewitz, que veinte años antes había ocupado nuestras tierras al mando de las tropas de María Teresa de Austria. Huérfana de madre, el general se la llevaba consigo al campo; nada novelesco, viajaban bien equipados, se alojaban en los mejores castillos, con un tropel de criadas, y ella se pasaba el día haciendo encajes de bolillos; eso que cuentan, que también ella iba a las batallas, a caballo, sólo son leyendas; siempre había sido una mujercita de piel rosada y nariz respingona como la recordamos nosotros, pero le había quedado esa paterna pasión militar, quizá como protesta contra su marido.
Nuestro padre era de los pocos nobles de nuestra tierra que fueron partidarios de los imperiales en aquella guerra; acogió con los brazos abiertos al general Von Kurtewitz en su feudo, puso a su disposición sus hombres, y para demostrar mejor su adhesión a la causa imperial se casó con Konradine; todo con la esperanza del Ducado, y también entonces le fue mal, como de costumbre, porque los imperiales se marcharon pronto y los genoveses lo cargaron de impuestos. Pero había ganado una buena esposa, la generala, como se la llamó después que su padre murió en la expedición a Provenza, y María Teresa le mandó un collar de oro sobre un cojín de damasco; una esposa con la que estuvo casi siempre de acuerdo, aunque ella, criada en los campamentos, no soñaba más que en ejércitos y batallas y le recriminaba no ser más que un chalán desafortunado.
Pero en el fondo los dos se habían quedado en los tiempos de las Guerras de Sucesión, ella con la artillería en la cabeza, él con los árboles genealógicos; ella soñando para nosotros sus hijos un grado en un ejército, no importa cuál, él viéndonos en cambio casados con alguna gran duquesa electora del Imperio... Aun así fueron unos padres buenísimos, pero tan distraídos que los dos tuvimos que crecer casi abandonados a nosotros mismos. ¿Fue un bien o un mal? ¿Quién puede saberlo? La vida de Cósimo fue tan fuera de lo normal como metódica y modesta la mía, y sin embargo pasamos nuestra infancia juntos, indiferentes ambos a los resentimientos de los adultos, buscando caminos distintos de los frecuentados por la gente.
Trepábamos a los árboles (estos primeros juegos inocentes se cargan ahora en mi recuerdo de un destello de iniciación, de presagio; pero ¿quién lo pensaba, entonces?), subíamos por los torrentes saltando de roca en roca, explorábamos cuevas en la orilla del mar, nos deslizábamos por las balaustradas de mármol de las escalinatas de la villa. Por uno de estos deslizamientos se originó una de las más graves causas de discordia de Cósimo con los padres, porque fue castigado, injustamente según él, y desde entonces guardó rencor contra la familia (o la sociedad, o el mundo en general) que se manifestó luego en su decisión del 15 de junio.
A decir verdad, ya habíamos sido advertidos de no deslizamos por la balaustrada de mármol de las escaleras, no por miedo a que nos rompiésemos un brazo o una pierna, que de esto nuestros padres no se preocuparon nunca, y fue la razón creo yo de que nunca nos rompiésemos nada; sino porque al crecer y aumentar de peso podíamos echar abajo las estatuas de antepasados que nuestro padre había mandado colocar sobre los pilares terminales de las balaustradas en cada tramo de escaleras. Ya una vez Cósimo había hecho caer un tatarabuelo obispo, con la mitra y todo; le castigaron, y desde entonces aprendió a frenar un instante antes de llegar al final del tramo y a saltar cuando faltaba un pelo para chocar contra la estatua. También yo aprendí eso, porque lo seguía en todo, sólo que, siempre más modesto y prudente, me apeaba a la mitad del tramo, o bien no me deslizaba seguido, sino con continuos frenazos. Un día él bajaba por la balaustrada como una flecha, ¿y quién estaba subiendo las escaleras? El abate Fauchelafleur que se iba a pasear, con el breviario abierto, pero con la mirada fija en el vacío como una gallina. ¡Si hubiera estado medio dormido como de costumbre! Pero no, se hallaba en uno de esos momentos que también le daban, de extrema atención e inquietud por todo. Ve a Cósimo, piensa: balaustrada, estatua, ahora se le echa encima, ahora me reprenden también a mí (porque a cada travesura nuestra le regañaban también a él por no saber vigilarnos), y se lanza a la balaustrada para detener a mi hermano. Cósimo da contra el abate, lo arrastra consigo por la balaustrada (era un viejecito todo piel y huesos), no puede frenar, choca con más fuerza contra la estatua de nuestro antepasado Cacciaguerra Piovasco, cruzado en Tierra Santa, y se precipitan todos al pie de las escaleras; el cruzado hecho añicos (era de yeso), el abate y él. Hubo reprimendas hasta nunca acabar, azotes, deberes de castigo, encierros a pan y sopa fría. Y Cósimo, que se sentía inocente porque la culpa no había sido suya, sino del abate, salió con aquella invectiva feroz: «¡Yo me río de todos vuestros antepasados, señor padre!», que ya anunciaba su vocación de rebelde.
