BRÍGIDA.—Las dos,
con la carta entretenidas,
olvidamos nuestras vidas,
yo oyendo, y leyendo vos.
Y estaba en verdad tan tierna,
que entrambas a su lectura,
achacamos la tortura
que sentíamos interna.
Apenas ya respirar
podíamos, y las llamas
prendían en nuestras camas;
nos íbamos a asfixiar,
cuando don Juan, que os adora,
y que rondaba el convento,
al ver crecer con el viento
la llama devastadora,
con inaudito valor,
viendo que ibais a abrasaros,
se metió para salvaros
por donde pudo mejor.
Vos, al verle así asaltar
la celda tan de improviso,
os desmayasteis… preciso;
la cosa era de esperar.
Y él, cuando os vio caer así,
en sus brazos os tomó
y echó a huir, yo le seguí,
y del fuego nos sacó.
¿Dónde íbamos a esta hora?
Vos seguíais desmayada;
yo estaba ya casi ahogada.
Dijo, pues: «Hasta la aurora
en mi casa las tendré».
Y henos, doña Inés, aquí.
DOÑA INÉS.—¿Conque ésta es su casa?
BRÍGIDA.—Sí.
DOÑA INÉS.—Pues nada recuerdo a fe.
Pero… ¡en su casa…! ¡Oh! Al punto
salgamos de ella… yo tengo
la de mi padre.
BRÍGIDA.—Convengo
con vos; pero es el asunto…
DOÑA INÉS.—¿Qué?
BRÍGIDA.—Que no podemos ir.
DOÑA INÉS.—Oír tal me maravilla.
BRÍGIDA.—Nos aparta de Sevilla…
DOÑA INÉS.—¿Quién?
BRÍGIDA.—Vedlo, el Guadalquivir.
DOÑA INÉS.—¿No estamos en la ciudad?
BRÍGIDA.—A una legua nos hallamos
de sus murallas.
DOÑA INÉS.—¡Oh! ¡Estamos
perdidas!
BRÍGIDA.—¡No sé en verdad
por qué!
DOÑA INÉS.—Me estás confundiendo,
Brígida… y no sé qué redes
son las que entre estas paredes
temo que me estás tendiendo.
Nunca el claustro abandoné,
ni sé del mundo exterior
los usos, mas tengo honor;
noble soy, Brígida, y sé
que la casa de don Juan
no es buen sitio para mí;
me lo está diciendo aquí
no sé qué escondido afán.
Ven, huyamos.
BRÍGIDA.—Doña Inés,
la existencia os ha salvado.
DOÑA INÉS.—Sí, pero me ha envenenado
el corazón.
BRÍGIDA.—¿Le amáis, pues?
DOÑA INÉS.—No sé… mas, por compasión,
huyamos pronto de ese hombre,
tras de cuyo solo nombre
se me escapa el corazón.
¡Ah! Tú me diste un papel
de manos de ese hombre escrito,
y algún encanto maldito
me diste encerrado en él.
Una sola vez le vi
por entre unas celosías,
y que estaba, me decías,
en aquel sitio por mí.
Tú, Brígida, a todas horas
me venías de él a hablar,
haciéndome recordar
sus gracias fascinadoras.
Tú me dijiste que estaba
para mío destinado
por mi padre, y me has jurado
en su nombre que me amaba.
¿Que le amo dices…? Pues bien;
si esto es amar, sí, le amo;
pero yo sé que me infamo
con esa pasión también.
Y si el débil corazón
se me va tras de don Juan,
tirándome de él están
mi honor y mi obligación.
Vamos, pues, vamos de aquí
primero que ese hombre venga;
pues fuerza acaso no tenga
si le veo junto a mí.
Vamos, Brígida.
BRÍGIDA.—Esperad.
¿No oís?
DOÑA INÉS.—¿Qué?
BRÍGIDA.—Ruido de remos.
DOÑA INÉS.—Sí, dices bien; volveremos
en un bote a la ciudad.
BRÍGIDA.—Mirad, mirad, doña Inés.
DOÑA INÉS.—Acaba… por Dios, partamos.
BRÍGIDA.—Ya, imposible que salgamos.
DOÑA INÉS.—¿Por qué razón?
BRÍGIDA.—Porque él es
quien en ese barquichuelo
se adelanta por el río.
DOÑA INÉS.—¡Ay! ¡Dadme fuerzas, Dios mío!
BRÍGIDA.—Ya llegó; ya está en el suelo.
Sus gentes nos volverán
a casa; mas antes de irnos,
es preciso despedirnos
a lo menos de don Juan.
DOÑA INÉS.—Sea, y vamos al instante.
No quiero volverle a ver.
