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Authors: José Zorrilla

Tags: #Clásico, Drama, Teatro

Don Juan Tenorio (8 page)

BRÍGIDA.—Las dos,

con la carta entretenidas,

olvidamos nuestras vidas,

yo oyendo, y leyendo vos.

Y estaba en verdad tan tierna,

que entrambas a su lectura,

achacamos la tortura

que sentíamos interna.

Apenas ya respirar

podíamos, y las llamas

prendían en nuestras camas;

nos íbamos a asfixiar,

cuando don Juan, que os adora,

y que rondaba el convento,

al ver crecer con el viento

la llama devastadora,

con inaudito valor,

viendo que ibais a abrasaros,

se metió para salvaros

por donde pudo mejor.

Vos, al verle así asaltar

la celda tan de improviso,

os desmayasteis… preciso;

la cosa era de esperar.

Y él, cuando os vio caer así,

en sus brazos os tomó

y echó a huir, yo le seguí,

y del fuego nos sacó.

¿Dónde íbamos a esta hora?

Vos seguíais desmayada;

yo estaba ya casi ahogada.

Dijo, pues: «Hasta la aurora

en mi casa las tendré».

Y henos, doña Inés, aquí.

DOÑA INÉS.—¿Conque ésta es su casa?

BRÍGIDA.—Sí.

DOÑA INÉS.—Pues nada recuerdo a fe.

Pero… ¡en su casa…! ¡Oh! Al punto

salgamos de ella… yo tengo

la de mi padre.

BRÍGIDA.—Convengo

con vos; pero es el asunto…

DOÑA INÉS.—¿Qué?

BRÍGIDA.—Que no podemos ir.

DOÑA INÉS.—Oír tal me maravilla.

BRÍGIDA.—Nos aparta de Sevilla…

DOÑA INÉS.—¿Quién?

BRÍGIDA.—Vedlo, el Guadalquivir.

DOÑA INÉS.—¿No estamos en la ciudad?

BRÍGIDA.—A una legua nos hallamos

de sus murallas.

DOÑA INÉS.—¡Oh! ¡Estamos

perdidas!

BRÍGIDA.—¡No sé en verdad

por qué!

DOÑA INÉS.—Me estás confundiendo,

Brígida… y no sé qué redes

son las que entre estas paredes

temo que me estás tendiendo.

Nunca el claustro abandoné,

ni sé del mundo exterior

los usos, mas tengo honor;

noble soy, Brígida, y sé

que la casa de don Juan

no es buen sitio para mí;

me lo está diciendo aquí

no sé qué escondido afán.

Ven, huyamos.

BRÍGIDA.—Doña Inés,

la existencia os ha salvado.

DOÑA INÉS.—Sí, pero me ha envenenado

el corazón.

BRÍGIDA.—¿Le amáis, pues?

DOÑA INÉS.—No sé… mas, por compasión,

huyamos pronto de ese hombre,

tras de cuyo solo nombre

se me escapa el corazón.

¡Ah! Tú me diste un papel

de manos de ese hombre escrito,

y algún encanto maldito

me diste encerrado en él.

Una sola vez le vi

por entre unas celosías,

y que estaba, me decías,

en aquel sitio por mí.

Tú, Brígida, a todas horas

me venías de él a hablar,

haciéndome recordar

sus gracias fascinadoras.

Tú me dijiste que estaba

para mío destinado

por mi padre, y me has jurado

en su nombre que me amaba.

¿Que le amo dices…? Pues bien;

si esto es amar, sí, le amo;

pero yo sé que me infamo

con esa pasión también.

Y si el débil corazón

se me va tras de don Juan,

tirándome de él están

mi honor y mi obligación.

Vamos, pues, vamos de aquí

primero que ese hombre venga;

pues fuerza acaso no tenga

si le veo junto a mí.

Vamos, Brígida.

BRÍGIDA.—Esperad.

¿No oís?

DOÑA INÉS.—¿Qué?

BRÍGIDA.—Ruido de remos.

DOÑA INÉS.—Sí, dices bien; volveremos

en un bote a la ciudad.

BRÍGIDA.—Mirad, mirad, doña Inés.

DOÑA INÉS.—Acaba… por Dios, partamos.

BRÍGIDA.—Ya, imposible que salgamos.

DOÑA INÉS.—¿Por qué razón?

BRÍGIDA.—Porque él es

quien en ese barquichuelo

se adelanta por el río.

DOÑA INÉS.—¡Ay! ¡Dadme fuerzas, Dios mío!

BRÍGIDA.—Ya llegó; ya está en el suelo.

Sus gentes nos volverán

a casa; mas antes de irnos,

es preciso despedirnos

a lo menos de don Juan.

