—Podéis regresar al plano terrestre si lo deseáis —dice al final, mirándonos.
Damen me aprieta la mano; no necesita más estímulo. Está más que dispuesto a marcharse ahora mismo de allí. No ve qué sentido tiene perder ni un segundo más rondando por Summerland. Pero yo me mantengo firme. De hecho, clavo los talones en el suelo. Intuyo que todavía no ha acabado todo, que hay algo más que Loto piensa compartir con nosotros.
—Lo habéis hecho bien. Todo ha florecido. —Indica con un gesto las flores que nos rodean y el paisaje que hay más allá—. Incluso habéis liberado a los perdidos. —Une las palmas de sus manos y se las acerca al corazón; su sencilla banda de oro destella—. Así que sois libres de marcharos. Libres de regresar a vuestra vida inmortal. No obstante, me pregunto…
La miramos, yo curiosa, Damen en guardia, con los dedos encogidos a los costados.
—Me pregunto si desearéis volver a vuestra vida después de aprender todo lo que habéis aprendido —continúa—. Me pregunto si elegiréis una vida de inmortalidad física después de conocer la verdad acerca del alma.
Damen pone los ojos en blanco, gruñe y, una vez más, intenta arrastrarme lejos de allí. Pero me quedo donde estoy, mirando a Loto cuando digo:
—¿Insinúas que tenemos otra opción?
Ella levanta una vieja mano nudosa y se aparta de la cara un mechón de pelo suelto.
—Oh, sí —dice, recorriéndome con la mirada—. Hay otra opción. Una salida.
Frunzo los labios, tratando de determinar qué podría significar eso. Decido que no me gusta la conclusión a la que llego, que no me gusta en absoluto, y digo:
—Si te refieres a la muerte como una salida… —Niego con la cabeza y parpadeo unas cuantas veces; apenas puedo creer que se haya atrevido siquiera a sacar a colación ese tema—. Bueno, ya puedes olvidarte. De ningún modo va a suceder eso. O sea, por si no te acuerdas, el resultado de eso es un billete de ida a Shadowland para la gente como nosotros. Y como acabamos de lucirnos limpiando Shadowland, no nos gustaría nada ver que vuelve a estar como antes. Por no mencionar que no hay garantía alguna de que nadie vaya a venir a liberarnos tal como acabamos de liberar a Roman, Drina, Haven y todos los demás. —Me interrumpo el tiempo suficiente para resoplar y apartarme así el cabello de los ojos, aunque no el tiempo suficiente para que ella pueda intervenir—. Además, deberías saber que ya tenemos el antídoto, o por lo menos la receta para prepararlo. Eso significa que nos acaban de dar toda una razón nueva y excelente para vivir. Nos tenemos el uno al otro para siempre. Podemos vivir la vida con la que siempre hemos soñado. Y para acabar, bueno, de todos modos eso de morir es discutible, puesto que en realidad ya no puedo morir. Cuando Haven me mató, me elevé por encima de mi chakra débil. Superé mi debilidad, tomé la decisión correcta y por eso volví para reunirme con los vivos. Ahora es imposible matarme. —Me encojo de hombros, a sabiendas de que puede sonar raro, aunque la palabra «raro» resulta muy relativa en este lugar—. Soy una auténtica inmortal. Estaré aquí hasta el final. No pienso irme a ninguna parte, y lo cierto es que prefiero que Damen tampoco se marche.
—¿Y tú? —Se vuelve hacia Damen, sin que le haya afectado lo más mínimo todo lo que acabo de decirle—. ¿Estás de acuerdo? ¿Opinas lo mismo que ella?
Damen frunce el ceño, le lanza una mirada de furia, rechina los dientes y le responde con tono quejoso con una frase que no tiene vuelta de hoja:
—¡Por supuesto!
Luego me aprieta la mano, ansioso por marcharse. Sin embargo, aunque yo también estoy ansiosa por marcharme, se despierta mi curiosidad y no puedo evitar querer ver adónde lleva todo esto. Me pregunto si lo sé ya mientras digo:
—Esa salida a la que te refieres, ¿es para nosotros o para ti?
Entorno los ojos al recordar aquellas palabras suyas que me rogaban que la liberase, aunque en ningún momento quedó claro de qué debía liberarla.
¿Está atrapada?
¿Es una prisionera de Shadowland sin jaula de vidrio?
Como de costumbre, la respuesta llega en forma de enigma:
—Es para vosotros, para mí, para todos nosotros. Una vez que conocí la verdad, ya era demasiado vieja y débil para hacer el viaje. Pero ahora estás aquí. Has regresado solo para esto. Lo veo en tus ojos, en la luz que te rodea. Eres la elegida. La única. El destino de muchos está en tus manos.
—Así que… en definitiva, estás diciendo que mi viaje se halla muy lejos de terminar, ¿no? Que aún hay un montón de cosas más que esperas que haga, ¿verdad? —pregunto. Entorno los ojos y trato de determinar qué opinión me merece eso; observo en mí una acusada tendencia a estar en contra.
Ella asiente con la cabeza. Sus viejos ojos legañosos no abandonan los míos ni por un momento.