BRÍGIDA.—(
Aparte.
) Los ojos te hará volver
al encontrarle delante.
Vamos.
DOÑA INÉS.—Vamos.
CIUTTI.—(
Dentro.
) Aquí están.
DON JUAN.—(
Dentro.
) Alumbra.
BRÍGIDA.—¡Nos busca!
DOÑA INÉS.—Él es.
Dichas y
DON JUAN.
DON JUAN.—¿Adónde vais, doña Inés?
DOÑA INÉS.—Dejadme salir, don Juan.
DON JUAN.—¿Que os deje salir?
BRÍGIDA.—Señor,
sabiendo ya el accidente
del fuego, estará impaciente
por su hija el Comendador.
DON JUAN.—¡El fuego! ¡Ah! No os dé cuidado
por don Gonzalo, que ya
dormir tranquilo le hará
el mensaje que le he enviado.
DOÑA INÉS.—¿Le habéis dicho…?
DON JUAN.—Que os hallabais
bajo mi amparo segura,
y el aura del campo pura
libre por fin respirabais.
(
Vase
BRÍGIDA.)
Cálmate, pues, vida mía;
reposa aquí, y un momento
olvida de tu convento
la triste cárcel sombría.
¡Ah! ¿No es cierto, ángel de amor,
que en esta apartada orilla
más pura la luna brilla
y se respira mejor?
Esta aura que vaga llena
de los sencillos olores
de las campesinas flores
que brota esa orilla amena;
esa agua limpia y serena
que atraviesa sin temor
la barca del pescador
que espera cantando el día,
¿no es cierto, paloma mía,
que están respirando amor?
Esa armonía que el viento
recoge entre esos millares
de floridos olivares,
que agita con manso aliento,
ese dulcísimo acento
con que trina el ruiseñor
de sus copas morador
llamando al cercano día,
¿no es verdad, gacela mía,
que están respirando amor?
Y estas palabras que están
filtrando insensiblemente
tu corazón, ya pendiente
de los labios de don Juan,
y cuyas ideas van
inflamando en su interior
un fuego germinador
no encendido todavía,
¿no es verdad, estrella mía,
que están respirando amor?
Y esas dos líquidas perlas
que se desprenden tranquilas
de tus radiantes pupilas
convidándome a beberlas,
evaporarse a no verlas
de sí mismas al calor,
y ese encendido color
que en tu semblante no había,
¿no es verdad, hermosa mía,
que están respirando amor?
¡Oh! sí, bellísima Inés,
espejo y luz de mis ojos;
escucharme sin enojos
como lo haces, amor es;
mira aquí a tus plantas, pues,
todo el altivo rigor
de este corazón traidor
que rendirse no creía,
adorando, vida mía,
la esclavitud de tu amor.
DOÑA INÉS.—Callad, por Dios, ¡oh don Juan!,
que no podré resistir
mucho tiempo sin morir
tan nunca sentido afán.
¡Ah! Callad, por compasión,
que oyéndoos me parece
que mi cerebro enloquece
y se arde mi corazón.
¡Ah! Me habéis dado a beber
un filtro infernal sin duda,
que a rendiros os ayuda
la virtud de la mujer.
Tal vez poseéis, don Juan,
un misterioso amuleto,
que a vos me atrae en secreto
como irresistible imán.
Tal vez Satán puso en vos
su vista fascinadora,
su palabra seductora
y el amor que negó a Dios.
¿Y qué he de hacer, ¡ay de mí!,
sino caer en vuestros brazos,
si el corazón en pedazos
me vais robando de aquí?
No, don Juan; en poder mío
resistirte no está ya;
yo voy a ti, como va
sorbido al mar ese río.
Tu presencia me enajena,
tus palabras me alucinan,
y tus ojos me fascinan,
y tu aliento me envenena.
¡Don Juan! ¡Don Juan! Yo lo imploro
de tu hidalga compasión:
o arráncame el corazón,
o ámame, porque te adoro.
DON JUAN.—¡Alma mía! Esa palabra
cambia de modo mi ser,
que alcanzo que puede hacer
hasta que el Edén se me abra.
No es, doña Inés, Satanás
quien pone este amor en mí;
es Dios, que quiere por ti
ganarme para Él quizás.
No; el amor que hoy se atesora
en mi corazón mortal,
no es un amor terrenal
como el que sentí hasta ahora;
no es esa chispa fugaz
que cualquier ráfaga apaga;
es incendio que se traga
cuanto ve, inmenso, voraz.
Desecha, pues, tu inquietud,
bellísima doña Inés,
porque me siento a tus pies
capaz aún de la virtud.
