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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico

Dormir al sol (8 page)

Le dije «Muy gracioso». Me preguntó por qué no habría de volver Diana.

—Me lo dicen por indirectas.

—A tu cuñada no la escuches.

—Hay otro motivo. A lo mejor son locuras mías. Estoy ganando tanta plata que me da qué pensar. La cantidad es lo que asombra. Me pregunto si adrede no llega así la plata porque no voy a tener en qué gastarla.

—Si es por eso, no te preocupes —me dijo—. Si la dejan para siempre a Diana en el manicomio, todo lo que ganes no te alcanza para mantenerla.

Tal vez tuviera razón, pero el hecho no importaba, ella no entendía y yo no sabía explicar.

—Ayer aparecieron unos con un reloj tan grande que, para mí, trae mala suerte. Me pagan una enormidad. Nadie me saca de la cabeza que hay algo malo en todo esto. Te vas a reír: como si tuviera miedo de contagiarme, trabajo en el reloj con apuro y verdadera aprensión.

—¿Aprensión de qué?

—De que no vuelva Diana.

Por un ratito me miró como si estuviera aturdida; después me preguntó muy suavemente:

—¿Sabés por qué este mundo no tiene arreglo?

Le aseguré que no sabía.

Me dijo:

—Porque los sueños de uno son las pesadillas de otro.

—No entiendo —admití.

—Sin ir más lejos, pensá en la política.

—¿Qué tiene que ver la política?

Traté de explicar la diferencia entre la política y mi apego por Diana.

Me interrumpió:

—Sin ir más lejos, pensá en las elecciones y en las revoluciones. La mitad de la población está satisfecha y la otra, desesperada.

—La novedad —dije.

De un tiempo a esta parte se irrita fácilmente.

—La novedad, la novedad —repitió con esa maldita soberbia que le da la inteligencia—. Bajo un mismo techo vos estás rezando porque vuelva Diana y Adriana María, porque no vuelva.

—¿Vos creés? —le pregunté.

—¿Cómo no voy a creer? Si me apurás un poco, te digo que yo tampoco me voy a quejar si la Diana se pudre allá adentro.

«Menos mal" —pensé— "que me queda la amistad de Martincito».

25

El resto de la mañana lo pasé con el Ausonia de la fábrica. Trabajé con verdadero apuro de terminar, como si estuviera convencido de que mientras me entretuviera con el armatoste, en el Instituto Frenopático podría sucederle cualquier cosa a mi señora. A las once y media, con bastante alivio, metí la máquina en la caja. Es claro que tendría el reloj en observación, por lo menos veinticuatro horas, antes de entregarlo.

Aldini me explicó infinidad de veces que no debo permitir que la superstición me domine, porque entristece el alma.

En procura de alguna información directa sobre el almuerzo, fui a la cocina, a ver a las mujeres. Recuerdo que me dije, como si hablara con la cuñada: «Volviste pronto» y que no pude menos que preguntarme dónde habría ido. De espaldas a la puerta, atendían las hornallas y los cacharros y de tanto en tanto juntaban las cabezas para secretear. El hecho de que se mostraran tan compañeras me dejó indiferente, porque bastaba recapacitar un minuto para entender que toda esa amistad no reconocía otra razón que la malquerencia por Diana. Secreteaban por costumbre pero el odio no lo disimulaban.

Tenía ganas de charlar con Martincito (tal vez me sentía bastante solo) pero finalmente resolví largarme a La Curva, porque me faltó el ánimo para aguantar las caras y las indirectas de las mujeres, a lo largo de todo el almuerzo. Pasé por el cuarto, para adecentarme un poco, recogí el saco, desde la puerta de la cocina grité:

—Almuerzo afuera.

En cuanto asomé al pasaje, me abordó Picardo. Hasta lo de Aldini habló sin parar, para convencerme de que su mayor anhelo era que yo jugara una boleteada franca, de corazón, a una yegua que el sábado iba a dar el batacazo del siglo en Palermo. Mientras yo decía «No juego, no traje plata", él aseguraba "No podés fallarme», se explayaba en pormenores y formulaba con dificultad de lengua (y hasta de postizos) el nombre de la yegua, que era extranjero.

—No juego —repetí.

—Comprá ochenta boletos.

—No traje plata.

—Te los fío. Si el doctor se noticia, pierdo el empleo, porque es un fanático del contado rabioso. ¿Vas a dejar caer a un compañero de infancia? Te pregunto para el caso de que la yegua resulte perdedora. Pero estáte tranquilo, vas a ganar una ponchada de pesos.

Terminantemente le dije que no jugaba, pero ¿quién logra que un débil como Picardo, acepte una negativa? Repitió hasta lo increíble «una ponchada de pesos» y declaró:

—Pagás el importe sobre la ganancia. El doctor y yo queremos darte satisfacción.

Le dije:

—No te voy a pagar nada.

