—Le previne también que muy difícilmente usted tendría la salud necesaria para enfrentar, a diario, a una persona normal. Ahí le recordé el ejemplo de la fruta podrida.
—Mire, doctor, usted me habla por cuentitos y figuras, pero yo le digo lo que siento. Cuando Diana me mira en los ojos, yo pienso algo rarísimo.
—No me pida que enferme a la señora porque el marido está enfermo.
Como soy terco, insistí:
—No, doctor, no le pido eso. Escúcheme: hay algo raro en Diana. Es otra.
El doctor volvió a ocultar la cara entre las manos. De pronto se incorporó, levantó los brazos y me gritó:
—Para que salga de dudas, le voy a sugerir un expediente muy simple. Tómele todas las impresiones digitales que quiera. Después me dirá si es o no es la misma.
—Usted no me entiende. ¿Cómo se imagina que voy a ponerle los dedos a la miseria a la pobrecita?
—Entonces ¿está convencido?
—Le digo la verdad: estoy casi convencido de que es inútil hablar con usted. No tengo más remedio que hablar con ella. Voy a encontrar el modo de arrancarle la verdad.
Reger quedó sumido en un silencio tan largo que me pregunté si no era la clara indicación de que daba por terminada la entrevista. Caminando como sonámbulo, rodeó el escritorio y llegó a la pileta. Creo que pensé que de golpe me daría el gusto de despertarlo en ese estado de ensoñación con alguna palabra irónica sobre el tratamiento que ellos aplicaban. Me parece que en ese momento me clavó la aguja y quedé dormido.
Desperté en un cuarto blanco, en una cama de hierro blanca, junto a una mesita blanca, sobre la que había un velador encendido. Al principio me asombré de verme con un pijama azul, porque todos los que tengo son rayados. Con la mayor tranquilidad, como si explicara un hecho conocido, dije entonces las palabras reveladoras de mi infortunio; «No estoy en casa». Enfrente había una puerta y a mi derecha una ventana. Me levanté y quise abrir primero una, después la otra; no pude.
Se oían explosiones en la calle y pensé en el susto que tendría la pobre Diana, la perra. Cuando empezaron las campanadas, los silbatos, las sirenas, vi que el reloj marcaba las doce en punto. Muy atribulado recordé que era Navidad. «Menos mal que no me sacaron el reloj. Bueno fuera, no estoy preso" reflexioné. Abrí el cajón de la mesa de luz; ahí encontré la billetera con todo mi dinero adentro, el lápiz y el peine. Me faltaba, cuándo no, la cédula. Pensé: "Tengo que reclamarla».
Había dormido todo el día. Me pregunté qué pasaría en casa. Empecé a preocuparme de que Diana y Ceferina estuvieran preocupadas por mí. Apreté un timbre. Quería averiguar si las habían llamado por teléfono para avisarles y de antemano, me indigné, porque supuse que no las habían llamado. «Pobres mujeres, a esta hora estarán medio locas por culpa de este médico».
Iba a apretar de nuevo el timbre, cuando apareció un enfermero y después la enfermera que me ofreció el cafecito el día que vine a buscar a Diana.
—Me voy inmediatamente —anuncié— pero antes van a tener la gentileza de prestarme el teléfono. Voy a hablar a casa y a mi abogado, el doctor Rivaroli, para ponerlo al tanto de este atropello.
Vi que por detrás del enfermero, la enfermera me miraba con aire de súplica y movía negativamente la cabeza.
—Como primera providencia —explicó el enfermero-usted va a tomar este comprimido.
Por la manera en que me sujetó comprendí que por ahora más valía deponer las pretensiones. Como el hombre manipulaba un tubo, aparenté mejor ánimo y le dije:
—No lo necesito. Me siento perfectamente bien.
Pensé: Con otro somnífero como el de hoy, mañana no valgo nada.
—Entonces comerá algo —dijo el hombre en tono amistoso— ¿de qué tiene ganas?
Yo no tenía ganas de nada, salvo de salir y volver a casa.
—¿Qué le parece una sopita de cabello de ángel y un churrasco? —preguntó la enfermera.
Se fueron a buscar la comida. Yo traté de aprovechar los minutos para hacer mi composición de lugar y planear una estrategia. No es fácil pensar, cuando uno se encuentra en una situación alarmante, en la que nunca se vio. A lo mejor la inyección que me aplicó Samaniego todavía me embotaba el cerebro. Por un lado yo me sentía sinceramente indignado; por otro, alcancé a comprender que en manos de enfermeras acostumbradas a lidiar con locos, de nada me valdría rebelarme. Creo que ya entonces entreví mi plan de escribirle, sólo que al principio el destinatario iba a ser Aldini. Tuve la corazonada de que la enfermera me ayudaría y que lo mejor era buscar su aprobación.
Me trajeron la bandeja, con la sopa que tenía más ojos de grasa que fideos, un churrasco y papas hervidas. Para ganar tiempo comí unos pedazos de pan.
—Mucha hambre no tengo —confesé.