Sí; iré mi orgullo a postrar
ante el buen Comendador,
y, o habrá de darme tu amor,
o me tendrá que matar.
DOÑA INÉS.—¡Don Juan de mi corazón!
DON JUAN.—¡Silencio! ¿Habéis escuchado?
DOÑA INÉS.—¿Qué?
DON JUAN.—Sí; una barca ha atracado
debajo de ese balcón.
Un hombre embozado de ella
salta… Brígida, al momento
(
Entra
BRÍGIDA.)
pasad a esotro aposento;
y perdonad, Inés bella,
si solo me importa estar.
DOÑA INÉS.—¿Tardarás?
DON JUAN.—Poco ha de ser.
DOÑA INÉS.—A mi padre hemos de ver.
DON JUAN.—Sí; en cuanto empiece a clarear.
Adiós.
DON JUAN
y
CIUTTI.
CIUTTI.—Señor.
DON JUAN.—¿Qué sucede,
Ciutti?
CIUTTI.—Ahí está un embozado
en veros muy empeñado.
DON JUAN.—¿Quién es?
CIUTTI.—Dice que no puede
descubrirse más que a vos,
y que es cosa de tal priesa,
que en ella se os interesa
la vida a entrambos a dos.
DON JUAN.—¿Y en él no has reconocido
marca ni señal alguna
que nos oriente?
CIUTTI.—Ninguna;
mas a veros decidido
viene.
DON JUAN.—¿Trae gente?
CIUTTI.—No más
que los remeros del bote.
DON JUAN.—Que entre.
DON JUAN.
Luego
CIUTTI
y
DON LUIS,
embozado.
DON JUAN.—¡Jugamos a escote
la vida…! Mas, si es quizás
un traidor que hasta mi quinta
me viene siguiendo el paso…
hálleme, pues, por si acaso,
con las armas en la cinta.
(
Se ciñe la espada y suspende al cinto un par de pistolas, que habrá colocado sobre la mesa a su salida en la escena tercera. Al momento sale
CIUTTI
conduciendo a
DON LUIS,
que, embozado hasta los ojos, espera a que se queden solos.
DON JUAN
hace a
CIUTTI
una seña para que se retire. Lo hace.
)
DON JUAN
y
DON LUIS.
DON JUAN.—(
Aparte.
) Buen talante. Bien venido,
caballero.
DON LUIS.—Bien hallado,
señor mío.
DON JUAN.—Sin cuidado
hablad.
DON LUIS.—Jamás lo he tenido.
DON JUAN.—Decid, pues: ¿a qué venís
a esta hora y con tal afán?
DON LUIS.—Vengo a mataros, don Juan.
DON JUAN.—¿Según eso, sois don Luis?
DON LUIS.—No os engañó el corazón,
y el tiempo no malgastemos,
don Juan; los dos no cabemos
ya en la tierra.
DON JUAN.—En conclusión,
señor Mejía, es decir
que, porque os gané la apuesta,
¿queréis que acabe la fiesta
con salirnos a batir?
DON LUIS.—Estáis puesto en la razón;
la vida apostado habemos,
y es fuerza que nos paguemos.
DON JUAN.—Soy de la misma opinión.
Mas ved que os debo advertir
que sois vos quien la ha perdido.
DON LUIS.—Pues por eso os la he traído;
mas no creo que morir
deba nunca un caballero
que lleva en el cinto espada,
como una res destinada
por su dueño al matadero.
DON JUAN.—Ni yo creo que resquicio
habréis jamás encontrado
por donde me hayáis tomado
por un cortador de oficio.
DON LUIS.—De ningún modo, y ya veis
que, pues os vengo a buscar,
mucho en vos debo fiar.
DON JUAN.—No más de lo que podéis.
Y por mostraros mejor
mi generosa hidalguía,
decid si aún puedo, Mejía,
satisfacer vuestro honor.
Leal la apuesta os gané
mas si tanto os ha escocido,
mirad si halláis conocido
remedio, y le aplicaré.
DON LUIS.—No hay más que el que os he propuesto,
don Juan. Me habéis maniatado,
y habéis la casa asaltado
usurpándome mi puesto;
y pues el mío tomasteis
para triunfar de doña Ana,
no sois vos, don Juan, quien gana,
porque por otro jugasteis.
DON JUAN.—Ardides del juego son.
DON LUIS.—Pues no os los quiero pasar,
y por ellos a jugar
vamos ahora el corazón.
DON JUAN.—¿Le arriesgáis, pues, en revancha
de doña Ana de Pantoja?
DON LUIS.—Sí; y lo que tardo me enoja
en lavar tan fea mancha.
Don Juan, yo la amaba, sí;