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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico

Dormir al sol (5 page)

La voz le silbaba con la rabia. Le dije:

—Me voy a mis relojes.

Al pasar frente al baño creo que vi en el espejo a Adriana María medio despechugada. Menos mal que no la sorprendió Ceferina, porque hubiéramos tenido tema para rato.

16

Me volqué en los relojes empujado por una comezón misteriosa, a lo mejor por la esperanza de que el trabajo me tapara los pensamientos. Cuando faltaba poco para la cena, calculé que si mantenía el ritmo de actividad, para el fin de semana estarían listas las composturas prometidas para fin de mes.

Le tocó el turno al Systeme Roskopf del farmacéutico. Hablemos de lo que hablemos, don Francisco suelta siempre, como si respondiera a un mecanismo de relojería, sentencias del tipo: «Es mi crédito" o "Ya no se fabrican máquinas como éstas" o, si no, la que para él resume todas las ponderaciones: "Lo heredé del finado mi padre". Mientras desarmaba el reloj, yo pensaba: "Para no contrariar a Standle, permití que la encerraran en el Frenopático. Por algo dice Diana que los maridos, en el afán de quedar bien con el primer llegado, sacrifican a la mujer». No me pregunte qué le pasaba al Systeme Roskopf: trabajé en esa máquina con la mente muy lejos.

Al rato mis pensamientos y los mismos relojes se me volvieron insufribles. Creo que nuevamente le di la razón a Diana y aun sentí un rechazo por el oficio de relojero. ¿Por qué mirar de cerca detalles tan chicos? Me levanté del banco, anduve por el cuarto como un animal enjaulado, hasta que los carillones empezaron a sonar. Entonces apagué la luz y me fui.

Entré en el comedor, que estaba en la penumbra, con el televisor encendido. Créame, por un instante casi no aguanto la felicidad: de espaldas, frente a la pantalla ¿a quién veo? Usted acertó: a Diana. Yo corrí a abrazarla, cuando debió de oírme, o adivinó mi presencia, porque se volvió. Era Adriana María. Debo reconocer que se parece a mi señora; en morena, como le dije, y con notables diferencias de carácter. Al ver que no era Diana sentí contra la mujer tanto despecho que sin proponérmelo comenté a media voz: «No cualquiera toma su lugar». Tranquilamente Adriana María me dio la espalda y siguió mirando la televisión. Entonces pasó algo muy extraño. El despecho desapareció y me invadió de nuevo el bienestar. Ni uno mismo se entiende. Sabía que esa mujer no era mi señora, pero mientras no le viera la cara, me dejaba engañar por las apariencias. Probablemente usted pueda sacar de todo esto consecuencias bastante amargas acerca de lo que Diana es para mí. ¿No es más que su cabello, o menos todavía, la onda de su cabello sobre los hombros, y la forma del cuerpo y la manera de sentarse? Quisiera asegurarle que no es así, pero da trabajo poner en palabras un pensamiento confuso.

Usted dirá que Diana tiene razón, que la relojería es mi segunda naturaleza, que propendo a mirar de cerca los pormenores. Creo, sin embargo que la escena anterior, insignificante si la recuerdo por separado, junto al resto de los sucesos que le refiero, adquiere sentido y sirve para entenderlos.

17

Por una hora larga me refugié de nuevo en los relojes. Cuando volví a la casa, Adriana María mostraba a Ceferina el árbol genealógico de los Irala. Se lo había preparado, a precio de oro, el mismo pelafustán de la Rural, que les contó que descendían de un Irala, del tiempo de la colonia. Como dice Aldini, solamente a mí pudo tocarme una familia tan enteramente distinta de cuanto se ve en esta época. Miré por encima del hombro de mi cuñada y al descubrir en uno de los últimos retoños el nombre Diana —figuro a su lado, unido por un guión— me conmoví. Pobre, está lucida, con un flojo como éste. De pronto levanté la vista y vi que Ceferina se reía. Probablemente se reía de la vanidad de mi cuñada, aunque tal vez me sorprendió cuando yo me pasaba la mano por los ojos. Para sorprender las ridiculeces ajenas la vieja es corno luz.

Un hecho parecía evidente: en mis tribulaciones más me valía no pedir comprensión a las mujeres que tengo cerca. Ceferina tomó un aire de suficiencia, de preguntar «¿No te lo decía?" A mí me gustaría saber qué me echaba en cara la vieja. Yo no me casé con mi cuñada, sino con mi señora. Usted me dirá: "Es bien sabido, uno supone que se casa con una mujer y se casa con una familia». Le aclaro que si fuera necesario yo me casaría de nuevo con Diana, aunque debiera llevar a babuchas a Adriana María, a don Martín y a Martincito. Por cierto, en aquellos días lamenté de veras que la cuñada fuera tan igual a mi señora.

A cada rato la confundía, lo que me sobresaltaba con la ilusión de tenerla de regreso a Diana. Me decía: «Voy a poner mi voluntad en que no me engañe otra vez». Créame, en mi situación, no conviene una persona parecida en la casa, porque todo el tiempo le recuerda a usted la ausencia de la verdadera.

