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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico

Dormir al sol (13 page)

Desorientado me pregunté si bastaba mi amor por Diana para que Ceferina me aborreciera.

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Con verdadera aprensión rememoro esos últimos días. Reaparecen en la mente rodeados de una luz extraña, como si fueran vistas o cuadros de una pesadilla en progreso, donde todo el mundo, los chicos y las personas que llevo más adentro en el corazón, de pronto persiguen algún increíble propósito de maldad. No le pido crédito para mis apreciaciones, que podrían resultar la divagación de un cerebro ofuscado, pero le garanto que en la narración de los hechos pongo el mayor escrúpulo de exactitud. Recuerde por favor que le escribe un relojero.

Se produjo la primera disputa —en ella los de casa nos mantuvimos como simples espectadores— cuando Adriana María les prohibió a los chiquilines que salieran a la calle.

—Te olvidás que son chicos y no señoritas —protestó don Martín—. La expansión propia de un varón normal es tirar cohetes, despanzurrar gatos y pelearse a puñetazos.

Discutieron largo y tendido. Yo, en mi fuero interno, le daba la razón a Adriana María, pero deseaba el triunfo de don Martín, para que nos viéramos libres, por un rato al menos, de Martincito y de su amigo.

Agravaban el ambiente de sobresalto general, los continuos pero siempre intempestivos estallidos de cohetes en el pasaje y en todo el barrio a la redonda.

Como suele ocurrir, a la hora de la leche, se aflojó la tirantez y hasta hubo risas. La causa de esa jarana era por demás desagradable.

Pero vayamos por partes, como predica mi suegro. El almuerzo y la hora de la siesta no sólo se prolongaron considerablemente, sino que resultaron lo que se dice movidos.

—Únicamente un rencoroso no perdona a un niño —me espetó, ya no sé cuándo, mi cuñada.

Quizá no le faltara razón, pero le aseguro que Martincito y su amigo, un gordo paliducho, nos volvieron locos a todos, en particular a Diana, lo que me disgustó, y a su tocaya, la pobre perra, que se mantuvo el santo día con la cola entre las patas. Recuerdo que Diana se arrimó, para decirme en voz baja:

—Me voy a tomar una aspirina, porque no doy más.

Debo reconocer que don Martín permaneció imperturbable. Era el gran capitán en el puente de mando, sordo a las penurias de la tripulación. Porque seguía una serie que le interesaba notablemente, no quitó los ojos de la pantalla para descalzarse de una de mis pantuflas, empuñar al gordo por el cogote y azotarlo con más rabia que si fuera la alfombra.

—Ave María, qué manera de tratar a un convidado —protestó la cuñada—. Si mañana la vecina me viene con problemas, le digo que hable con vos.

Por mi parte lo defendí al suegro, porque los chiquilines jugaban al escondite detrás de la cortina o debajo de la mesa y continuamente lo sorprendían a uno, sin dar respiro para preguntarse cuál era cuál.

Fui a la pieza a ver qué pasaba con mi señora, que no volvía. La encontré tirada en la cama, con un pañuelo mojado en la frente.

—Pobre Lucho —me dijo—. Cuánto me has de querer para aguantar a esta familia.

Le di las gracias por su bondad, la miré largamente en los ojos, la besé. Estrechamente unidos, volvimos a la reunión, como dos cristianos al pabellón de los leones. La confusión alcanzó el punto álgido cuando Adriana María pidió a su hermana que llevara a Martincito a la cocina, a tomar la leche. Ante el asombro universal, Diana se presentó con el gordo. Todos, créame, soltamos la risa, incluso don Martín. La pobre Diana se puso colorada y se tapó la cara con las manos; yo tuve miedo de que largara el llanto ahí mismo. Para empeorar las cosas, la vieja comentó:

—Ahora no reconoce al sobrino que tanto quiere.

Por fortuna a mi suegro le cayó mal la frasecita y resoplando de rabia preguntó:

—Vamos por partes. Primero usted me dice qué se propone al hablarle así a mi Diana, que recién ha salido del manicomio.

Estas palabras quizá no fueran las más atinadas, pero me arrancaron lágrimas, porque lo mostraban a don Martín como partidario acérrimo de mi señora.

Aunque esté mal que yo lo diga, le garanto que si no fuera por ella, por su bondad y por su don de gentes, pasamos la típica tarde de familia; usted sabe, de conventillo y de sainete. En algún momento, Adriana María, toda almibarada, me reclamó el árbol genealógico, que por un error muy disculpable llamó ginecológico. Diana la escuchó sin pestañear, Ceferina lanzó pullas y don Martín, que actuó de supremo pacificador, nos obligó a tragarnos otra serie en la televisión. Cómo se habrá portado de bien mi señora, que la misma Adriana María, en un aparte, me la ponderó (en un tonito suficiente, eso sí, dando a entender que ella y yo nos comprendíamos como si fuéramos cómplices, lo que siempre me enoja). Cuando por fin la familia se retiraba, mi señora anunció:

—Los acompaño hasta la parada del colectivo.

