Read Don Juan Tenorio Online

Authors: José Zorrilla

Tags: #Clásico, Drama, Teatro

Don Juan Tenorio (7 page)

DOÑA INÉS.—¡Virgen María!

BRÍGIDA.—Pero acabad, doña Inés.

DOÑA INÉS.—(
Lee.
) «Adiós, oh luz de mis ojos;

adiós, Inés de mi alma;

medita, por Dios, en calma

las palabras que aquí van;

y si odias esa clausura

que ser tu sepulcro debe,

manda, que a todo se atreve

por tu hermosura don Juan».

(
Representa
DOÑA INÉS.) ¡Ay! ¿Qué filtro envenenado

me dan en este papel,

que el corazón desgarrado

me estoy sintiendo con él?

¿Qué sentimientos dormidos

son los que revela en mí;

qué impulsos jamás sentidos,

qué luz, que hasta hoy nunca vi?

¿Qué es lo que engendra en mi alma

tan nuevo y profundo afán?

¿Quién roba la dulce calma

de mi corazón?

BRÍGIDA.—Don Juan.

DOÑA INÉS.—¡Don Juan dices…! ¿Conque ese hombre

me ha de seguir por doquier?

¿Sólo he de escuchar su nombre,

sólo su sombra he de ver?

¡Ah! Bien dice: juntó el cielo

los destinos de los dos,

y en mi alma engendró este anhelo

fatal.

BRÍGIDA.—¡Silencio, por Dios!

(
Se oyen dar las ánimas.
)

DOÑA INÉS.—¿Qué?

BRÍGIDA.—Silencio.

DOÑA INÉS.—Me estremezco.

BRÍGIDA.—¿Oís, doña Inés, tocar?

DOÑA INÉS.—Sí; lo mismo que otras veces,

las ánimas oigo dar.

BRÍGIDA.—Pues no habléis de él.

DOÑA INÉS.—¡Cielo santo!

¿De quién?

BRÍGIDA.—¿De quién ha de ser?

De ese don Juan que amáis tanto,

porque puede aparecer.

DOÑA INÉS.—¡Me amedrentas! ¿Puede ese hombre

llegar hasta aquí?

BRÍGIDA.—Quizá,

porque el eco de su nombre

tal vez llega adonde está.

DOÑA INÉS.—¡Cielos! ¿Y podrá…?

BRÍGIDA.—¡Quién sabe!

DOÑA INÉS.—¿Es un espíritu, pues?

BRÍGIDA.—No; mas si tiene una llave…

DOÑA INÉS.—¡Dios!

BRÍGIDA.—Silencio, doña Inés;

¿no oís pasos?

DOÑA INÉS.—¡Ay! Ahora

nada oigo.

BRÍGIDA.—Las nueve dan,

suben… se acercan… señora…

Ya está aquí.

DOÑA INÉS.—¿Quién?

BRÍGIDA.—Él.

DOÑA INÉS.—¡Don Juan!

Escena IV

DOÑA INÉS, DON JUAN
y
BRÍGIDA.

DOÑA INÉS.—¿Qué es esto? ¿Sueño… deliro?

DON JUAN.—¡Inés de mi corazón!

DOÑA INÉS.—¿Es realidad lo que miro,

o es una fascinación…?

Tenedme, apenas respiro…

Sombra… ¡huye por compasión!

¡Ay de mí…!

(
Desmáyase
DOÑA INÉS,
y
DON JUAN
la sostiene. La carta de
DON JUAN
queda en el suelo abandonada por
DOÑA INÉS
al desmayarse.
)

BRÍGIDA.—La ha fascinado

vuestra repentina entrada,

y el pavor la ha trastornado.

DON JUAN.—Mejor, así nos ha ahorrado

la mitad de la jornada.

¡Ea! No desperdiciemos

el tiempo aquí en contemplarla,

si perdernos no queremos.

En los brazos a tomarla

voy, y cuanto antes, ganemos

ese claustro solitario.

BRÍGIDA.—¡Oh! ¿Vais a sacarla así?

DON JUAN.—¿Necia, piensas que rompí

la clausura temerario,

para dejármela aquí?

Mi gente abajo me espera;

sígueme.

BRÍGIDA.—¡Sin alma estoy!

¡Ay! Este hombre es una fiera;

nada le ataja ni altera…

Sí, sí; a su sombra me voy.

Escena V

La ABADESA,
sola.

ABADESA.—Jurara que había oído

por estos claustros andar;

hoy a doña Inés velar

algo más la he permitido,

y me temo… mas no están

aquí. ¿Qué pudo ocurrir

a las dos para salir

de la celda? ¿Dónde irán?

¡Hola! Yo las ataré

corto para que no vuelvan

a enredar y me revuelvan

a las novicias… sí a fe.

Mas siento por allá fuera

pasos. ¿Quién es?

Escena VI

La
ABADESA
y la
TORNERA.

TORNERA.—Yo, señora.

ABADESA.—¡Vos en el claustro a esta hora!

¿Qué es esto, hermana Tornera?

