y no guardarle el lugar
mientras que llegar podría.
Tal ha sido mi costumbre
siempre, y siempre ha de ser ésa;
y al mirar sin él la mesa,
me da en verdad pesadumbre.
Porque si el Comendador
es difunto tan tenaz
como vivo, es muy capaz
de seguirnos el humor.
CENTELLAS.—Brindemos a su memoria,
y más en él no pensemos.
DON JUAN.—Sea.
CENTELLAS.—Brindemos.
AVELLANEDA y DON JUAN.—Brindemos.
CENTELLAS.—A que Dios le dé su gloria.
DON JUAN.—Mas yo, que no creo que haya
más gloria que esta mortal,
no hago mucho en brindis tal;
mas por complaceros, ¡vaya!
Y brindo a que Dios te dé
la gloria, Comendador.
(
Mientras beben se oye lejos un aldabonazo, que se supone dado en la puerta de la calle.
)
Mas, ¿llamaron?
CIUTTI.—Sí, señor.
DON JUAN.—Ve quién.
CIUTTI.—(
Asomándose por la ventana.
) A nadie se ve.
¿Quién va allá? Nadie responde.
CENTELLAS.—Algún chusco.
AVELLANEDA.—Algún menguado
que al pasar habrá llamado
sin mirar siquiera dónde.
DON JUAN.—(
A
CIUTTI.) Pues cierra y sirve licor.
(
Llaman otra vez más recio.
) Mas llamaron otra vez.
CIUTTI.—Sí.
DON JUAN.—Vuelve a mirar.
CIUTTI.—¡Pardiez!
A nadie veo, señor.
DON JUAN.—Pues, por Dios, que del bromazo
quien es no se ha de alabar.
Ciutti, si vuelve a llamar,
suéltale un pistoletazo.
(
Llaman otra vez, y se oye un poco más cerca.
)
¿Otra vez?
CIUTTI.—¡Cielos!
AVELLANEDA y CENTELLAS.—¿Qué pasa?
CIUTTI.—Que esa aldabada postrera
ha sonado en la escalera,
no en la puerta de la casa.
AVELLANEDA y CENTELLAS.—¿Qué dices? (
Levantándose asombrados.
)
CIUTTI.—Digo lo cierto,
nada más; dentro han llamado
de la casa.
DON JUAN.—¿Qué os ha dado?
¿Pensáis que sea ya el muerto?
Mis armas cargué con bala;
Ciutti, sal a ver quién es.
(
Vuelven a llamar más cerca.
)
AVELLANEDA.—¿Oisteis?
CIUTTI.—Por San Ginés,
que eso ha sido en la antesala.
DON JUAN.—¡Ah! Ya lo entiendo, me habéis
vosotros mismos dispuesto
esta comedia, supuesto
que lo del muerto sabéis.
AVELLANEDA.—Yo os juro, don Juan…
CENTELLAS.—Y yo.
DON JUAN.—¡Bah! Diera en ello el más topo;
y apuesto a que ese galopo
los medios para ello os dio.
AVELLANEDA.—Señor don Juan, escondido
algún misterio hay aquí.
(
Vuelven a llamar más cerca.
)
CENTELLAS.—¡Llamaron otra vez!
CIUTTI.—Sí,
y ya en el salón ha sido.
DON JUAN.—¡Ya! Mis llaves en manojo
habréis dado a la fantasma,
y que entre así no me pasma;
mas no saldrá a vuestro antojo,
ni me han de impedir cenar
vuestras farsas desdichadas.
(
Se levanta y corre los cerrojos de la puerta del fondo, volviendo a su lugar.
)
Ya están las puertas cerradas;
ahora el coco, para entrar,
tendrá que echarlas al suelo,
y en el punto que lo intente,
que con los muertos se cuente,
y apele después al cielo.
CENTELLAS.—¡Qué diablos, tenéis razón!
DON JUAN.—¿Pues no temblabais?
CENTELLAS.—Confieso
que en tanto que no dí en eso,
tuve un poco de aprensión.
DON JUAN.—¿Declaráis, pues, vuestro enredo?
AVELLANEDA.—Por mi parte nada sé.
CENTELLAS.—Ni yo.
DON JUAN.—Pues yo volveré
contra el inventor el miedo.
Mas, sigamos con la cena;
vuelva cada uno a su puesto,
que luego sabremos de esto.
AVELLANEDA.—Tenéis razón.
DON JUAN.—(
Sirviendo a
CENTELLAS.) Cariñena;
sé que os gusta, capitán.
CENTELLAS.—Como que somos paisanos.
DON JUAN.—(
A AVELLANEDA,
sirviéndole de otra botella.
) Jerez a los sevillanos,
don Rafael.
