—¡Martincito! ¡Martincito!
Usted se reirá si le cuento que en el silencio de la pieza oí el golpeteo de mi corazón. Por último atiné a consultar el Cronómetro Escasany. El chico había regresado de la escuela con una puntualidad encomiable. Toda esa alharaca del cuidado porque no venía resultaba, pues, injustificada.
No tuve tiempo de acomodar la mente a mis preocupaciones, porque otra visita apareció en el cuarto, nada más que para mortificarme. Era el chiquilín. Como su madre, antes de entrar, no pidió permiso. Todos los Irala se parecen, pero Diana es la reina de la familia.
El chiquilín se plantó en medio de la pieza, de brazos cruzados, tenso, furibundo, extraordinariamente quieto. Parado así, con su delantal, que le queda largo, porque la madre prevé un tirón de crecimiento que no se produce, me recordaba no sé qué lámina de un general en el destierro, mirando el mar. Martincito me miraba a mí, con aire severo, casi amenazador y desde arriba, lo que le costaba trabajo, porque si no me equivoco, él parado y yo en la cama, somos de la misma altura. Como si no se contuviera, daba un pasito de vez en cuando y trastabillaba en el apuro de retomar la rigidez. Creo que producía una especie de zumbido. Empecé a cansarme de tenerlo a mi vista y paciencia, de modo que le dije:
—Che, parecés una estatua.
En realidad parecía un monito rabioso, cuando se arrimó a la cama, como si quisiera atacarme, y de un rápido manotón me arrancó el poncho, que aleteó en el aire como un pajarraco azul y al caer me envolvió de oscuridad. No sabe lo que luché para desenredarme. Cuando por fin saqué la cabeza, lo encontré a Martincito completamente cambiado, nada amenazador, más bien hundido de hombros. Abría la boca y me miraba con desconcierto.
—Ya me tiene cansado tu pantomima —le dije.
Salté de la cama, lo tomé de un brazo y lo puse afuera. No bien lo solté, se volvió para mirarme con la boca abierta.
Por si acaso yo también me miré, porque recordaba pesadillas en que uno se cree vestido y de pronto se encuentra desnudo. Yo estaba despierto, con el traje arrugado pero decente.
Como tenía hambre, fui a la cocina, a buscar un pedazo de pan. Salí a la vereda, para estar solo, pero lo encontré al rengo Aldini, estacionado con el perro. No vaya a creer que me disgusté; las que tienen cansado son las dos mujeres. El sol reconfortaba.
—Dame un pedazo de pan —dijo Aldini.
Mascamos en perfecto silencio. Al rato no pude contenerme recorrí con lujo de detalles la conversación con el doctor Campolongo.
—El médico me dijo que mi visita podía hacerle mal a Diana. ¿Vos creés en ese disparate?
—He oído que la visita de los allegados hace mal a estos enfermos.
—Che, me parece que yo no soy un allegado —respondí con legítima suficiencia.
—Yo que vos no le daría pie a Rivaroli para que se meta.
—Y a Reger ¿lo llamo por teléfono?
—Más pan —dijo Aldini y extendió la mano.
Comió pensativamente. Insistí:
—¿Lo llamo?
—No —dijo—. Yo me aguantaría.
—Muy fácil, aguantarte. No es Elvira la que está encerrada.
—Te doy la razón —concedió— pero no te conviene llamar a Reger.
—¿Por qué?
—Porque si lo llamás, el juego está sobre la mesa y a lo mejor tenés que actuar.
—¿Cómo?
—Ahí está lo que no sabemos. Por eso, mejor no llamarlo.
—Tengo ganas de llamarlo.
—Si no conseguís que te atienda o si te dice redondamente que no, te ves en la triste necesidad de recurrir al abogado, para que no te lleven por delante los médicos.
—¿Vos creés que si no hago nada la protejo a Diana?
—Claro. Si no llamás, no saben qué estás preparando y se apuran a devolverla, para ponerse a cubierto.
Aldini siempre descolló por la inteligencia.
A gritos las mujeres me dijeron que se enfriaba el almuerzo.
A la tarde me refugié en el taller, donde me sobraba el trabajo, porque en esos días me trajeron una enormidad de relojes. Con la plata ganada yo le hubiera brindado a Diana la vida de lujo que ella no se cansaba de reclamar, pero el miserable dinero entraba cuando mi señora no podía aprovecharlo.
Lo de siempre: bastó que me dispusiera a calentar el agua del mate, para que llamaran a la puerta. Apareció un señor de edad, escoltado por dos peones que traían, en una especie de camilla hecha de palos, el reloj de la fábrica Lorenzutti. Me explicó el señor que él era el capataz, que el reloj no andaba desde hacía años y que ahora lo quería, en perfecto funcionamiento, para una fiesta que daban el domingo. Le dije que lo llevara a otro relojero, que a mí francamente me sobraba el trabajo (lo que una vez dicho me pareció una soberbia de las que pueden traer mala suerte). El capataz no cedió un punto y me preguntó de un modo que me resultó desagradable:
—¿Cuánto me pide por el reloj para el sábado?