—No hay que debilitarse —contestó el enfermero. Desde atrás, la enfermera me miraba ansiosa y dijo:
—Esfuércese por comer un poquitito.
La obedecí.
—Va a tomar sus vitaminas —declaró el hombre.
Yo sentía que me subía la indignación y que no podría contener un desplante. La mujer movía afirmativamente la cabeza. Me di por vencido. Las pastillas eran grandes y de feo olor. Como se me atascaron en la garganta, tuve que echarme otro vaso de agua, que en partes se derramó.
—Todavía está nervioso —observó el enfermero.
—No —contesté con firmeza—. Es la falta de práctica en tomar remedios. —El orgullo me dominó y expliqué—: No van a creer, pero les garanto que hasta hoy no había entrado en este cuerpo lo que se llama una inyección.
El enfermero me miró fríamente y en un tono que me desagradó dijo:
—Ya cambiaremos todo eso. Venga, lo acompañamos al baño.
Tuve que ir, estar y volver en su compañía. Para esas cosas, usted no lo creerá, soy muy delicado y prefiero la soledad. Pensé: Aunque sea por esto, les daré confianza, para que no estén mirándome noche y día.
—Le dejamos un poco de agua, por si tiene sed —anunció la mujer.
—Gracias —dije—. Quiero pedirles un favor. Cualquiera de ustedes, cuando se acuerde, fíjese en mi saco, a ver si está la cédula. No me gusta perder los documentos.
—Ahora no debe pensar en eso —ordenó severamente el hombre.
—Duerma. Duerma bien —me aconsejó con dulzura la mujer—. Si no puede, llame. Le damos una pastillita.
Esta gente no tiene arreglo, vive en otro mundo, haga de cuenta que son marcianos. No nos entienden porque sus costumbres no son las nuestras. Como usted imaginará, me costaba resignarme a la idea de que estaba en ese otro mundo. Sentí que volver al mío era lo esencial, pero no me engañé con la ilusión de que salir del Frenopático fuera un asunto fácil. Desde luego si hubiera entonces medido correctamente mis dificultades, habría dado rienda suelta a los nervios, con algunas consecuencias que prefiero no imaginar.
¿Cuándo volveré? No tengo la menor idea. Si usted quiere ayudarme, quizá dentro de pocos días estaré en casa.
Yo estaba completamente despierto cuando entró la enfermera, a la otra mañana, con el café con leche, pero simulé que dormía. Creo que obré así con el vago propósito de espiarla, sin recordar que los ojos cerrados no ven. Sucedió entonces un hecho inexplicable. Si piensa que le miento, no ha leído con atención lo que llevo escrito; mi relato prueba, me parece, que digo la verdad sin preocuparme de quedar bien. En la circunstancia, además, quedé menos bien que asombrado y molesto.
Ya es hora que le diga que la enfermera dejó la bandeja en la mesita, se inclinó sobre mí, para observarme de cerca y me dio un beso. Con mayor razón perseveré en mi simulacro, que se extendió a los movimientos propios de quien despierta de un sueño profundo. Me preguntó:
—¿Cómo está? ¿Durmió bien?
La mujer escuchaba con sincero interés mis contestaciones. Me dije que tanto escrúpulo profesional no condecía con el besito anterior. En el fuero interno peco de malicioso.
Esa enfermera no me dejará mentirle. Despaché el desayuno con un hambre que daba gusto. Creo que me dijo:
—No sabe lo contenta que me pongo al verlo comer.
De pronto reflexioné: «Con su apariencia afable, da a entender que estuve, o que estoy, enfermo y justifica al doctor».
Como si leyera mis pensamientos, la enfermera dijo:
—Estoy de parte suya. Quiero ayudarlo. Confíe en mí. No podía creer lo que oía.
—Si no le interpreto mal —observé— ¿mi situación aquí sería delicada?
—Todos tratan de escapar —contestó— pero ninguno lo consigue. Usted debe escaparse, debe escaparse.
En ese momento me convencí de la urgencia de escribirle. Me serené un poco y le dije:
—Le voy a pedir un favor. Papel de carta.
—Más tarde me corro al quiosco y se lo traigo.
—Va a guardarme el secreto ¿no es verdad?
—Ya se lo dije: confíe en mí.
Machaqué:
—Con tal de que me guarde el secreto.
—Malo. Desconfiado —dijo con un mohín. Me miró de muy cerca.
—Es una carta para un amigo —expliqué—. ¿Se la podrá llevar? No vive lejos.
—Aunque viva en el fin del mundo.
—No sabe el favor que me hace. Es muy urgente. Contestó:
—Más urgente sería que usted se escapara, pero no veo el modo. Entró el enfermero y me dijo:
—Vamos al baño.
Cuando volví al cuarto me habían hecho la cama. No pude menos que pensar: «Del trato no me quejo. Con tal que sigan en este tren». Como ve, me dieron comodidades y ya me olvidaba de mi señora y de que estaba preso. Le pregunté al hombre si debía meterme en cama. Contestó:
—Haga lo que le pida el cuerpo. Eso sí, no se canse.