AVELLANEDA.—Hais, don Juan,
dado a entrambos por el gusto;
mas, ¿con cuál brindaréis vos?
DON JUAN.—Yo haré justicia a los dos.
CENTELLAS.—Vos siempre estáis en lo justo.
DON JUAN.—Sí, a fe; bebamos.
AVELLANEDA y CENTELLAS.—Bebamos.
(
Llaman a la misma puerta de la escena, fondo derecha.
)
DON JUAN.—Pesada me es ya la broma;
mas veremos quién asoma
mientras en la mesa estamos.
(
A
CIUTTI,
que se manifiesta asombrado.
) ¿Y qué haces tú ahí, bergante?
¡Listo! Trae otro manjar;
(
Vase
CIUTTI.)
mas me ocurre en este instante
que nos podemos mofar
de los de afuera, invitándoles
a probar su sutileza,
entrándose hasta esta pieza
y sus puertas no franqueándoles.
AVELLANEDA.—Bien dicho.
CENTELLAS.—Idea brillante.
(
Llaman fuerte, fondo derecha.
)
DON JUAN.—¡Señores! ¿A qué llamar?
Los muertos se han de filtrar
por la pared; adelante.
(La ESTATUA
de don Gonzalo pasa por la puerta, sin abrirla y sin hacer ruido.
)
DON JUAN, CENTELLAS, AVELLANEDA
y la
ESTATUA
de don Gonzalo.
CENTELLAS.—¡Jesús!
AVELLANEDA.—¡Dios mío!
DON JUAN.—¡Qué es esto!
AVELLANEDA.—Yo desfallezco. (
Cae desvanecido.
)
CENTELLAS.—Yo expiro. (
Cae lo mismo.
)
DON JUAN.—¡Es realidad, o deliro!
Es su figura… su gesto.
ESTATUA.—¿Por qué te causa pavor
quien convidado a tu mesa
viene por ti?
DON JUAN.—¡Dios! ¿No es ésa
la voz del Comendador?
ESTATUA.—Siempre supuse que aquí
no me habías de esperar.
DON JUAN.—Mientes, porque hice arrimar
esa silla para ti.
Llega, pues, para que veas
que, aunque dudé en un extremo
de sorpresa, no te temo,
aunque el mismo Ulloa seas.
ESTATUA.—¿Aún lo dudas?
DON JUAN.—No lo sé.
ESTATUA.—Pon, si quieres, hombre impío,
tu mano en el mármol frío
de mi estatua.
DON JUAN.—¿Para qué?
Me basta oírlo de ti;
cenemos, pues; mas te advierto…
ESTATUA.—¿Qué?
DON JUAN.—Que si no eres el muerto,
lo vas a salir de aquí.
¡Ea! Alzad. (
A
CENTELLAS
y a
AVELLANEDA.)
ESTATUA.—No pienses, no,
que se levanten, don Juan,
porque en sí no volverán
hasta que me ausente yo.
Que la divina clemencia
del Señor para contigo,
no requiere más testigo
que tu juicio y tu conciencia.
Al sacrílego convite
que me has hecho en el panteón,
para alumbrar tu razón
Dios asistir me permite.
Y heme que vengo en su nombre
a enseñarte la verdad;
y es: que hay una eternidad
tras de la vida del hombre.
Que numerados están
los días que has de vivir,
y que tienes que morir
mañana mismo, don Juan.
Mas, como esto que a tus ojos
está pasando, supones
ser del alma aberraciones
y de la aprensión antojos,
Dios en su santa clemencia
te concede todavía
un plazo hasta el nuevo día
para ordenar tu conciencia.
Y su justicia infinita
por que conozcas mejor,
espero de tu valor
que me pagues la visita.
¿Irás, don Juan?
DON JUAN.—Iré, sí;
mas me quiero convencer
de lo vago de tu ser
antes que salgas de aquí. (
Coge una pistola.
)
ESTATUA.—Tu necio orgullo delira,
don Juan; los hierros más gruesos
y los muros más espesos
se abren a mi paso; mira.
(
Desaparece la
ESTATUA
sumiéndose por la pared.
)
DON JUAN, AVELLANEDA
y
CENTELLAS.
DON JUAN.—¡Cielos! ¡Su esencia se trueca
el muro hasta penetrar
cual mancha de agua que seca
el ardor canicular!
¿No me dijo: «El mármol toca
de mi estatua»? ¿Cómo, pues,
se desvanece una roca?
¡Imposible! Ilusión es.
Acaso su antiguo dueño
mis cubas envenenó,
y el licor tan vano ensueño
en mi mente levantó.