Me prometió que iba a comprar los boletos. Entré en lo de Aldini y sin dificultad lo recluté para el almuerzo en La Curva. Doña Elvira, que está mejorcita, comentó:

—Quiero creer que ustedes dos no andan en algo. Ni bien me reponga, me doy una vuelta por La Curva, a ver si Pepino no contrató una brigada de coperas.

Le prevengo que hablaba en broma.

Durante el almuerzo, Aldini no se manifestó como en sus mejores días. Con la señora siguen religiosamente en la televisión la novela Borrasca al amanecer, de unos médicos, indumentados de levita y galerones que, para proceder al trasplante, o autopsia y vivisección, roban cadáveres en el cementerio local. Una historia de miedo, sobre los albores de la ciencia, que si no me equivoco pasa en la ciudad de Edimburgo, en tiempos de la reina de Inglaterra, con actores que se aplican en la cara emplastos blancos y representan el papel del muerto que camina. Aunque le hice ver que me quitaba el hambre con sus detalles no logré mudarlo de tema.

Después volví a casa, con la mejor intención de trabajar en el taller. Como no había dormido en toda la noche, se me cerraban los ojos y me tiré en la cama por unos minutos. Hasta las cuatro estuve soñando disparates con mi señora, que sufría por culpa del alemán en el Frenopático. Soñé tan claramente que, al despertar, no pude librarme de la preocupación, al extremo de que seguía viendo al alemán, de galerón y levita, y a mi señora con emplastos blancos en la cara. Me revolví en el ponchito, de un salto me levanté y dije en voz alta: «Tengo que verla. No hay Reger ni Campolongo en el mundo que me atajen". Quedé un poco alelado, temeroso de que las mujeres me oyeran. "Van a decir que estoy loco" pensé. "Qué importa».

26

Para despabilarme chupé unos mates, porque si me descuidaba, en la cabeza volvía a pasar, como una película, esa pesadilla de los médicos, que se ponía particularmente desagradable cuando aparecía mi señora con el emplasto.

Después, en los Incas, tomé el 113. Bajé en el puente, doblé hacia la derecha, me encaminé a la avenida San Martín y Baigorria. Allí estuve merodeando, apostado detrás de los árboles. En el afán por avistar a Diana, me despreocupé de los transeúntes que, según imagino, me observaban con desconfianza. No le niego que me llevé un susto cuando el propio doctor Campolongo salió del edificio, cruzó la calle y se vino derechito hacia mí. Precipitadamente me parapeté detrás de un viejo camión abandonado, para ver cómo el doctor llegaba al quiosco y compraba un atado de cigarrillos.

Otro momento culminante se produjo cuando divisé a una mujer en una ventana del quinto piso del Instituto. Sin la menor vacilación me dije: «Es Diana». Siempre he creído que si un día estoy bajo tierra y Diana pisa mi tumba la reconozco. La ventana se abrió: lo que yo había tomado por Diana era, para qué negarlo, una enfermera bastante gorda.

Antes de ir a casa me largué en el 113 hasta Pampa y Estomba, porque resolví pasar por la escuela de perros. En la casilla refulgía apenas una luz amarillenta, muy débil. Me quedé media hora de facción, yendo y viniendo por la vereda; de vez en cuando echaba una mirada, de soslayo, hacia la lucecita. Le garanto que si aparecía un patrullero, me pedía los documentos, y si me veía algún amigo, pensaba que la internación de mi señora me había vuelto loco; no he llegado a tanto, pero a este paso no he de estar lejos.

En casa encontré a Martincito agazapado detrás de la carretilla que mi suegro, con la manía de grandezas, compró para trabajar en el jardín. Extrañado le pregunté:

—¿Qué estás haciendo?

Pareció molesto y por señas me pidió que me alejara. Como vacilé, explicó:

—Si te quedás, me sorprende el enemigo.

Cuando descubrí al chico de la vecina, un gordo pálido, arrastrándose como una lombriz, malicié que jugaban a la guerra. Yo iba a sonreírle a Martincito, pero lo vi tan irritado que me retiré en buen orden.

27

A la noche me desvelé de nuevo, a la madrugada oí el gallo de Aldini y a la mañana, cuando llegué a tomar el mate, el chico se había ido a la escuela y tuve que aguantar las pullas de Adriana María.

—Menos mal —dijo— que su mujercita no le quita el sueño.

¿Qué sabemos del prójimo? Nada.

A la tarde vino el capataz de la fábrica, pagó lo convenido y retiró el reloj.

Parece increíble: a cierta hora no pude contenerme y me largué a mi habitual recorrida por el Frenopático y por la escuela. Porque uno siempre tropieza con los mismos vagos, en la calle Estomba lo encontré al Gordo Picardo.

—¿Qué haces por acá? —me dijo. Para desconcertarlo pregunté:

—¿Cambiaste de parada?

—Yo que vos —aconsejó Picardo— no buscaría líos con el alemán. Es un mal tipo.

—¿Qué líos voy a buscar?

Con la mayor displicencia me contestó:

—Vos me entendés.

A toda velocidad inventé una historia para explicar mi aparición en la calle Estomba.

