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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico

Dormir al sol (17 page)

—Dame la mano.

Después me pidió que cerrara los ojos y yo discurrí las cosas más descabelladas, que tal vez me iba a dar un papelito con el nombre Félix Ramos o, vaya uno a saber, su tarjeta de visita y que yo oiría «Está abajo, esperando». Uno se queda corto ante la fantasía de la gente. Se lo digo en orden: primero sentí la suavidad y el calor, y sólo después comprendí que Paula había puesto mi mano debajo de su corpiño. Me miró como esperanzada.

—No me rechacés —dijo seriamente—. No me hagás sufrir.

Le contesté:

—No te rechazo…

Si la he tuteado fue por descuido. No seguí en el acto la frase, que debía enumerar las consabidas razones (estoy casado, quiero a mi señora) porque recordé la conversación anterior y creí conveniente encontrar una manera menos terminante de decir las cosas. No quería herirla, pero sobre todo no quería malquistarla, porque, lo que me importaba era salir y recuperar a Diana. Pobre Paula: supo interpretar mi balbuceo de modo que no la hiriera. Dijo:

—Te parece que debemos cuidarnos. Alguien nos descubre, nos aparta y mejor morirse.

Para cambiar de conversación comenté:

—¿Qué me contás del perro que hay en el patio?

—Es para vos —contestó.

—No he de ser el único, en esta casa, con ganas de irse —repliqué, sin dejarla hablar—. Al primer intento, el perro ladra o se abalanza.

Paula guardó silencio, como si pensara «¿Le digo o no le digo?». Finalmente me dijo:

—¿Has preparado el plan de fuga?

—Cuando voy al baño, le doy un empujón al enfermero y lo encierro.

—El te encierra. No: se me ocurrió un plan más difícil; pero menos peligroso. Una de estas noches traigo una herramienta para que abras la ventana.

Creo que todavía yo no había entendido.

—Con el ruido ladra el perro.

—No hagas ruido. Por la cornisa vas a la sala de operaciones.

—¿Eso te parece menos peligroso?

—Sí, porque no te agarran.

—Siento vértigo y el perro, abajo, me espera con la boca abierta.

—No importa. Lo esencial es que te escapes. —¿Por cuál ventana debo entrar?

—Por ésa.

La señaló. Conté, de izquierda a derecha, seis ventanas. Dije:

—Acordate de dejarla abierta.

—La voy a dejar arrimada, sin pasador. Disponemos de una sola noche.

—¿Esta?

—No, no… Ya te diré. No hay que desperdiciarla. Cuando entres por la ventana, verás a la derecha e izquierda dos cuartitos hechos con biombos metálicos. Seguime con atención: en el de la izquierda no te metas. Ahí se visten los médicos y, si por desgracia alguno olvidó algo, irán a buscarlo. En el de la derecha hay aparatos de cirugía que ya no se usan. Ahí vas a encontrar un pantalón, un saco y unos zapatos de mi hermano.

—Si fuera posible —le dije— poné mi cédula en un bolsillo.

—Olvidala. Tu cédula está en el cofre de Samaniego, fuera del alcance. La reclamás después, cuando estés libre, si te animás.

La noticia de que debía resignarme a dejar la cédula quién sabe dónde, me cayó pésimamente. Le parecerá extraño, pero a esa altura de los hechos, el posible extravío de mi cédula, me preocupaba tanto como encontrarme privado de libertad. Sin embargo, ya llevaba dos o tres días de manicomio y después de una tarde en la comisaría 1.ª me creí el más desdichado de los hombres. Es claro que siempre el primer día es el más duro. Tampoco voy a restar importancia al disgusto de tener que renovar un documento en la calle Moreno. Pregunté:

—¿Cuándo será la intentona?