Mas si estas que sombras creo
espíritus reales son
que por celestial empleo
llaman a mi corazón,
entonces, para que iguale
su penitencia don Juan
con sus delitos, ¿qué vale
el plazo ruin que le dan…?
¡Dios me da tan sólo un día…!
Si fuese Dios en verdad,
a más distancia pondría
su aviso a mi eternidad.
«Piensa bien que al lado tuyo
me tendrás…», dijo de Inés
la sombra; y si bien arguyo,
pues no la veo, sueño es.
(
Transparéntase en la pared la
SOMBRA
de doña Inés.
)
DON JUAN,
la
SOMBRA
de doña Inés
, CENTELLAS
y
AVELLANEDA
dormidos.
SOMBRA.—Aquí estoy.
DON JUAN.—¡Cielos!
SOMBRA.—Medita
lo que al buen Comendador
has oído, y ten valor
para acudir a su cita.
Un punto se necesita
para morir con ventura:
elígele con cordura,
porque mañana, don Juan,
nuestros cuerpos dormirán
en la misma sepultura.
(
Desaparece la
SOMBRA.)
DON JUAN, CENTELLAS y AVELLANEDA.
DON JUAN.—Tente, doña Inés, espera;
y si me amas en verdad,
hazme al fin la realidad
distinguir de la quimera.
Alguna más duradera
señal dame, que segura
me pruebe que no es locura
lo que imagina mi afán,
para que baje don Juan
tranquilo a la sepultura.
Mas ya me irrita, por Dios,
el verme siempre burlado,
corriendo desatentado
de varias sombras en pos.
¡Oh! Tal vez todo esto ha sido
por estos dos preparado,
y mientras se ha ejecutado
su privación han fingido.
Mas, por Dios, que, si es así,
se han de acordar de don Juan.
¡Eh! don Rafael, capitán,
ya basta: alzaos de ahí.
(DON JUAN
mueve a
CENTELLAS
y a
AVELLANEDA,
que se levantan como quien vuelve de un profundo sueño.
)
CENTELLAS.—¿Quién va?
DON JUAN.—Levantad.
AVELLANEDA.—¿Qué pasa?
Hola, ¿sois vos?
CENTELLAS.—¿Dónde estamos?
DON JUAN.—Caballeros, claro vamos.
Yo os he traído a mi casa,
y temo que a ella al venir
con artificio apostado
habéis sin duda pensado
a costa mía reír;
mas basta ya de ficción,
y concluid de una vez.
CENTELLAS.—Yo no os entiendo.
AVELLANEDA.—¡Pardiez!
Tampoco yo.
DON JUAN.—En conclusión:
¿nada habéis visto ni oído?
AVELLANEDA y CENTELLAS.—¿De qué?
DON JUAN.—No finjáis más.
CENTELLAS.—Yo no he fingido jamás,
señor don Juan.
DON JUAN.—¡Habrá sido
realidad! ¿Contra Tenorio
las piedras se han animado,
y su vida han acortado
con plazo tan perentorio?
Hablad, pues, por compasión.
CENTELLAS.—¡Voto va Dios! ¡Ya comprendo
lo que pretendéis!
DON JUAN.—Pretendo
que me deis una razón
de lo que ha pasado aquí,
señores, o juro a Dios
que os haré ver a los dos
que no hay quien me burle a mí.
CENTELLAS.—Pues ya que os formalizáis,
don Juan, sabed que sospecho
que vos la burla habéis hecho
de nosotros.
DON JUAN.—¡Me insultáis!
CENTELLAS.—No, por Dios; mas si cerrado
seguís en que aquí han venido
fantasmas, lo sucedido
oíd cómo me he explicado.
Yo he perdido aquí del todo
los sentidos, sin exceso
de ninguna especie, y eso
lo entiendo yo de este modo.
DON JUAN.—A ver, decídmelo, pues.
CENTELLAS.—Vos habéis compuesto el vino,
semejante desatino
para encajarnos después.
DON JUAN.—¡Centellas!
CENTELLAS.—Vuestro valor
al extremo por mostrar,
convidasteis a cenar
con vos al Comendador.
Y para poder decir
que a vuestro convite exótico
asistió, con un narcótico
nos habéis hecho dormir.
Si es broma, puede pasar;
mas a ese extremo llevada,
ni puede probarnos nada,
ni os la hemos de tolerar.
AVELLANEDA.—Soy de la misma opinión.
DON JUAN.—¡Mentís!
CENTELLAS.—Vos.
DON JUAN.—Vos, capitán.
CENTELLAS.—Esa palabra, don Juan…
DON JUAN.—La he dicho de corazón.
Mentís; no son a mis bríos
menester falsos portentos,
porque tienen mis alientos
su mejor prueba en ser míos.