TORNERA.—Madre Abadesa, os buscaba.

ABADESA.—¿Qué hay? Decid.

TORNERA.—Un noble anciano

quiere hablaros.

ABADESA.—Es en vano.

TORNERA.—Dice que es de Calatrava

caballero; que sus fueros

le autorizan a este paso,

y que la urgencia del caso

le obliga al instante a veros.

ABADESA.—¿Dijo su nombre?

TORNERA.—El señor

don Gonzalo Ulloa.

ABADESA.—¿Qué

puede querer…? Ábrale,

hermana, es Comendador

de la Orden, y derecho

tiene en el claustro de entrada.

Escena VII

La
ABADESA
y
DON GONZALO,
después.

ABADESA.—¿A una hora tan avanzada

venir así…? No sospecho

qué pueda ser… mas me place,

pues no hallando a su hija aquí,

la reprenderá, y así

mirará otra vez lo que hace.

Escena VIII

La
ABADESA, DON GONZALO
y la
TORNERA,
a la puerta.

DON GONZALO.—Perdonad, madre Abadesa,

que en hora tal os moleste;

mas para mí, asunto es éste

que honra y vida me interesa.

ABADESA.—¡Jesús!

DON GONZALO.—Oíd.

ABADESA.—Hablad, pues.

DON GONZALO.—Yo guardé hasta hoy un tesoro

de más quilates que el oro,

y ese tesoro es mi Inés.

ABADESA.—A propósito…

DON GONZALO.—Escuchad.

Se me acaba de decir

que han visto a su dueña ir

ha poco por la ciudad

hablando con el criado

de un don Juan, de tal renombre,

que no hay en la tierra otro hombre

tan audaz y tan malvado.

En tiempo atrás se pensó

con él a mi hija casar,

y hoy, que se la fui a negar,

robármela me juró.

Que por el torpe doncel

ganada la dueña está,

no puedo dudarlo ya;

debo, pues, guardarme de él;

y un día, una hora quizás

de imprevisión le bastara

para que mi honor manchara

ese hijo de Satanás.

He aquí mi inquietud cuál es;

por la dueña, en conclusión,

vengo; vos la profesión

abreviad de doña Inés.

ABADESA.—Sois padre, y es vuestro afán

muy justo, Comendador;

mas ved que ofende a mi honor.

DON GONZALO.—No sabéis quién es don Juan.

ABADESA.—Aunque le pintáis tan malo,

yo os puedo decir de mí,

que mientra Inés esté aquí,

segura está, don Gonzalo.

DON GONZALO.—Lo creo; mas las razones

abreviemos: entregadme

esa dueña, y perdonadme

mis mundanas opiniones.

Si vos de vuestra virtud

me respondéis, yo me fundo

en que conozco del mundo

la insensata juventud.

ABADESA.—Se hará como lo exigís.

Hermana Tornera, id pues

a buscar a doña Inés

y a su dueña.

(
Vase la
TORNERA.)

DON GONZALO.—¿Qué decís,

señora? O traición me ha hecho

mi memoria, o yo sé bien

que esta es hora de que estén

ambas a dos en su lecho.

ABADESA.—Ha un punto sentí a las dos

salir de aquí, no sé a qué.

DON GONZALO.—¡Ay! Por qué tiemblo no sé.

Mas, ¡qué veo, Santo Dios!

Un papel… me lo decía

a voces mi mismo afán.

(
Leyendo.
) «Doña Inés del alma mía…»

Y la firma de don Juan.

Ved… ved… esa prueba escrita.

Leed ahí… ¡Oh! Mientras que vos

por ella rogáis a Dios,

viene el diablo y os la quita.

Escena IX

La
ABADESA, DON GONZALO
y la
TORNERA.

TORNERA.—Señora…

ABADESA.—¿Qué?

TORNERA.—Vengo muerta.

DON GONZALO.—Concluid.

TORNERA.—No acierto a hablar…

He visto a un hombre saltar

por las tapias de la huerta.

DON GONZALO.—¿Veis? Corramos; ¡ay de mí!

ABADESA.—¿Dónde vais, Comendador?

DON GONZALO.—¡Imbécil! Tras de mi honor,

que os roban a vos de aquí.

Acto IV

DON JUAN, DOÑA INÉS, DON GONZALO, DON LUIS, CIUTTI, BRÍGIDA, ALGUACIL 1.º
y
ALGUACIL 2.º

Quinta de
DON JUAN
Tenorio, cerca de Sevilla y sobre el Guadalquivir. Balcón en el fondo. Dos puertas a cada lado.

Escena I

BRÍGIDA
y
CIUTTI.

BRÍGIDA.—¡Qué noche, válgame Dios!

A poderlo calcular,

no me meto yo a servir

a tan fogoso galán.

¡Ay, Ciutti! Molida estoy;

no me puedo menear.

CIUTTI.—Pues, ¿qué os duele?

BRÍGIDA.—Todo el cuerpo,

y toda el alma además.

CIUTTI.—¡Ya! No estáis acostumbrada

al caballo, es natural.