—La noche del 31, a las once y media, emprendés el viaje por la cornisa. A esa hora, con las explosiones, o no ladra el perro, porque está asustado, o se piensa que ladra por los cohetes y los pitos. Vos te llevás tu reloj. Te vestís enseguida. A las dos en punto salís al corredor y por la puerta de la derecha te metés en la escalera de caracol. Si tenés suerte no encontrarás a nadie, porque todos están brindando con sidra en el despacho de Samaniego.

—Gracias —le dije.

—Soy gorda y pesada —contestó— pero también soy querendona.

59

Yo sé que alguien dijo que no hay nada peor que la esperanza. No me pregunte si fue Ceferina, Aldini o don Martín. Sacados esos tres ¿quién va a ser? Lo cierto es que me dijo la verdad. Desde que Paula me explicó el plan de fuga, yo no me aguantaba a mí mismo. El bastión, lo que me permitía aguantar un poco y seguir esperando, era la redacción de este informe. Fuera de las horas dedicadas al trabajo vivía en la ansiedad. No le hablo de Paula y de sus avances. Un peligro más grave era el de no dormir de noche, de estar nervioso, de que el enfermero o el médico lo notaran, de que me dieran algunas gotas que me dejaran dormido o por lo menos aflojaran mi voluntad. Tenía que llegar en buen estado físico a la noche del 31 e ignoraba totalmente qué tratamiento me habían preparado los médicos. Más de una vez oí de gente a la que sometieron a curas de sueño. Supongamos que decidieran aplicarme ese método. Créame: con apuro contaba los días para que pasaran rápidamente.

En la tarde del 31 aumentó mi agitación, que reprimí como pude cuando me visitaron Campolongo y el enfermero. Delante de la misma Paula traté de parecer tranquilo, para que no fuera a preocuparse y dejar todo para mejor oportunidad.

También aumentaba en el barrio, a la redonda y, según calculo, hasta más allá del horizonte urbano, el estrépito de cohetes y otras pirotecnias a que se recurre para festejar la terminación y el comienzo de los años. Aumentaron también los ladridos. Recuerdo que formulé una observación que me satisfizo por lo apropiada. «Qué extraño" —me dije— "ese perro ladra en dos registros". Me asomé. Qué dos registros ni dos registros: dos perros. Como lo oye. La novedad era que uno debía de ser de caza, por lo orejudo. Me dije: "Un abuso. Voy a presentar una queja. Más que el Instituto Frenopático esto es una perrera».

Aquí retomo el Informe para Félix Ramos

A las ocho llegó Paula con una toalla. Debajo de la toalla traía una pinza y una tenaza. Yo le di las páginas que había escrito. Las tapó y se las llevó.

Después de un rato de forcejear, desclavé la ventana. A medida que se acercaba la hora, el temor de salir a la cornisa y caminar por ella hasta la ventana de enfrente, alcanzaba proporciones portentosas.

También aumentó la cohetería. En cambio, los ladridos del patio disminuyeron hasta convertirse en aullidos quejosos. Me asomé, con desagrado, porque ahora bastaba que me acercara a la ventana para sentir vértigo. El que se quejaba era el mastín, porque su nuevo compañero, el orejudo, brillaba por la ausencia. Por más que miré no descubrí más que un perro. Es verdad que en el patio había poca luz.

Parecía que todas las explosiones reventaran juntas. Pensé en el susto que pasaría, en esos momentos, nuestra pobre perra, pero me dije que tenía más suerte que yo, porque estaba en casa, con mi señora.

A las doce menos cuarto cerré los ojos y me paré en el marco de la ventana. Le juro que no menos de cuatro veces el vértigo y el miedo me devolvieron a mi cuartito. Daba unos pasos manoteando las molduras de la pared, que son de poco relieve. Usted las araña inútilmente, en el afán de asirlas, y todo el tiempo se le escapan. Eso sí, para no irse de espaldas, hay que poner la mayor fuerza de voluntad. Cuando volvía al cuarto, las manos me sudaban y tenía granitos de revoque debajo de las uñas. Probé las dos maneras de avanzar por la cornisa: de espaldas al vacío, que para el vértigo parece lo mejor, porque usted no ve nada, pero que por motivos que no me detuve a comprender, impide el equilibrio, o siquiera lo vuelve más inestable; y de frente al vacío, que de verdad asusta, porque abre ante los ojos el cuadro completo, con las baldosas y el cantero abajo, pero que en definitiva resulta el modo más aceptable, porque le permite a usted afirmarse, mantenerse apretado contra la pared, siempre que no se ponga rígido, porque entonces, cuando tropieza contra una saliente, trastabilla.