—Qué parada ni parada, —protestó don Martín, con esa grosería en que se maneja tan cómodamente—. Después de este encierro obligado, los pulmones piden aire puro. Vamos a la placita Zapiola.

—Mejor —exclamó Diana—. Un buen paseo para la perra.

—Pobre perra —dije—. Con el miedo que le tiene a los cohetes, más que paseo va a ser una tortura.

—Tiene que salir —me dijo con impaciencia la vieja—. Sabés perfectamente que adentro de la casa no hace nada.

—Tenemos el jardín para sacarla —repliqué.

—En el jardín tampoco hace nada, porque tiene miedo y quiere entrar —contestó mi señora.

Como ve, no siempre está en contra de lo que dice la vieja.

—Tratá de encontrar para la próxima el árbol ese —me pidió Adriana María—. Lo metí no sé dónde, en el dormitorio de ustedes. ¡Tengo una cabeza!

Porque pensaba en cuestiones que me tocaban de cerca, tardé en comprender que me hablaba del árbol genealógico; recordaba unos tiempos, ahora inimaginables, en que no salía mi señora sin que yo me hundiera en la angustia y el recelo. Pensé, le juro, que no debía quejarme de la suerte.

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> Cuando la familia se alejaba, recapitulé mentalmente la tarde, la califiqué de verdadera pesadilla y, después, recordando un dicho muy del gusto de Aldini, de pantomima acuática. Perdone si la impropiedad de ese dicho le molesta. Yo lo empleo porque señala sin atenuantes el aspecto confuso y a lo mejor cómico de los hechos que sucedieron; aspecto que para mí los vuelve más tristes.

Como se habían ido las visitas, yo entraba en casa con un sentimiento de alivio. Ceferina entonces declaró:

—Este paseo me va a dar un tiempo precioso para que le revise las pertenencias.

En un principio no comprendí, o no pude creer; luego formalmente me opuse.

—¿Cómo te imaginás que voy a permitir esa barbaridad?

Preguntó:

—¿Qué hay de malo?

—¿Cómo qué hay de malo? —repetí.

Para lograr lo que se propone es muy zorra.

—Si no encuentro nada, seré la primera en reconocerlo.

Saqué fuerzas de mi lealtad y no cedí en lo más mínimo. Se lo dije claramente:

—Yo, che, soy leal a mi señora.

Se enojó como si viera en mis palabras algo censurable y hasta ridículo. A veces parecería que le molesta a una mujer que un hombre le asegure que es leal a otra. Ceferina disimuló como pudo la furia, para preguntar en el tonito más dulzón:

—Dejándome con la duda ¿qué ganás?

«Nada" me dije. "Que me cansés y atolondrés con indirectas ¿o no recuerdo lo porfiada que puede ser?». Mientras nos demorábamos en el debate, avanzábamos a la pieza y antes que yo comprendiera el significado de sus actos, empezó a registrar el ropero. Cuando me recuperé del asombro, le grité:

—¡Es un atropello! ¡No lo voy a permitir! ¡Se da vuelta Diana y ya nadie la respeta!

—¿Le tenés mucha fe? —preguntó, casi afectuosamente.

—Una fe absoluta —respondí.

—¿Entonces por qué no dejás que siga? La que va a quedar mal soy yo.

—No lo voy a permitir —repetí, porque no se me ocurría otra cosa.

Aunque nadie lo crea, en ocasiones la vieja me confunde. Por ejemplo, lo que dijo a continuación me pareció, por el término de un minuto —el minuto decisivo, por desgracia— inobjetable.

—Si fracaso —declaró con la mayor solemnidad— nunca más digo una palabra contra Diana. ¿Por qué no te das una corridita hasta el portón? Sería molesto que apareciera de golpe.

Corrí hasta el portón, me asomé, volví a la disparada. Estaba tan perturbado que si no me contengo le digo: «No hay moros en la costa». Le grité:

—No sigas.

—Falta poco —aseguró, sin perder la compostura ni interrumpir la busca.

—¿No comprendés que no hay nada? —le pregunté—. Acabá de una vez.

—Si no encuentro nada ¿quién te va a aguantar?

La salida me hizo gracia; hasta me halagó. Después me pregunté qué estaría buscando con ese ahínco la vieja. Sin dejar ver mi inquietud, repetí:

—Acabá de una vez.

—Quiero dejar todo en orden —dijo, como una persona juiciosa ¿Por qué no te das otra corridita a ver si viene?

Me enojé, porque decía que iba a poner las cosas en orden, pero seguía revolviendo. Le confieso que por mi parte pensé: «Sería desagradable que Diana apareciera de golpe». Corrí de nuevo hasta el portón. Cuando volví al dormitorio, Ceferina agitaba en alto, con aire triunfal, una fotografía. No sentí curiosidad, sino más bien cansancio y miedo. Miedo tal vez de que una inconcebible revelación destruyera todo para siempre.

La vieja tenía la foto agarrada por una esquina; no la soltaba ni me dejaba verla. Por último la mostró. Era una chica, en un parque; una chica de unos veinte años, bastante linda, pero flaca y, yo diría, triste. Me quedé mirándola con una especie de fascinación, que yo mismo no atinaba a explicarme. Por fin reaccioné y pregunté:

—¿Qué hay con eso?