A lo mejor ya le conté que soy un poco maniático; no aguanto, por ejemplo, el olor a comida en la ropa ni en el pelo. Diana siempre me embroma, me dice que tal vez no me interesen los antepasados, pero que tengo delicadezas de niño bien. Vaya uno a saber qué guisaba esa tarde Ceferina; lo cierto es que usted hacía de cuenta que tomaba su baño turco en el vapor del ajo. Debí de quejarme, porque Adriana María me preguntó:

—¿Te molesta el olorcito? ¡A mí me da un hambre! Si querés, venite a mi pieza.

Antes de salir miré para atrás. Ceferina me guiñaba un ojo, aunque sabe perfectamente que a mí no me gusta que la gente piense disparates. La contrariedad se me habrá visto en la cara, porque Adriana María me preguntó con la mayor preocupación:

—¿Qué le sucede al pobrecito? —Apoyó las manos en mis hombros, me miró fijamente, sin titubear cerró la puerta de una patada e insistió con una voz muy cariñosa— ¿Qué le sucede?

Yo quería librarme de sus brazos y salir de la pieza, porque no sabía qué decirle. No podía mencionar el guiño de Ceferina sin reavivar el encono entre las dos mujeres y a lo mejor sin dar a entender que desaprobaba, como una falta de tino, el hecho tan inocente de cerrar la puerta. De modo que no alegué el motivo del momento, sino el de toda hora. Obré así en la inteligencia de asegurarme la simpatía de mi cuñada.

—Me pregunto si no es una barbaridad —murmuré.

Debí de estar pálido, porque se puso a fregarme como si tratara de excitar, en todo mi cuerpo, la circulación de la sangre.

—¿Dónde está la barbaridad? —exclamó, de lo más contenta.

—¿Vos creés que fue indispensable?

—¿Que fue indispensable qué?

Pronunció por separado cada palabra. Parecía una boba.

—Encerrarla en el Frenopático —aclaré.

No entiendo a las mujeres. Sin causa aparente, Adriana María pasó de la animación al cansancio. Un doctor que la veía a mi señora me dijo que eso ocurre cuando baja de golpe la presión de la sangre. Ahora mi cuñada parecía postrada, aburrida, sin ánimo para hablar ni para vivir. Yo estaba por aconsejarle que se vigilara la presión, cuando murmuró, tras visible esfuerzo:

—Es por su bien.

—No estoy seguro —contesté—. Quién sabe lo que sufre la pobrecita, mientras nosotros hacemos lo que se nos da la gana.

Rió de un modo extraño y preguntó:

—¿Lo que se nos da la gana?

—Una internación, che, te la regalo.

—Ya pasará.

—No hay que llamarse a engaño —insistí—. La pobrecita está en un manicomio.

En un tono que me cayó bastante mal, replicó:

—Dale con la pobrecita. Otras no tienen la suerte de que les paguen un manicomio de lujo.

—Un manicomio es un manicomio —protesté.

Me contestó:

—El lujo es el lujo.

Yo había concebido la esperanza de entenderme con ella, de que fuera una verdadera hermana en mi desolación, pero usted ve las enormidades que decía. Me reservaba, todavía, una sorpresa. Cuando un reloj de cuco empezó a dar las ocho, se retorció como si algo la sacara de quicio y gritó destempladamente:

—No vuelvas a cargosear con esa mujer.

Como lo oye: a su propia hermana la llamó esa mujer.

Sin contestar palabra salí del cuarto. Adriana María debía de estar furiosa, porque levantó la voz muy claramente masculló «podrida", "hasta cuándo", "qué le verá». No me di por enterado y me alejé.

En el corredor tropecé con Ceferina, que inmediatamente me preguntó:

—¿Así que no le hiciste el gusto?

En un arranque de rabia respondí:

—Esta noche no ceno en casa.

18

No es por agrandar las cosas, pero le aseguro que en una situación como la mía, sin un confidente que me escuche y me aconseje, la soledad se vuelve ingrata. Dígame a quién podía yo recurrir para desahogarme. Por motivos incomprensibles, mi cuñada había tomado entre ojos a Diana. Ceferina, para qué engañarse, nunca la quiso. El chiquilín era un chiquilín. Mi suegro —el pobre no estaba menos contrariado que yo— me echaba la culpa de la internación y me aborrecía. Recuerdo que reflexioné: «Si por lo menos tuviera un perro, como el rengo Aldini, podría conversar de mis penas y consolarme. A lo mejor si le hacía caso a Diana, cuando clamaba por comprar uno, hubiera evitado desgracias».

No bien salí a la noche lamenté el arranque de rabia y me pregunté qué haría con mi persona. Menos mal que en medio de tanta desventura no había perdido enteramente la disposición para comer, porque acodado en una mesa, en cualquier fonda, uno pasa el rato más entretenido que dando vueltas por la calle.

Quizá porque había pensado en Aldini, lo encontré en La Curva. Yo no veía otra explicación. Alguna vez Diana me hizo notar que el hecho es bastante común.