—No me creerás —dije, porque uno deja ver lo que piensa— pero se me ocurrió esperar a mi señora con una sorpresa.

—No digas —comentó, como si no me creyera—. ¿Qué sorpresa?

—Un perro, es claro —dije—. Mi señora siempre deseó un perro. Es una cosa bien sabida. Preguntale a cualquiera que la conozca. Ahora le voy a dar el gusto.

Picardo sonreía y me miraba. Hablando en un tono solemne, que debió intimidarlo, dije:

—Quiero que vuelva a casa por la puerta grande.

Masculló:

—No has de tenerte mucha fe, si te reforzás con un perro. Me hice el que no oía. Le pregunté:

—¿Qué decís?

—¿De dónde sacás la plata?

—De acá. —Me palpé la cartera. Después agregué, como quien se da importancia—. Me trajeron en compostura el reloj de la fábrica Lorenzutti.

Por un momento lo confundí, pero reaccionó.

—En vez de invertir en perros —me dijo— pagame lo que me debés.

—No te debo nada.

—Ochenta boletos que te jugué.

—Te dije hasta el cansancio que no juego.

—No me hagás eso y no lo digás a gritos. El doctor está muy bien impresionado porque te vendí la boleteada. Si me pagás con la ganancia ¿a vos qué te importa?

Últimamente Picardo se ha vuelto muy tesonero.

28

A la media cuadra, miré para atrás y lo vi a Picardo que me vigilaba desde la esquina, sin el menor disimulo. «Por culpa de ese cargoso" me dije "aunque no quiera entrar, tengo que entrar».

Había tanto olor a perro en el escritorio, que me dio por compadecer a Diana, como si estuviera seguro de que vivía ahí.

En el hombre celoso dura poco la bondad. Cuando entendí el alcance de lo que había pensado, me puse a buscar rastros de mi señora con un encono que admiraba. Por cierto no los encontré. Usted dirá que si tan fácilmente desconfío, no he de quererla mucho. En ese punto se equivoca, aunque por mi parte a lo mejor no sepa dar razones para convencer.

Apareció el dentudo que trabaja de peón en la escuela.

—¿Qué quiere? —preguntó.

Por la manera de hablar usted lo coloca a mitad de camino entre la gente y los animales.

—Hablar con Standle —dije.

El muchacho entreabrió una puerta y avisó:

—Quieren verlo.

No me quitó los ojos, ni se fue, hasta que vino Standle. El alemán mostró un disgusto que después disimuló con cara de sonso. Me acuerdo como si fuera ahora que en ese momento no pude menos que preguntarme si el hombre escondía algo o si me había hecho una mala jugada.

—¿Qué busca? —preguntó.

Tal vez para estudiar sus reacciones le largué la frase:

—Busco un perro para regalárselo a Diana, cuando vuelva a casa.

—¿A la señora Diana?

Le juro que yo le sorprendí en los ojos y en la boca una expresión de burla. Me dio rabia y le pregunté:

—¿A quién va a ser?

Con vivo interés comercial pasó a tratar el negocio.

—En este momento nótase una verdadera contracción de la oferta —dijo—. La primera consecuencia en el mercado es la suba de precios.

—Cuándo no —contesté.

—Lo que usted necesita es una perra.

—O un perro.

—A un perro lo distrae con una perra. A una perra usted no la distrae del deber.

Le previne:

—Ya le oí el cuento.

—Acompáñeme. Le enseño lo que necesita.

Abrió una puerta y avanzamos entre dos filas de perreras. No es que yo sea pretencioso, pero le garanto que el lugar no resultaba hospitalario. Tanto ladrido, tanto olor a perro mezclado a desinfectante, me deprimieron y entristecieron. Ganas me entraron de renunciar a la operación.

—Mire qué linda la joven —dijo el alemán.

Era una lindísima perra de policía. Cuando llegamos estaba echada con la cabeza aplastada contra el suelo y desde allá abajo nos miró con ojos atentos, dorados. Parecía divertida, como si compartiera una broma con nosotros y en un instante pasó de la quietud al salto y a las fiestas. Le juro que pensé: «Me la llevo». Como repite Ceferina, cuesta mucho resistir a la belleza. Una mala comparación, desde luego, porque Ceferina se refiere a mi señora.

—¿Cuánto pide?

—Cincuenta mil pesos —contestó.

—Qué barbaridad.

Era una barbaridad, pero también era (y esto me pareció más importante) la misma cantidad que yo había recibido por el Ausonia de Lorenzutti. Entendí que si gastaba ese dinero en una perra para mi señora, a lo mejor convertiría la mala suerte en buena suerte. Ni qué decirle que mientras yo pensaba todo esto, el alemán hablaba sin parar. Creo que ponderaba la inteligencia del animal y su carácter caprichoso. Con voz aflautada exclamó:

—¡Mujer al fin! Pero dócil, buena y, un punto capital, muy adelantada en el curso de enseñanza.

—¿Cómo se llama? —pregunté.

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