DOÑA INÉS.—Sea, y vamos al instante.

No quiero volverle a ver.

BRÍGIDA.—(
Aparte.
) Los ojos te hará volver

al encontrarle delante.

Vamos.

DOÑA INÉS.—Vamos.

CIUTTI.—(
Dentro.
) Aquí están.

DON JUAN.—(
Dentro.
) Alumbra.

BRÍGIDA.—¡Nos busca!

DOÑA INÉS.—Él es.

Escena III

Dichas y
DON JUAN.

DON JUAN.—¿Adónde vais, doña Inés?

DOÑA INÉS.—Dejadme salir, don Juan.

DON JUAN.—¿Que os deje salir?

BRÍGIDA.—Señor,

sabiendo ya el accidente

del fuego, estará impaciente

por su hija el Comendador.

DON JUAN.—¡El fuego! ¡Ah! No os dé cuidado

por don Gonzalo, que ya

dormir tranquilo le hará

el mensaje que le he enviado.

DOÑA INÉS.—¿Le habéis dicho…?

DON JUAN.—Que os hallabais

bajo mi amparo segura,

y el aura del campo pura

libre por fin respirabais.

(
Vase
BRÍGIDA.)

Cálmate, pues, vida mía;

reposa aquí, y un momento

olvida de tu convento

la triste cárcel sombría.

¡Ah! ¿No es cierto, ángel de amor,

que en esta apartada orilla

más pura la luna brilla

y se respira mejor?

Esta aura que vaga llena

de los sencillos olores

de las campesinas flores

que brota esa orilla amena;

esa agua limpia y serena

que atraviesa sin temor

la barca del pescador

que espera cantando el día,

¿no es cierto, paloma mía,

que están respirando amor?

Esa armonía que el viento

recoge entre esos millares

de floridos olivares,

que agita con manso aliento,

ese dulcísimo acento

con que trina el ruiseñor

de sus copas morador

llamando al cercano día,

¿no es verdad, gacela mía,

que están respirando amor?

Y estas palabras que están

filtrando insensiblemente

tu corazón, ya pendiente

de los labios de don Juan,

y cuyas ideas van

inflamando en su interior

un fuego germinador

no encendido todavía,

¿no es verdad, estrella mía,

que están respirando amor?

Y esas dos líquidas perlas

que se desprenden tranquilas

de tus radiantes pupilas

convidándome a beberlas,

evaporarse a no verlas

de sí mismas al calor,

y ese encendido color

que en tu semblante no había,

¿no es verdad, hermosa mía,

que están respirando amor?

¡Oh! sí, bellísima Inés,

espejo y luz de mis ojos;

escucharme sin enojos

como lo haces, amor es;

mira aquí a tus plantas, pues,

todo el altivo rigor

de este corazón traidor

que rendirse no creía,

adorando, vida mía,

la esclavitud de tu amor.

DOÑA INÉS.—Callad, por Dios, ¡oh don Juan!,

que no podré resistir

mucho tiempo sin morir

tan nunca sentido afán.

¡Ah! Callad, por compasión,

que oyéndoos me parece

que mi cerebro enloquece

y se arde mi corazón.

¡Ah! Me habéis dado a beber

un filtro infernal sin duda,

que a rendiros os ayuda

la virtud de la mujer.

Tal vez poseéis, don Juan,

un misterioso amuleto,

que a vos me atrae en secreto

como irresistible imán.

Tal vez Satán puso en vos

su vista fascinadora,

su palabra seductora

y el amor que negó a Dios.

¿Y qué he de hacer, ¡ay de mí!,

sino caer en vuestros brazos,

si el corazón en pedazos

me vais robando de aquí?

No, don Juan; en poder mío

resistirte no está ya;

yo voy a ti, como va

sorbido al mar ese río.

Tu presencia me enajena,

tus palabras me alucinan,

y tus ojos me fascinan,

y tu aliento me envenena.

¡Don Juan! ¡Don Juan! Yo lo imploro

de tu hidalga compasión:

o arráncame el corazón,

o ámame, porque te adoro.

DON JUAN.—¡Alma mía! Esa palabra

cambia de modo mi ser,

que alcanzo que puede hacer

hasta que el Edén se me abra.

No es, doña Inés, Satanás

quien pone este amor en mí;

es Dios, que quiere por ti

ganarme para Él quizás.

No; el amor que hoy se atesora

en mi corazón mortal,

no es un amor terrenal

como el que sentí hasta ahora;

no es esa chispa fugaz

que cualquier ráfaga apaga;

es incendio que se traga

cuanto ve, inmenso, voraz.

Desecha, pues, tu inquietud,

bellísima doña Inés,

porque me siento a tus pies

capaz aún de la virtud.