—Ya estás muy cerca. Es mejor que continúes desde donde te encuentras ahora. Cuando se trata del destino, cada paso conduce al siguiente.
—¡Oh, por supuesto! —exclama Damen; el sonido de su voz me sobresalta, ya que es aún más áspera de lo que yo esperaba. Sin embargo, Loto no reacciona, no pone cara de vergüenza, no da ningún respingo; se limita a quedarse allí, observándole con su calma habitual—. Por supuesto, ahora mismo nos ponemos manos a la obra. —Sacude la cabeza—. Lo siento, Loto, pero vas a tener que darnos un poco más para seguir. Ever y yo hemos pasado un mal trago y hemos salido vencedores, tenemos lo único que queríamos, lo único que necesitábamos para que nuestra vida estuviese completa, ¿y ahora crees que puedes presentarte, lanzarnos otro acertijo críptico de los tuyos y sacarnos de la celebración de nuestra merecida victoria para implicarnos en más problemas, unos problemas que tú sola has creado? —Le lanza una mirada de furia—. ¡Vas lista!
—En serio —añado yo, animada por el argumento de Damen—. ¿Por qué voy a considerar siquiera la posibilidad de hacer eso? ¿Por qué no puedes buscar a otra persona, uno de los otros inmortales tal vez? ¿No hemos sufrido ya suficiente?
Sin embargo, en lugar de responder a mi pregunta, inclina la cabeza en dirección a Damen y dice:
—Damen, ¿de verdad fui yo quien creó el problema o fuiste tú?
Él la mira a los ojos, pero aprieta los labios, negándose a hablar. Cuando me queda claro que no piensa dirigirse a ella, le doy un codazo y digo:
—¿De qué está hablando? ¿Qué es lo que no me has contado?
Traga saliva avergonzado, da una patada contra el suelo y aplaza la respuesta tanto como puede antes de inspirar hondo y decir:
—Dice ser uno de los huérfanos. Dice que la salvé de la peste negra hace más de seiscientos años cuando le di de beber el elixir.
Me echo atrás y los miro con los ojos prácticamente fuera de las órbitas. Al final encuentro voz suficiente para decir:
—¿Y? ¿Es cierto?
Me pregunto por qué nadie ha considerado adecuado mencionarlo hasta ahora. Me pregunto si es eso lo que ella le mostró aquel día en que los vi compartir una comunicación silenciosa.
Damen se encoge de hombros, se pasa una mano por la frente y mira a su alrededor.
—No. Ni hablar. Es imposible. Se lo está inventando —dice, claramente más nervioso de lo que quiere dar a entender. Se detiene un momento, el tiempo suficiente para poner en orden sus ideas, y suspira con fuerza antes de añadir—: ¿Quieres que te sea sincero? No lo sé. Me he estado devanando los sesos desde el día que me lo dijo por primera vez, pero no me acuerdo. Es su palabra contra mi memoria, y no hay modo de saberlo con certeza. Suelen ser los ojos los que lo delatan, ya que son el espejo del alma y todo eso, pero los suyos están tan deteriorados que son por completo irreconocibles. No me resulta nada familiar. —Sacude la cabeza y se toma un instante para mirarla con expresión de enfado, una expresión que se dulcifica cuando se vuelve de nuevo hacia mí—. Ever, no debes olvidar que han transcurrido más de seiscientos años desde que vi por última vez a esas personas. Y la única razón por la que no lo he mencionado antes es que no quería preocuparte de forma innecesaria, sobre todo cuando no hay modo de demostrar si es cierto o falso. Además, mi única preocupación eres tú, nosotros, lo que ocurre aquí mismo, en el presente, y también en el futuro. El pasado ya no me incumbe. Aparte de Drina y Roman, no tengo ni idea de lo que fue de los demás huérfanos. No tengo ni idea de dónde acabaron…
—Pero Roman lo sabía —le interrumpo al recordar lo que Haven me contó sobre lo que Roman le había dicho, las historias que escribió en sus diarios.
Aunque Damen y Drina se marcharon, Roman se quedó y mantuvo el contacto. Con el tiempo descubrió una forma de volver a elaborar el elixir, y cuando los efectos empezaron a pasar, unos ciento cincuenta años más tarde, cuando los inmortales ya empezaban a mostrar los estragos del envejecimiento, los localizó a todos, les hizo beber de nuevo y ha estado repitiendo la secuencia cada siglo y medio, hasta este momento. Ahora que ha desaparecido, no hay nadie que cuide de ellos. Eso sin mencionar que es imposible saber a cuántos decidió convertir por su cuenta. A juzgar por el número de almas irreconocibles que acabamos de liberar de Shadowland, podemos suponer sin temor a equivocarnos que hay muchísimos más.
Observo a Loto y me pregunto cuánto hace que bebió el elixir por última vez. Nunca he visto a nadie tan viejo como ella, y menos a un inmortal. Todos los inmortales a los que conozco aparecen jóvenes, guapos, rebosantes de salud y vitalidad, físicamente perfectos desde cualquier punto de vista imaginable, mientras que ella es justo lo contrario: vieja, desgastada, con la piel tan fina y el cuerpo tan débil que da la impresión de que el más ligero soplo de brisa pueda derribarla al suelo y romperla en un millón de pedacitos diminutos y afilados.