En la quinta y última salida, cuando promediaba el trayecto, me entró un temblor difícil de reprimir, que resultaba peligroso. ¿Sabe cómo lo dominé? Por un esfuerzo de la imaginación: bastó que me figurara la fuga como una calle, con el manicomio en una punta y la señora en la otra. Retomé el camino, que era agotador, porque ahí no se mueve uno sin exponerse a la caída, y de vez en cuando me detenía a descansar. En un alto de esos, advertí que el señor de pelo largo y de aspecto pensativo no dejaba por un instante de observarme. «Con tal" —pensé— "que no se me asuste, grite y dé la alarma". Por fortuna se mantuvo dentro de su imperturbable serenidad y, en alguna medida, me la comunicó. El momento más ingrato llegó cuando debí rodear un caño de desagüe. Para descansar y serenarme un poco, me detuve. No le pondero bastante lo que sudé, hasta que me entró de nuevo el temblequeo, y debí pensar en las dos puntas de mi camino, el manicomio y la señora. Al rato pude ver que, amén del señor de pelo largo, yo contaba con otro espectador: el perro mastín. Desde abajo me observaba con la mayor atención. Cuando me pareció que las baldosas del patio y el cantero empezaban a moverse en ondas, como el agua en la playa, levanté los ojos y volví a sudar en cantidad notable; recordé —porque en esos momentos uno piensa las cosas más inesperadas— que un doctor me dijo una vez que en fundiciones de acero rusas los extranjeros sudaban hasta ocho litros por día; pero eso era en tiempo de los zares. El sudor que me caía de la frente, me molestaba y no me dejaba ver. Extraordinario fue el susto que me llevé al pasarme la mano por la cara; un poco más y me caigo. Después, con el mayor cuidado, me puse a palpar el caño. Tenía que pasarlo de izquierda a derecha. Primero intenté empuñar, por encima de la cabeza, el caño con la mano derecha; felizmente comprendí que al deslizarme al otro lado, esa mano quedaría atrás en una posición forzada, tirante y quizá peligrosa para el equilibrio, de por sí bastante inseguro; agarré pues el caño con la mano izquierda, en una forma que si no era del todo cómoda al principio, mejoraba al pasar yo —claro que esto no tenía nada de fácil— al lado derecho. Le juro que tuve la sorpresa más grande de mi vida: al conseguir el cruce del caño, vi, por un instante no más, en la cara del señor impasible, una sonrisa de aprobación. Aunque le parezca extraño, esa aprobación me reconfortó y desde entonces continué mi travesía con mejor ánimo. Por fin me acercaba a la sexta ventana cuando un pensamiento me hizo temblar de nuevo: me había olvidado de recordarle a Paula que la dejara abierta. "Si está cerrada con pasador" —pensé" para acabar de una vez me tiro abajo». Llegué, la empujé y abrí. Me alegré como si hubiera ocurrido un milagro y le juro que perdí el equilibrio, al extremo de que si no me tiro para atrás, no sé qué pasa. Caí de espaldas, con un estruendo considerable, en el piso de la sala, que es durísimo. Quedé mareado.

60

Usted se va a reír. Me senté en el suelo y quedé no sé cuánto tiempo con la cara entre las manos, no tanto por el dolor del golpe, que fue regular, como por el susto que pasé en la cornisa. Quería estar cerca del piso; aunque me alejara de la ventana, parado sentía vértigo.