Sí; iré mi orgullo a postrar

ante el buen Comendador,

y, o habrá de darme tu amor,

o me tendrá que matar.

DOÑA INÉS.—¡Don Juan de mi corazón!

DON JUAN.—¡Silencio! ¿Habéis escuchado?

DOÑA INÉS.—¿Qué?

DON JUAN.—Sí; una barca ha atracado

debajo de ese balcón.

Un hombre embozado de ella

salta… Brígida, al momento

(
Entra
BRÍGIDA.)

pasad a esotro aposento;

y perdonad, Inés bella,

si solo me importa estar.

DOÑA INÉS.—¿Tardarás?

DON JUAN.—Poco ha de ser.

DOÑA INÉS.—A mi padre hemos de ver.

DON JUAN.—Sí; en cuanto empiece a clarear.

Adiós.

Escena IV

DON JUAN
y
CIUTTI.

CIUTTI.—Señor.

DON JUAN.—¿Qué sucede,

Ciutti?

CIUTTI.—Ahí está un embozado

en veros muy empeñado.

DON JUAN.—¿Quién es?

CIUTTI.—Dice que no puede

descubrirse más que a vos,

y que es cosa de tal priesa,

que en ella se os interesa

la vida a entrambos a dos.

DON JUAN.—¿Y en él no has reconocido

marca ni señal alguna

que nos oriente?

CIUTTI.—Ninguna;

mas a veros decidido

viene.

DON JUAN.—¿Trae gente?

CIUTTI.—No más

que los remeros del bote.

DON JUAN.—Que entre.

Escena V

DON JUAN.
Luego
CIUTTI
y
DON LUIS,
embozado.

DON JUAN.—¡Jugamos a escote

la vida…! Mas, si es quizás

un traidor que hasta mi quinta

me viene siguiendo el paso…

hálleme, pues, por si acaso,

con las armas en la cinta.

(
Se ciñe la espada y suspende al cinto un par de pistolas, que habrá colocado sobre la mesa a su salida en la escena tercera. Al momento sale
CIUTTI
conduciendo a
DON LUIS,
que, embozado hasta los ojos, espera a que se queden solos.
DON JUAN
hace a
CIUTTI
una seña para que se retire. Lo hace.
)

Escena VI

DON JUAN
y
DON LUIS.

DON JUAN.—(
Aparte.
) Buen talante. Bien venido,

caballero.

DON LUIS.—Bien hallado,

señor mío.

DON JUAN.—Sin cuidado

hablad.

DON LUIS.—Jamás lo he tenido.

DON JUAN.—Decid, pues: ¿a qué venís

a esta hora y con tal afán?

DON LUIS.—Vengo a mataros, don Juan.

DON JUAN.—¿Según eso, sois don Luis?

DON LUIS.—No os engañó el corazón,

y el tiempo no malgastemos,

don Juan; los dos no cabemos

ya en la tierra.

DON JUAN.—En conclusión,

señor Mejía, es decir

que, porque os gané la apuesta,

¿queréis que acabe la fiesta

con salirnos a batir?

DON LUIS.—Estáis puesto en la razón;

la vida apostado habemos,

y es fuerza que nos paguemos.

DON JUAN.—Soy de la misma opinión.

Mas ved que os debo advertir

que sois vos quien la ha perdido.

DON LUIS.—Pues por eso os la he traído;

mas no creo que morir

deba nunca un caballero

que lleva en el cinto espada,

como una res destinada

por su dueño al matadero.

DON JUAN.—Ni yo creo que resquicio

habréis jamás encontrado

por donde me hayáis tomado

por un cortador de oficio.

DON LUIS.—De ningún modo, y ya veis

que, pues os vengo a buscar,

mucho en vos debo fiar.

DON JUAN.—No más de lo que podéis.

Y por mostraros mejor

mi generosa hidalguía,

decid si aún puedo, Mejía,

satisfacer vuestro honor.

Leal la apuesta os gané

mas si tanto os ha escocido,

mirad si halláis conocido

remedio, y le aplicaré.

DON LUIS.—No hay más que el que os he propuesto,

don Juan. Me habéis maniatado,

y habéis la casa asaltado

usurpándome mi puesto;

y pues el mío tomasteis

para triunfar de doña Ana,

no sois vos, don Juan, quien gana,

porque por otro jugasteis.

DON JUAN.—Ardides del juego son.

DON LUIS.—Pues no os los quiero pasar,

y por ellos a jugar

vamos ahora el corazón.

DON JUAN.—¿Le arriesgáis, pues, en revancha

de doña Ana de Pantoja?

DON LUIS.—Sí; y lo que tardo me enoja

en lavar tan fea mancha.

Don Juan, yo la amaba, sí;

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