juntándonos aquí hoy
a probarlo.
DON JUAN.—Y aquí estoy.
DON LUIS.—Y yo.
CENTELLAS.—¡Empeño bien extraño,
por vida mía!
DON JUAN.—Hablad, pues.
DON LUIS.—No, vos debéis empezar.
DON JUAN.—Como gustéis, igual es,
que nunca me hago esperar.
Pues señor, yo desde aquí,
buscando mayor espacio
para mis hazañas, dí
sobre Italia, porque allí
tiene el placer un palacio.
De la guerra y del amor
antigua y clásica tierra,
y en ella el Emperador,
con ella y con Francia en guerra,
díjeme: «¿Dónde mejor?
Donde hay soldados, hay juego,
hay pendencias y amoríos».
Dí, pues, sobre Italia luego,
buscando a sangre y a fuego
amores y desafíos.
En Roma, a mi apuesta fiel,
fijé entre hostil y amatorio
en mi puerta este cartel:
«Aquí está don Juan Tenorio
para quien quiera algo de él».
De aquellos días la historia
a relataros renuncio;
remítome a la memoria
que dejé allí, y de mi gloria
podéis juzgar por mi anuncio.
Las romanas caprichosas,
las costumbres licenciosas,
yo gallardo y calavera,
quién a cuento redujera
mis empresas amorosas.
Salí de Roma por fin
como os podéis figurar,
con un disfraz harto ruin,
y a lomos de un mal rocín,
pues me querían ahorcar.
Fui al ejército de España;
mas todos paisanos míos,
soldados y en tierra extraña,
dejé pronto su compaña
tras cinco o seis desafíos.
Nápoles, rico vergel
de amor, de placer emporio,
vio en mi segundo cartel:
«Aquí está don Juan Tenorio,
y no hay hombre para él.
Desde la princesa altiva
a la que pesca en ruin barca,
no hay hembra a quien no suscriba,
y cualquiera empresa abarca
si en oro o valor estriba.
Búsquenle los reñidores;
cérquenle los jugadores;
quien se precie, que le ataje;
a ver si hay quien le aventaje
en juego, en lid o en amores».
Esto escribí; y en medio año
que mi presencia gozó
Nápoles, no hay lance extraño,
no hubo escándalo ni engaño
en que no me hallara yo.
Por dondequiera que fui,
la razón atropellé,
la virtud escarnecí,
a la justicia burlé
y a las mujeres vendí.
Yo a las cabañas bajé,
yo a los palacios subí,
yo los claustros escalé,
y en todas partes dejé
memoria amarga de mí.
Ni reconocí sagrado,
ni hubo razón ni lugar
por mi audacia respetado;
ni en distinguir me he parado
al clérigo del seglar.
A quien quise provoqué,
con quien quiso me batí,
y nunca consideré
que pudo matarme a mí
aquel a quien yo maté.
A esto don Juan se arrojó,
y escrito en este papel
está cuanto consiguió,
y lo que él aquí escribió,
mantenido está por él.
DON LUIS.—Leed, pues.
DON JUAN.—No; oigamos antes
vuestros bizarros extremos,
y si traéis terminantes
vuestras notas comprobantes,
lo escrito cotejaremos.
DON LUIS.—Decís bien; cosa es que está,
Don Juan, muy puesta en razón;
aunque, a mi ver, poco irá
de una a otra relación.
DON JUAN.—Empezad, pues.
DON LUIS.—Allá va.
Buscando yo, como vos,
a mi aliento empresas grandes,
dije: «¿Dó iré, ¡vive Dios!
de amor y lides en pos
que vaya mejor que a Flandes?
Allí, puesto que empeñadas
guerras hay, a mis deseos
habrá al par centuplicadas
ocasiones extremadas
de riñas y galanteos».
Y en Flandes conmigo dí,
mas con tan negra fortuna,
que al mes de encontrarme allí
todo mi caudal perdí,
dobla a dobla, una por una.
En tan total carestía
mirándome de dineros,
de mí todo el mundo huía,
mas yo busqué compañía
y me uní a unos bandoleros.
Lo hicimos bien, ¡voto a tal!,
y fuimos tan adelante,
con suerte tan colosal,
que entramos a saco en Gante
el palacio episcopal.
¡Qué noche! Por el decoro
de la Pascua, el buen obispo
bajó a presidir el coro,
y aún de alegría me crispo
al recordar su tesoro.
Todo cayó en poder nuestro;
mas mi capitán, avaro,
puso mi parte en secuestro;
reñimos, yo fui más diestro,
y le crucé sin reparo.