—¿Vos aquí? —pregunté.

Aldini estaba solo, frente a un vaso de vino.

—Tengo a la señora enferma —contestó.

—Yo también.

—Después dicen que no hay casualidades. Elvira, si me quedo en casa, no entra en razón y me prepara la cena. Para que no haga desarreglos le mentí.

—No digas.

—Le inventé que los amigos me invitaron a cenar. No me gusta mentirle.

Yo le dije:

—Te invito, así no le has mentido.

—Cenamos juntos. No tenés por qué invitar.

Traté de explicarle que si no lo invitaba habría mentido a la señora, pero me enredé en la argumentación. Pedimos guiso.

—Nunca pensé que te encontraría en La Curva —aseguré sinceramente.

—Después dicen que no hay casualidades —contestó.

—¿Casualidades? —pregunté— ¿Qué tienen que ver las casualidades?

—Los dos en La Curva. Los dos con la señora enferma.

Reconocí:

—Tenés razón.

Es inteligente Aldini. Repitió varias veces:

—Los dos con la señora enferma.

—Uno anda desorientado —observé.

Como tardaban con el guiso, vacié la panera. A la altura de mi nuca alguien habló:

—No le hagan caso al hipocritón éste —me volví; era el Gordo Picardo, que me apuntaba con el dedo y que decía—: De contrabando metió en la casa a la cuñada, que es el vivo retrato de la señora.

Guiñó el ojo (como Ceferina, un rato antes), no esperó a que lo invitáramos, tomó asiento, pidió una porción de guiso y con aire de gran personaje dio sus dos o tres pitadas al cigarrillo medio aplastado que Aldini había dejado en el cenicero.

Desde los billares avanzó a nuestra mesa un señor rubio, cabezón, de estatura por debajo de la normal, fornido en su traje ajustado. Entiendo que estaba peinado con gomina y parecía muy limpio y hasta lustroso. A la legua usted notaba que era de los que se manicuran en las grandes peluquerías del centro. Con apuro el Gordo Picardo lo presentó:

—El doctor.

—El doctor Jorge Rivaroli —aclaró el individuo—. Si no es inoportuno los acompaño.

Picardo le arrimó una silla. Como si nos faltara el tema hubo un largo silencio. Yo seguía comiendo pan.

—El tiempo se muestra variable —opinó el doctor.

—Lo peor es la humedad —respondió Aldini.

Picardo me dijo:

—Prometiste que ibas a interesarte, a lo mejor, en redoblonas.

—No juego —contesté.

—Bien hecho —aprobó el doctor—. Hay demasiada inseguridad en este mundo para que todavía agreguemos un juego de azar.

Picardo me miró ansiosamente.

—Vos prometiste —insistió.

Lo disuadió el doctor:

—No hay que aburrir a la gente, Picardito.

—¿Y para beber, señores? —preguntó el patrón, don Pepino en persona, que se largó a nuestra mesa en cuanto vio a Rivaroli.

—Para todo el mundo Semillón —ordenó el doctor—. Tinto, se comprende.

Prefiero el vino blanco, pero no dije nada.

—Medio sifón de soda —agregó Aldini.

Aunque infeliz a más no poder, Picardo no deja de ser avieso.

—El señor tiene a la señora enferma —explicó, señalándome— pero que no se queje, porque metió en casa a la cuñada que es igualita.

—No es lo mismo —protesté.

Todos se rieron. Con la respuesta yo daba entrada a la discusión de mis intimidades, lo que me desagradaba profundamente.

Picardo comentó:

—Apuesto que en la oscuridad la confundís con tu señora. Por algo dicen que en boca de los locos se oye la verdad.

—A mí —observó pensativamente Aldini, y yo le agradecí que distrajera la atención hacia él— en la luz de la tarde me pasa una cosa bastante rara. Si la cuento se van a reír.

Por lealtad le aconsejé:

—No la cuentes.

—¿Por qué no la va a contar? —preguntó el doctor y sirvió una vuelta de Semillón—. Entiendo que estamos entre amigos.

Aldini confesó:

—Tal vez porque la vista se me nubla, cuando hay poca luz, veo a mi señora más linda, no sé cómo decirles, como si fuera joven. Una cosa bastante rara: en esos momentos creo que es como la veo, la muchacha que fue cuando joven y la quiero más.

—¿Y si te calzás los anteojos? —preguntó Picardo.

—Qué querés, aparecen detalles que más vale pasar por alto.

—No te reconozco —dije—. Generalmente no pecás de indiscreto.

—Bueno, che —protestó—, un día puedo estar medio alegre.

Hablando engoladamente apuntó el doctor:

—El señor es un enamorado de la belleza.

Picardo me señaló con el dedo.

—Ése también. Si no me cree, doctor, pregunte por el señor y la cuñada que tiene. Mandan fuerza.

—No molestes, Picardito —amonestó el doctor.

—Yo no hincho —protestó Picardo—. ¿A que no sabe, doctor, qué le pasa al pobre sujeto? En contubernio con un alemán que enseña a los perros metió a la señora en el loquero y ahora está arrepentido.

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