—¿Cómo qué hay con eso?

—Claro —dije—. Si fuera un tipo estarías feliz.

Debí de golpearla en un centro muy sensible, porque abrió la boca y volvió a cerrarla sin articular palabra. Se recuperó demasiado pronto.

—¿A vos te habló de la chica? —preguntó—. A mí no.

—¿Por qué va a hablar de todo el mundo? A lo mejor es una compañera del Frenopático y no la menciona por una delicadeza y por un respeto que vos no podés entender. O simplemente no quiere acordarse de esos días.

Creo que me anoté un punto. Ceferina aflojó la mano y yo le saqué la fotografía. Vi que el papel estaba despegado y enrollado en el ángulo que la vieja tuvo entre los dedos. Cuidadosamente lo desenrollé, lo estiré sobre el cartón; apareció entonces la inscripción impresa: Recuerdo de la Plaza Irlanda. Me desconcerté un poco.

Oímos los ladridos de la perra y —usted no lo va a creer— nos miramos como dos cómplices. Ceferina tomó la fotografía.

—La dejo donde estaba declaró.

La metió entre las prendas de vestir y con la mayor tranquilidad se puso a arreglar el ropero. Salí a recibir a Diana —me avergüenza decirlo— para que la otra tuviera tiempo. Diana me entregó un paquetito.

—Para vos —dijo.

Se fue a dar agua a la perra. Rumbo a la cocina, apareció la vieja con un aire satisfecho, de lo más ofensivo. Le mostré el paquetito y le dije:

—Mientras yo consentía tus desmanes, Diana me compraba un regalo.

Me contestó por lo bajo:

—No sabemos quién es.

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Cuando abrí el paquetito, descubrí con disgusto que el regalo de Diana era un somnífero. Destempladamente le pregunté:

—¿Cómo te imaginás que voy a tomar esto?

La verdad es que yo no necesito somníferos y que el hecho me enorgullece.

Insistió:

—Anoche no pegaste los ojos. Tenés que descansar.

Creo que entonces me enojé. Repetí la pregunta:

—¿Cómo te imaginás que voy a tomar esto? Te garanto que no van a encontrar rastros de droga el día que me hagan la autopsia.

El tema debía de interesarme, porque seguí con la peroración en un tono, que si no era deliberadamente hostil, resultaba violento por lo apasionado. De pronto noté que Diana estaba tristísima. Me avergoncé y yo también me entristecí; hubiera hecho lo imposible por contentarla. Su regalito quizá fuera desatinado y su insistencia inoportuna, pero mi culpa era mayor: ciego de amor propio, aunque la quería más que a nada en el mundo, la atormentaba. Desde que volvió del Instituto, yo nunca le había hablado de ese modo y antes no me hubiera animado. Le pedí perdón, reconocí mi grosería, empecé a mimarla, pero evidentemente no alivié su tristeza. Recuerdo que mientras miraba esa cara tan apenada y tan linda me pregunté, como quien concibe una sospecha absurda, por qué estaría más triste Diana: por la aspereza de mis palabras o simplemente por el hecho de que yo no iba a tomar las gotas. Me avergoncé de este pensamiento, que reputé mezquino, me dije que yo continuamente recibía pruebas de amor de Diana y que ella, por lo menos en este último tiempo, nunca se mostraba empecinada ni caprichosa.

Ceferina abrió la puerta bruscamente y anunció:

—La cena está lista.

Dio media vuelta y masculló una frase que interpreté como: «La otra por lo menos cocinaba».

Yo creo que Diana le tiene miedo, porque usted viera qué pronto se olvidó de la tristeza. Con la mayor solicitud ayudó a servir e insistentemente procuró reanimar la conversación. Buena voluntad inútil: concluimos la comida en silencio.

Mientras las mujeres lavaban los platos, yo hacía la parodia de leer el diario y luchaba contra la modorra que sin necesidad del menor somnífero me voltea si la noche antes no he dormido. A la vieja no se le escapa nada, así que no es milagro que dijera:

—Vos también estás hecho un haragán. Hasta que volvió Diana eras un modelo: cuando yo me iba a dormir, todavía trabajabas con los relojes; lo que es ahora, ni de día ni de noche te acordás que existen. ¿Vas a vivir del amor de tu señora?

—Yo creo —le respondí— que hasta el último esclavo tiene derecho a vacaciones.

No bien volvimos al dormitorio, Diana recayó en la tristeza. Por no saber cómo reanimarla, finalmente le dije:

—No te preocupés. Voy a tomar las gotas.

Yo pensé que para salvar las apariencias me contestaría que si no quería no las tomara. Como si temiera que me arrepintiese, contestó en el acto:

—Voy a buscar un vaso de agua.

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Me acordé entonces de historias contadas tiempo atrás por Picardo, de individuos que echaban dos o tres gotas de alguna droga en el café con leche de señoritas, para exportarlas dormidas a Centroamérica. A pesar de mi honda preocupación, en chanza me pregunté dónde me exportarían.

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