—No se lo tomo por cincuenta mil pesos —le dije, para darle a entender que lo rechazaba de plano.
—Trato hecho —contestó.
Antes que yo protestara, se había ido con los peones.
No me quedó otro remedio que pasar a la mesa de al lado el trabajo que tenía sobre la mesa de compostura y desarmar él reloj de la fábrica. En una amarga corazonada me pregunté si todo el dinero que porfiaba en llegar con esa abundancia no sería por último inútil. Una ansiedad prolongada lo aflige al hombre con supersticiones y cábulas.
Ya había puesto el agua a calentar, cuando llamaron de nuevo a la puerta. Recuerdo que me pregunté si ahora me traerían el Reloj de los Ingleses. Era Martincito, que venía con un libro.
—Regalo de abuelo, porque saqué buenas notas. Quiero que lo leas.
—Tengo que desarmar este reloj.
—¡Qué pedazo de reloj!
—El que está en la Torre de los Ingleses.
Martincito lo miraba deslumbrado, mientras distraídamente paseaba las manos alrededor de los relojes de la otra mesa. Pensé que no tardaría en tocarlos.
—Cuidado con los relojes de los clientes —le previne.
Si le doy su merecido, aunque el chico se haya portado mal, Diana, cuando vuelve, no me perdona, porque lo quiere como si fuera su hijo. ¿Volvería Diana? Si estaba distraído, contaba con su regreso, pero si me ponía a pensar, no estaba seguro.
—A mí me parece que no es un libro para varones. Abuelo, que es el gran tacaño, a lo mejor ya se lo regaló a mamá y a tía Diana cuando eran chicas.
—¿Por qué decís que no es un libro para varones?
—Hay un príncipe transformado en animal. Si consigue que una chica lo quiera, vuelve a ser príncipe.
—No digas —le dije.
Me dijo que si no creía lo leyera. Le prometí hacerlo. Insistió:
—Empezá ahora.
Tuve que obedecer. Confieso que el libro me interesó bastante, porque el animal por último consigue que una señorita lo quiera y vuelva a ser príncipe.
—Me gusta.
—¿Por qué mentís? —preguntó.
—No miento. Te juro que yo también era una bestia hasta que la conocí a tu tía Diana.
Me tenía irritado, porque volvía a pasear los dedos entre los relojes. Yo sabía que pensaba en otra cosa pero, al descubrir cuál era, quedé sorprendido. Me dijo:
—Mamá es mala. No la quiere a tía Diana. Yo la quiero.
Por poco se me cae de las manos medio reloj de Lorenzutti.
—¿La querés a Diana? —le pregunté.
—Más que a nadie. ¿Quién no la va a querer?
—Yo también la quiero.
—Ya sé. Por eso vos y yo tenemos que ser amigos.
Decía la verdad Martincito. En aquel momento yo le hubiera ofrecido el Systeme Roskopf del boticario, para que jugara.
—Tenemos que ser amigos —le dije.
Miró para todos lados y me preguntó:
—¿Te animás a firmar un pacto con tu sangre?
—Es claro que sí.
—Tengo que decirte algo.
—Decilo.
—¿No le vas a contar a nadie en el mundo lo que te diga?
—A nadie en el mundo.
—¿Tampoco a mamá? —Tampoco.
—No le hagás caso a mamá, porque todo el tiempo quiere separarte de tía Diana.
—Nadie me va a separar de tu tía Diana.
—¿No le vas a hacer caso a mamá? Jurame. Yo juré.
A la noche varias veces pasó frente a mi puerta Adriana María en paños menores. De pronto no me contuve. Me levanté y la llamé, con un dedo sobre los labios, para indicarle que no hiciera ruido. Vino en el acto. Mirándola de tan cerca podía imaginar que era mi señora.
Le dije:
—¿Te pregunto una cosa?
Me dijo que sí. Cuando yo estaba por hablar, puso un dedo sobre los labios, para indicarme que no hiciera ruido, me tomó del brazo, me llevó hasta el centro del cuarto, fue en puntas de pie a cerrar la puerta, volvió y me miró de un modo que, sinceramente, me dio la seguridad de que nos entendíamos.
—La vieja —explicó— tiene oído de tísico. Decime lo que quieras. Anímate.
Me animé y le dije:
—¿Vos creés que si yo la visito, le hago mal a Diana? Como si hubiera perdido el oído, preguntó:
—¿A quién?
—A Diana. Es lo que me dijo un médico del Frenopático.
Habló con una vocecita despreocupada:
—¿Esta mañana fuiste al Frenopático? —Antes que yo abriera la boca, estaba gritándome sin inquietarse mayormente de que Ceferina la oyera—: ¿A mí qué me importa que le haga bien o mal? Yo siempre tecreí más hombre, pero te juro que ahora la comprendo a mi hermana y hasta la compadezco y de todo corazón la felicito si lo ha seguido al profesor de perros.
—¿Qué estás diciendo? —le pregunté—. Ahora mismo vas a explicarte.
Contestó:
—Sos terco, pero de hombre no tenés nada.