No le pregunté cómo podría cansarme.
Se fue. Me arrimé a la ventana y una vez más comprobé que no había forma de abrirla: «Para que los locos» —me expliqué a mí mismo— «no se tiren abajo». Vi que daba a un patio interior, triangular; con un cantero en el centro, con yuyos, que formaban un triángulo más chico, bastante angosto, oscuro y triste. Yo estaba en el quinto piso. Arriba había otra hilera de ventanas.
Apareció la enfermera con el papel de carta.
—No sé cómo agradecerle —dije.
—Si quiere yo le digo.
—¿Cuánto le debo? —pregunté.
Golpearon a la puerta (lo que me asombró, porque todos, hasta ese momento, entraban sin golpear). Era el doctor Campolongo. Le aseguré que dormí de un tirón, que estaba perfectamente, que había tomado un suculento desayuno, pero hablé lo menos posible. Me conozco. Por cualquier pavada levanto presión y ya salgo con esos desplantes que después me traen sinsabores. Me pidió que le contara qué enfermedades había tenido. Le dije:
—El sarampión, de chico, y la viruela boba. Después fui siempre lo que se llama un hombre sano.
Cuando se fue, entró la enfermera y me previno.
—Escriba mientras yo rondo, para que no lo sorprendan. Si le doy la señal —los golpecitos en la puerta— usted me esconde el papel debajo del colchón.
Aunque hubiera jurado que esa mujer trataba de convencerme de que estaba preso, le di las gracias.
Me contraje a la tarea aplicadamente, pero sospeché en seguida que era el asunto demasiado complicado para explicarlo en cuatro o cinco páginas. A fuerza de voluntad perseveré.
Me llevé un susto, porque la enfermera entró y apareció a mi lado sin hacer ruido. Preguntó:
—¿Ya está la carta?
—Sí —contesté—, pero me salió tan embarullada que estoy escribiendo otra. En media hora la tengo.
—Mejor que la deje para después. Traigo el almuerzo.
Almorcé con apetito: hecho bastante inexplicable, en mi situación, porque a mí no me gusta que me estén mirando cuando como, y la enfermera, reclinada contra la puerta, no me sacaba los ojos de encima. Después no retiraba la bandeja y seguía mirando. Para terminar con ese cuadro, dije lo primero que me vino a la mente:
—¿Me jura que los médicos no van a leer mi carta?
—Le juro.
—Es para que ese amigo me saque de aquí —dije antes de pensar que tal vez cometí una imprudencia.
Vi que tenía el mentón en punta, con un lunar del lado izquierdo y me pareció que los ojos le brillaban mucho.
—Yo no complicaría gente de afuera —dijo—, pero voy a hacer lo que mande. Estoy para servirlo, en todo ¿me entiende? Me llamo Paula.
Entre una frase y otra hacía un alto, quizá para que yo comprendiera mejor. Usted se va a reír. Le contesté:
—Una tía mía se llama Paula.
—¿A vos te llaman Lucho? Si no hay nadie, llamame Negra. Tras alguna vacilación articulé la palabra:
—Bueno.
Recogió las cosas y dijo, como pensando en voz alta:
—Si no tiene confianza en mí, está perdido.
En media hora de trabajo despaché la carta, a mi entera satisfacción. Porque Paula no venía, para matar el tiempo, cometí la imprudencia de releerla. Era más clara, pero no más convincente que la primera. «Si me piden socorro con una carta así ¿qué hago?" me pregunté. "La tiro a la basura y pienso en otra cosa».
Perdido en mis cavilaciones me atranqué a la ventana. Al rato descubrí un hecho que reputé de lo más extraño. Si usted miraba con detención, veía gente en ventanas del primero, del segundo, del tercero, del cuarto y hasta del sexto piso; a nadie en las del quinto.
Cuando el enfermero me preguntó si quería ir al baño le dije que sí. Como en ocasiones anteriores, en el trayecto no vi un alma. Porque ese día mi inteligencia funcionaba con prodigiosa velocidad, vinculé una observación con otra y poniendo la voz del que habla por hablar pregunté:
—¿No hay nadie en el quinto piso? Porque lo tomé de sorpresa, balbuceó:
—No…, no. —Agregó enseguida—: Usted.
Me dejó en la habitación y se alejó como si estuviera apurado. Al rato vino Paula.
—¿Ya está la carta? —preguntó.
—Sí —le dije—. Le voy a pedir que se la lleve a este amigo.
Moviendo los labios como si mascara un caramelo pegajoso, Paula leyó el nombre y la dirección.
—¿Viene a quedar? —preguntó.
—Entrando por Acha, la segunda casa, a la izquierda.
—Sí voy esta noche ¿lo encuentro?
—Siempre está —le dije, y le pedí otro favor—: Acepte el dinero, porque mañana quiero más papel, mucho más. No estoy contento con la carta y mañana empiezo de nuevo.
—No es cuestión de bombardear al prójimo. Si piensan que estás loco, no te hacen caso.