Miré el reloj: eran las doce y tres minutos. Calculo que habré perdido cinco minutos en salidas inútiles, de modo que el interminable viaje entre ventana y ventana no duró más de diez. Aunque llevaba poco retraso, no debía demorarme. Examiné la sala con la mayor atención: en la penumbra distinguí los dos cuartitos laterales, que en realidad no eran sino rinconeras formadas por biombos niquelados. Con el firme propósito de no equivocarme, rememoré las instrucciones de Paula y entré en el cuartito de la derecha. Tuve tiempo de alargar la mano hacia la ropa, antes que abrieran la puerta. Quedé inmóvil, con la mano estirada, y oí el rodar de las llantas de goma y los pasos. Encendieron la luz. Noté que yo era más alto que el biombo, así que me agaché un poco, para que no me vieran. Estaba torcido, incómodo, pero lo que francamente me contrariaba era salirme del horario. Cuando se alejaron los pasos, como nada interrumpía el silencio, me estiré en puntas de pie y por encima del biombo vi una camilla, con un cuerpo, que por lo corto me pareció de un chico, tapado enteramente por una sábana. Pensé: «Tan luego a mí que me traigan un cadáver de acompañante. Aunque me agarren, no me quedo". Me disponía a salir, cuando tuve que agacharme porque oí nuevamente las llantas de goma y los pasos. "Otro muerto. Autopsias en cadena", recuerdo que reflexioné. "Estoy en la morgue».

Oí las voces de los hombres. Uno, que daba órdenes, era Samaniego. El otro, Campolongo, casi no hablaba.

Porque la postura contraída resultaba insostenible, con mucha cautela, como si de nuevo estuviera en la cornisa, me enderecé, medio escudado por un armario metálico. Suceda lo que suceda no voy a olvidar ese momento. Ante todo vi manchas coloradas en el blanco de las vestiduras de los doctores, que al apartarse revelaron un cuadro de sueño: la pobre muchacha, bastante linda, que en la ventana del piso de arriba perseguía moscas imaginarias, yacía en una camilla, boca abajo, pálida como una muerta, sin ninguna sábana que la cubriera, con un agujero redondo en la nuca —si no me equivoco, a la altura del cerebelo— que manaba sangre. A lo mejor usted piensa que soy un flojo: cerré los ojos, porque temí descomponerme y me apoyé en el armarito. Un poco más lo descuelgo.

Usted hacía de cuenta que esos dos hablaban de cosas, no de personas. Recordé historias, que circulaban en los años del bachillerato, de herejías cometidas por practicantes en los hospitales.

Traté de comprender la situación. La sangre que manaba por la nuca significaba que la muchacha estaba viva ¿Para qué habían traído la otra camilla? ¿Iban a trasplantar a la muchacha algún órgano del muerto?

No pude creer lo que oía. Con toda naturalidad, Samaniego dijo a Campolongo:

—No le toques la cola.

Me contuve porque a tiempo comprendí que si en plena operación los interpelaba, la única víctima de mi desplante sería esa pobrecita. Atiné a pensar: «Mi señora estuvo en manos de esta gente».

Me hundí en una perturbación tan profunda que el rumor de las ruedas y los pasos que se alejaban me sobresaltó. Tardé un rato en asomarme. «Dejaron la camilla con el chico muerto" me dije. "Van a venir a buscarlo».

Había que tomar una decisión: intentar la fuga, aunque las cosas no hubieran salido como las previó Paula, o emprender el camino de vuelta por la cornisa. Me bastó recordar la cornisa para decidirme por la fuga. Me puse el pantalón y el saco del hermano de Paula; para no hacer ruido, llevaría los zapatos en la mano, hasta alcanzar la calle. Pasaban los minutos y no volvían los médicos. «Como está muerto, lo dejan en cualquier parte» pensé. Mi confusión era grande. Seguí aferrado a la idea de aprovechar para la fuga el brindis de medianoche, aunque a medianoche los médicos habían estado operando ante mis propios ojos. Agregue, si eso no le basta, que ya era mucho más de la una.

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