La furia por momentos la hacía aparecer descompuesta y hasta indecente, lo que me desagradaba, porque era tan igual a Diana. Me dijo que no me decía nada más, para que yo no me pasara la noche llorando en las polleras de la vieja.
Desde luego pasé la noche cavilando, revolviéndome en la cama. De repente grité: ¿Qué puede importarme ese arranque de furia contra mí, si Diana está encerrada en el Frenopático? No había terminado la frase, cuando me sobresaltó una duda. «¿O no está encerrada? ¿Qué sugirió Adriana María?". La nueva sospecha aclaraba tal vez mi conversación de la mañana con el doctor Campolongo. "Se mostró contrario a que yo la viera" me dije "por la simple razón de que Diana no estaba en la clínica. Para alejarme definitivamente inventó el disparate de que mis visitas le harían mal».
De noche el hombre piensa de manera extraña. Considera creíble todo lo que es amenaza y espanto, pero descarta sin dificultad los pensamientos que pueden calmarlo. Así yo encontré, durante horas, de lo más natural que los médicos, aunque Diana no hubiera pisado el Instituto, dijeran que la tenían internada. ¿Para qué? Para encubrir a un profesor de perros. El juramento hipocrático exige otra responsabilidad.
Soy tan loco y miserable que al llegar a la conclusión de que Diana estaba en el Instituto, por un momento me alegré.
Cuando ya me dormía, oí pasos en la granza del jardín. Me quedé quieto, para oír mejor. Como el de afuera tampoco se movió, hubo un silencio perfecto. «El que se canse primero, se va a mover» pensé. Debió de cansarse el de afuera, porque de nuevo oí los pasos. Corrí a la cómoda, abrí un cajón y, con el apuro, no encontré el Eibar. Es un revólver de mango nacarado, que me dejó el finado mi padre. En cambio encontré la linterna. Corrí a la ventana, la abrí y apenas tuve tiempo de alumbrar a un hombre que pasó por encima de la verja y desapareció. Hubiera jurado que era el peón de la escuela de perros, pero me dije que un hombre de trabajo, por la noche, no se convierte en asaltante.
A la otra mañana, mientras me levantaba y me vestía, seguí en mis cavilaciones, de modo que sin pensar en lo que estaba haciendo —sin peinarme siquiera y sin afeitarme— entré en la cocina a tomar el mate. En cuanto me vio, Ceferina vino a mi encuentro y, buscándome los ojos, me preguntó:
—¿Qué te pasa?
Mateando en la mecedora, mi cuñada disimulaba la risa, como si estuviera de lo más divertida. No debería decirlo, pero a veces la comparo a una zorra de gran tamaño que se relame de antemano por las picardías que prepara. Los ojos le brillan, es de físico amplio, como Diana, con la misma piel rosada. Casi la única diferencia, ya se sabe, está en el color del cabello. Recuerdo que reflexioné: «Es increíble que sea tan mala y que se parezca tanto a mi señora».
—Estás ojeroso —dijo Ceferina—. Pálido.
—Paliducho —corrigió Adriana María.
—¿No te sentís enfermo?
Adriana María dijo:
—Seguramente se pasó la noche suspirando por su mujercita. Quién supiera los rebusques de la Diana. A él, no le hablés de otra.
Yo no podía creer lo que oía. Le juro que en ocasiones me sorprende la libertad de las mujeres. Quisiera saber de qué hablan cuando están entre ellas. Aunque se lleven mal, forman una especie de gremio.
—No te rías —le dijo la vieja.
—¿Vos creés que me han quedado ganas de reír?
—Qué manera de gritarle anoche.
Protesté en el acto:
—No me gritó.
—¿Vos creés que estoy sorda? —comentó Ceferina y me pasó el mate.
—Anoche había un tipo en el jardín.
—Yo también oí pasos —dijo la vieja—. Tenés que arreglar la ventana de la cocina.
—¿Qué tiene la ventana? —preguntó Adriana María.
—No cierra. Una noche vamos a encontramos con un tipo adentro.
—Dios te oiga —dijo Adriana María.
Pregunté:
—¿Se fue Martincito?
—Si no se va, llega tarde —explicó la vieja.
—No va a esperar a que te despertés —dijo Adriana María.
Lo he comprobado mil veces. Noche que no pego el ojo, noche que me quedo dormido.
Adriana María anunció:
—Salgo.
—¿Dónde vas? —preguntó la vieja.
—Yo también tengo mis cosas. ¿O acá solamente el hombre sale sin dar explicaciones?
Me pareció que hablaba para mí. ¿Qué puede importarme que salga o no salga?
Cuando nos dejó solos, la vieja apoyó las manos en mis hombros y me preguntó:
—¿Qué pasa, Lucho?
—Nada —le dije.
—¿Ni en mí confiás? Fíjese cómo es de cariñosa cuando quiere.
—Si me salís con eso, te lo digo. No sé qué me pasa, pero me pregunto si algún día Diana volverá.
—Estás como Picardo. Cuando la zaparrastrosa de Mari lo dejó, se pasaba el día en La Curva y desde el fondo le gritaba al patrón: «Pepino ¿vos creés que volverá?».