Nuestra hermana, en el fondo, lo mismo. También ella, si bien vivía en el aislamiento que le había impuesto nuestro padre, tras la historia del marquesito De la Mela, siempre había sido de espíritu rebelde y solitario. Qué fue lo que pasó aquella vez con el marquesito, nunca se supo del todo. Hijo de una familia enemiga nuestra, ¿cómo se pudo introducir en casa? ¿Y para qué? Para seducir, o mejor, para violar a nuestra hermana, se dijo en el largo litigio que mantuvieron después las dos familias. En realidad, nunca conseguimos imaginarnos a aquel bobalicón pecoso como un seductor, y menos aún con nuestra hermana, desde luego más fuerte que él, y famosa por echar pulsos incluso con los mozos de cuadra. Y además, ¿por qué fue él quien gritó? Y los criados que acudieron con nuestro padre, ¿por qué lo hallaron con los pantalones hechos pedazos, destrozados como por las garras de una tigresa? Los De la Mela nunca quisieron admitir que su hijo hubiese atentado contra el honor de Battista ni consintieron el matrimonio. Así nuestra hermana acabó sepultada en casa, con los hábitos de monja, aún sin haber hecho votos ni siquiera de terciaria, dada su dudosa vocación.
Su ánimo pérfido se expansionaba sobre todo con la cocina. Era excelente cocinando, ya que no le faltaba ni prontitud ni fantasía, cualidades principales para una cocinera, pero donde ella ponía las manos no se sabía qué sorpresas podían llegarnos luego a la mesa; una vez preparó unas tostadas con paté, la verdad es que exquisitas, de hígado de ratón, y no nos lo dijo hasta que las hubimos comido y encontrado buenas; por no hablar de las patas de saltamontes, las de atrás, duras y dentelladas, puestas en mosaico sobre un pastel; y los rabitos de cerdo, asados como si hubiesen sido rosquillas; y aquella vez que dio a cocer un puercoespín entero, con todas las púas, quién sabe por qué, desde luego sólo para impresionarnos cuando levantaron el cubreplatos, porque ni ella, que siempre comía todas las cosas raras que preparaba, lo quiso probar, aún cuando era un puercoespín cachorro, rosado, sin duda tierno. En realidad, gran parte de esta horrenda cocina era ingeniada sólo por su aspecto, más que por el placer de hacernos saborear junto a ella manjares con unos sabores horripilantes. Estos platos de Battista eran unas obras de delicada orfebrería animal o vegetal: coliflores con orejas de liebre puestas sobre un anillo de pelos de liebre; o una cabeza de cerdo de cuya boca salía, como si sacara la lengua, una langosta roja, y la langosta entre las pinzas sujetaba la lengua del cerdo como si se la hubiese arrancado. Luego los caracoles: había conseguido decapitar no sé cuántos caracoles, y las cabezas, aquellas cabezas de caballitos tan viscosas, las había clavado, creo que con mondadientes, sobre unas pastas de hojaldre, y parecían, cuando llegaron a la mesa, una bandada de minúsculos cisnes. Y más aún que la vista de aquellas chucherías impresionaba pensar en todo el empeño que sin duda Battista había puesto al prepararlas, imaginar sus manos sutiles mientras desmembraban aquellos cuerpecitos de animales.