Damen y yo estamos tan absortos que a ambos nos coge por sorpresa el movimiento de Loto, que se adelanta de golpe y nos agarra las manos. Sus ojos decrépitos brillan mientras su mente sintoniza con las nuestras, proyectando montones de imágenes que yo nunca habría esperado… imágenes que me llevan a cuestionármelo todo.
L
oto entrelaza sus dedos secos, fríos y extrañamente fuertes con los nuestros mientras su mente proyecta una serie de retratos en sepia, uno tras otro, que al final se mezclan formando ondas hasta componer una presentación en forma de película que muestra un breve atisbo de los huérfanos, todos alineados en fila, con el aspecto que tenían entonces. Damen y Drina se sitúan en un extremo, Loto y Roman en el otro, y los demás se congregan en el centro.
Mucho antes de convertirse en Loto, ella fue una niña morena de ojos vivos llamada Pia. Poco después de beber el elixir, huyó del orfanato con todos los demás y fue acogida por una familia de escasos recursos que, habiendo perdido a un hijo debido a la peste, estaba deseosa de sustituirlo.
Al principio llevó una vida normal, ignorando aquello en que se había convertido. Creció y se casó, pero no tardó mucho en darse cuenta de que era diferente. No solo era incapaz de tener hijos, sino que no podía entender por qué envejecían todas las personas de su entorno mientras ella permanecía igual. Al darse cuenta, pronto se vio forzada a hacer lo que todos los inmortales deben hacer con el paso del tiempo, cuando las preguntas sutiles y las indagaciones curiosas empiezan a volverse sospecha creciente, histeria y pánico irracional: al amparo de la noche, agarró unas cuantas pertenencias y escapó para no regresar en varios siglos.
Vagó por el mundo y volvió a casarse en varias ocasiones. Decidió quedarse todo el tiempo posible en cada lugar, con cada marido, hasta que la constante necesidad de huir se hizo tan insoportable que vivir sola le resultó más llevadero. Con el tiempo llegó a aborrecer su inmortalidad y buscó formas de anularla; solo quería reintegrarse en el orden natural de las cosas, vivir como todos los demás.
Viajó. Primero a la India y luego al Tíbet, donde estudió con místicos, chamanes y gurús, un sinfín de buscadores y guías espirituales que le enseñaron a purificar su cuerpo y limpiar su alma, pero no pudieron ayudarla a deshacer la decisión que tomó todos aquellos años atrás, cuando era demasiado joven para entender las consecuencias. Lo irónico de sus estudios fue que sin saberlo había logrado fortalecer sus chakras hasta el punto de hacerse invulnerable por completo, inmune a lo único que buscaba por encima de todo: la liberación que solo la muerte conlleva.
Con el paso del tiempo, avanzó tanto en sus estudios que se hizo famosa como obradora de milagros, la sanadora más buscada. El nombre por el que ahora se la conoce, Loto, se deriva de su capacidad para hacer que esa bella flor surja del centro de las palmas de sus manos con solo cerrar los ojos y desear que así sea. Un acto del que era capaz no solamente en Summerland, sino también en el plano terrestre.
Decidió llevar una existencia célibe y solitaria, pero el destino tenía otros planes, y no tardó mucho en conocer a alguien y sentir un amor real, un amor verdadero. La clase de amor que, a pesar de haber tenido varios maridos, jamás había experimentado.
La clase de amor que le permitió adquirir la confianza suficiente para confesarle a su amado la verdad de su existencia y tratar de convencerle de que acudiese a Roman, bebiese también el elixir y se volviese como ella, para que nunca tuviesen que sufrir la pena de perderse el uno al otro.
Pero él se negó y optó por envejecer. Y cuando al fin llegó el día en que ella hubo de arrodillarse junto al lecho de muerte de su amado toqueteando con gestos nerviosos la sencilla banda de oro que él le había puesto en el dedo, su esposo prometió hacer cuanto estuviese en su mano para no reencarnarse. Para no regresar al plano terrestre. Declaró que prefería esperar a que ella hallase el modo de anular su inmortalidad para poder reunirse con él algún día en el gran más allá.
La dejó sola, y ella continuó envejeciendo más y más. Con el tiempo, su cuerpo se volvió tan decrépito que rogaba que el extremo agotamiento de seguir adelante acabase poniendo fin a su respiración y a los latidos de su corazón para poder reunirse de nuevo con su amado. Pero, aun así, siguió viviendo.
Prosiguió sus estudios, continuó buscando una salida y acabó descubriendo la solución cuando ya era demasiado vieja para hacer el viaje.
Sin embargo, no quiso rendirse. Al ver que por fin estaba a su alcance el antiguo deseo de reunirse con su esposo, se pasó el último siglo localizando a todos los huérfanos que quedaban, revelándoles la verdad de lo que había averiguado, esperando convencer a alguno de que hiciese el viaje, de que trajese de vuelta la posibilidad de insuflar nueva vida.