Jurome al punto la gente
capitán, por más valiente;
jureles yo amistad franca;
pero a la noche siguiente
huí y les dejé sin blanca.
Yo me acordé del refrán
de que quien roba al ladrón
ha cien años de perdón,
y me arrojé a tal desmán
mirando a mi salvación.
Pasé a Alemania opulento,
mas un Provincial jerónimo,
hombre de mucho talento,
me conoció, y al momento
me delató en un anónimo.
Compré a fuerza de dinero
la libertad y el papel;
y topando en un sendero
al fraile, le envié certero
una bala envuelta en él.
Salté a Francia, ¡buen país!,
y como en Nápoles vos,
puse un cartel en París
diciendo: «Aquí hay un don Luis
que vale lo menos dos.
Parará aquí algunos meses,
y no trae más intereses
ni se aviene a más empresas,
que a adorar a las francesas
y a reñir con los franceses».
Esto escribí; y en medio año
que mi presencia gozó
París, no hubo lance extraño,
ni hubo escándalo ni daño
donde no me hallara yo.
Mas como don Juan, mi historia
también a alargar renuncio;
que basta para mi gloria
la magnífica memoria
que allí dejé con mi anuncio.
Y cual vos, por donde fui
la razón atropellé,
la virtud escarnecí,
a la justicia burlé,
y a las mujeres vendí.
Mi hacienda llevo perdida
tres veces; mas se me antoja
reponerla, y me convida
mi boda comprometida
con doña Ana de Pantoja.
Mujer muy rica me dan,
y mañana hay que cumplir
los tratos que hechos están;
lo que os advierto, don Juan,
por si queréis asistir.
A esto don Luis se arrojó,
y escrito en este papel
está lo que consiguió;
y lo que él aquí escribió
mantenido está por él.
DON JUAN.—La historia es tan semejante
que está en el fiel la balanza;
mas vamos a lo importante,
que es el guarismo a que alcanza
el papel; conque adelante.
DON LUIS.—Razón tenéis en verdad.
Aquí está el mío; mirad,
por una línea apartados
traigo los nombres sentados
para mayor claridad.
DON JUAN.—Del mismo modo arregladas
mis cuentas traigo en el mío;
en dos líneas separadas
los muertos en desafío
y las mujeres burladas.
Contad.
DON LUIS.—Contad.
DON JUAN.—Veintitrés.
DON LUIS.—Son los muertos. A ver vos.
¡Por la cruz de San Andrés!
Aquí sumo treinta y dos.
DON JUAN.—Son los muertos.
DON LUIS.—Matar es.
DON JUAN.—Nueve os llevo.
DON LUIS.—Me vencéis.
Pasemos a las conquistas.
DON JUAN.—Sumo aquí cincuenta y seis.
DON LUIS.—Y yo sumo en vuestras listas
setenta y dos.
DON JUAN.—Pues perdéis.
DON LUIS.—¡Es increíble, don Juan!
DON JUAN.—Si lo dudáis, apuntados
los testigos ahí están,
que si fueren preguntados
os lo testificarán.
DON LUIS.—¡Oh! Y vuestra lista es cabal.
DON JUAN.—Desde una princesa real
a la hija de un pescador,
¡oh! ha recorrido mi amor
toda la escala social.
¿Tenéis algo que tachar?
DON LUIS.—Sólo una os falta en justicia.
DON JUAN.—¿Me la podéis señalar?
DON LUIS.—Sí, por cierto; una novicia
que esté para profesar.
DON JUAN.—¡Bah! pues yo os complaceré
doblemente, porque os digo
que a la novicia uniré
la dama de algún amigo
que para casarse esté.
DON LUIS.—¡Pardiez, que sois atrevido!
DON JUAN.—Yo os lo apuesto si queréis.
DON LUIS.—Digo que acepto el partido.
¿Para darlo por perdido,
queréis veinte días?
DON JUAN.—Seis.
DON LUIS.—¡Por Dios, que sois hombre extraño!
¿Cuántos días empleáis
en cada mujer que amáis?
DON JUAN.—Partid los días del año
entre las que ahí encontráis.
Uno para enamorarlas,
otro para conseguirlas,
otro para abandonarlas,
dos para sustituirlas,
y una hora para olvidarlas.
Pero la verdad a hablaros,
pedir más no se me antoja,
porque, pues vais a casaros,
mañana pienso quitaros
a doña Ana de Pantoja.
DON LUIS.—Don Juan, ¿qué es lo que decís?
DON JUAN.—Don Luis, lo que oído habéis.