BRÍGIDA.—Mil veces pensé caer;

¡Uf! ¡Qué mareo! ¡Qué afán!

Veía yo unos tras otros

ante mis ojos pasar

los árboles como en alas

llevados de un huracán,

tan apriesa y produciéndome

ilusión tan infernal,

que perdiera los sentidos

si tardamos en parar.

CIUTTI.—Pues de estas cosas veréis,

si en esta casa os quedáis,

lo menos seis por semana.

BRÍGIDA.—¡Jesús!

CIUTTI.—Y esa niña, ¿está

reposando todavía?

BRÍGIDA.—¿Y a qué se ha de despertar?

CIUTTI.—Sí; es mejor que abra los ojos

en los brazos de don Juan.

BRÍGIDA.—Preciso es que tu amo tenga

algún diablo familiar.

CIUTTI.—Yo creo que sea él mismo

un diablo en carne mortal,

porque a lo que él, solamente

se arrojara Satanás.

BRÍGIDA.—¡Oh! ¡El lance ha sido extremado!

CIUTTI.—Pero al fin logrado está.

BRÍGIDA.—¡Salir así de un convento

en medio de una ciudad

como Sevilla!

CIUTTI.—Es empresa

tan sólo para hombre tal;

mas, ¡qué diablos!, si a su lado

la fortuna siempre va,

y encadenado a sus pies

duerme sumiso el azar.

BRÍGIDA.—Sí; decís bien.

CIUTTI.—No he visto hombre

de corazón más audaz;

no halla riesgo que le espante,

ni encuentra dificultad

que al empeñarse en vencer,

le haga un punto vacilar.

A todo osado se arroja,

de todo se ve capaz;

ni mira dónde se mete,

ni lo pregunta jamás.

«Allí hay un lance», le dicen;

y él dice: «Allá va don Juan».

Mas ya tarda, ¡vive Dios!

BRÍGIDA.—Las doce en la catedral

han dado ha tiempo.

CIUTTI.—Y de vuelta

debía a las doce estar.

BRÍGIDA.—Pero, ¿por qué no se vino

con nosotros?

CIUTTI.—Tiene allá

en la ciudad todavía

cuatro cosas que arreglar.

BRÍGIDA.—¿Para el viaje?

CIUTTI.—Por supuesto;

aunque muy fácil será

que esta noche a los infiernos

le hagan a él mismo viajar.

BRÍGIDA.—¡Jesús, qué ideas!

CIUTTI.—¡Pues digo!

¿Son obras de caridad

en las que nos empleamos,

para mejor esperar?

Aunque seguros estamos

como vuelva por acá.

BRÍGIDA.—¿De veras, Ciutti?

CIUTTI.—Venid

a este balcón, y mirad.

¿Qué veis?

BRÍGIDA.—Veo un bergantín

que anclado en el río está.

CIUTTI.—Pues su patrón sólo aguarda

las órdenes de don Juan,

y salvos en todo caso

a Italia nos llevará.

BRÍGIDA.—¿Cierto?

CIUTTI.—Y nada receléis

por nuestra seguridad,

que es el barco más velero

que boga sobre la mar.

BRÍGIDA.—¡Chist! Ya siento a doña Inés.

CIUTTI.—Pues yo me voy, que don Juan

encargó que sola vos

debíais con ella hablar.

BRÍGIDA.—Y encargó bien, que yo entiendo

de esto.

CIUTTI.—Adiós, pues.

BRÍGIDA.—Vete en paz.

Escena II

DOÑA INÉS
y
BRÍGIDA.

DOÑA INÉS.—¡Dios mío, cuánto he soñado!

¡Loca estoy! ¿Qué hora será?

Pero ¿qué es esto? ¡Ay de mí!

No recuerdo que jamás

haya visto este aposento.

¿Quién me trajo aquí?

BRÍGIDA.—Don Juan.

DOÑA INÉS.—Siempre don Juan…

¿Aquí tú también estás,

Brígida?

BRÍGIDA.—Sí, doña Inés.

DOÑA INÉS.—Pero dime en caridad,

¿dónde estamos? Este cuarto

¿es del convento?

BRÍGIDA.—No tal;

aquello era un cuchitril

en donde no había más

que miseria.

DOÑA INÉS.—Pero, en fin,

¿en dónde estamos?

BRÍGIDA.—Mirad,

mirad por este balcón,

y alcanzaréis lo que va

desde un convento de monjas

a una quinta de don Juan.

DOÑA INÉS.—¿Es de don Juan esta quinta?

BRÍGIDA.—Y creo que vuestra ya.

DOÑA INÉS.—Pero no comprendo, Brígida,

lo que dices.

BRÍGIDA.—Escuchad.

Estabais en el convento

leyendo con mucho afán

una carta de don Juan,

cuando estalló en un momento

un incendio formidable.

DOÑA INÉS.—¡Jesús!

BRÍGIDA.—Espantoso, inmenso;

el humo era ya tan denso,

que el aire se hizo palpable.

DOÑA INÉS.—Pues no recuerdo…

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