DON LUIS.—Ved, don Juan, lo que emprendéis.
DON JUAN.—Lo que he de lograr, don Luis.
DON LUIS.—¡Gastón!
GASTÓN.—Señor.
DON LUIS.—Ven acá.
(
Habla
DON LUIS
en secreto con
GASTÓN,
y éste se va precipitadamente.
)
DON JUAN.—¡Ciutti!
CIUTTI.—Señor.
DON JUAN.—Ven aquí.
(DON JUAN
habla también con
CIUTTI,
que hace lo mismo.
)
DON LUIS.—¿Estáis en lo dicho?
DON JUAN.—Sí.
DON LUIS.—Pues va la vida.
DON JUAN.—Pues va.
(DON GONZALO,
levantándose de la mesa en que ha permanecido inmóvil durante la escena anterior, se afronta con
DON JUAN
y
DON LUIS.)
DON GONZALO.—¡Insensatos! Vive Dios,
que a no temblarme las manos,
a palos, como a villanos,
os diera muerte a los dos.
DON JUAN
y
DON LUIS.—Veamos.
DON GONZALO.—Excusado es,
que he vivido lo bastante
para no estar arrogante
donde no puedo.
DON JUAN.—Idos, pues.
DON GONZALO.—Antes, don Juan, de salir
de donde oírme podáis,
es necesario que oigáis
lo que os tengo que decir.
Vuestro buen padre don Diego,
porque pleitos acomoda,
os apalabró una boda
que iba a celebrarse luego;
pero por mí mismo yo,
lo que erais queriendo ver,
vine aquí al anochecer,
y el veros me avergonzó.
DON JUAN.—¡Por Satanás, viejo insano,
que no sé cómo he tenido
calma para haberte oído
sin asentarte la mano!
¡Pero di pronto quién eres,
porque me siento capaz
de arrancarte el antifaz
con el alma que tuvieres!
DON GONZALO.—¡Don Juan!
DON JUAN.—¡Pronto!
DON GONZALO.—Mira, pues.
DON JUAN.—¡Don Gonzalo!
DON GONZALO.—El mismo soy.
Y adiós, don Juan; más desde hoy
no penséis en doña Inés.
Porque antes que consentir
en que se case con vos,
el sepulcro, ¡juro a Dios!,
por mi mano la he de abrir.
DON JUAN.—Me hacéis reír, don Gonzalo;
pues venirme a provocar,
es como ir a amenazar
a un león con un mal palo.
Y pues hay tiempo, advertir
os quiero a mi vez a vos
que, o me la dais, o por Dios
que a quitárosla he de ir.
DON GONZALO.—¡Miserable!
DON JUAN.—Dicho está;
sólo una mujer como ésta
me falta para mi apuesta;
ved, pues, que apostada va.
(DON DIEGO,
levantándose de la mesa en que ha permanecido encubierto mientras la escena anterior, baja al centro de la escena, encarándose con
DON JUAN.)
DON DIEGO.—No puedo más escucharte,
vil don Juan, porque recelo
que hay algún rayo en el cielo
preparado a aniquilarte.
¡Ah…! No pudiendo creer
lo que de ti me decían,
confiando en que mentían,
te vine esta noche a ver.
Pero te juro, malvado,
que me pesa haber venido
para salir convencido
de lo que es para ignorado.
Sigue, pues, con ciego afán
en tu torpe frenesí,
mas nunca vuelvas a mí;
no te conozco, don Juan.
DON JUAN.—¿Quién nunca a ti se volvió,
ni quién osa hablarme así,
ni qué se me importa a mí
que me conozcas o no?
DON DIEGO.—Adiós, pues; mas no te olvides
de que hay un Dios justiciero.
DON JUAN.—Ten. (
Deteniéndole.
)
DON DIEGO.—¿Qué quieres?
DON JUAN.—Verte quiero.
DON DIEGO.—Nunca; en vano me lo pides.
DON JUAN.—¿Nunca?
DON DIEGO.—No.
DON JUAN.—Cuando me cuadre.
DON DIEGO.—¿Cómo?
DON JUAN.—Así. (
Le arranca el antifaz.
)
TODOS.—¡Don Juan!
DON DIEGO.—¡Villano!
¡Me has puesto en la faz la mano!
DON JUAN.—¡Válgame Cristo, mi padre!
DON DIEGO.—Mientes; no lo fui jamás.
DON JUAN.—¡Reportaos, con Belcebú!
DON DIEGO.—No; los hijos como tú
son hijos de Satanás.
Comendador, nulo sea
lo hablado.