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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, Relato

Dame la mano (71 page)

—Se salvará. Pero ha tenido suerte. Estaba inconsciente, la marea habría dado buena cuenta de él por la mañana.

Stephen la llevó de nuevo a casa de Fiona muy tarde por la noche y se quedó con ella. Ella no se negó, estaba demasiado cansada para rechazar ningún tipo de ayuda de nadie. Él le preguntó si podía leer las cartas de Fiona y Leslie asintió. Al fin y al cabo, a esas alturas acabaría enterándose todo el mundo, ¿por qué no iba a leerlas él? Más tarde le habló de Semira y de Brian, y le dijo que este seguía viviendo cerca de Scarborough y que Fiona, al parecer, no se había dignado visitarlo jamás.

Por la tarde Leslie había tenido una larga conversación con Valerie Almond. La inspectora había acudido a verla directamente desde el hospital en el que había estado hablando con Dave Tanner.

—Ha tenido mucha suerte. Podría haber muerto desangrado o ahogado. Se ha salvado por los pelos.

Dave estaba libre de cualquier sospecha, pero de todos modos Leslie quiso saber algo.

—¿Dónde estuvo el sábado por la noche, pues, si no estuvo con su ex novia? —preguntó a la inspectora.

—Los dos estuvieron juntos en un pub —le explicó Valerie—. Hasta ahí su declaración había sido cierta. Pero luego ella volvió sola a casa y Tanner estuvo circulando en su coche por los alrededores. Aparcó en alguna parte, y pasó el tiempo fumando y reflexionando acerca de su incierto futuro. Volvió a su habitación después de la medianoche. Temía que nadie llegara a creer esa versión, y pensó que sin duda la señorita Ward accedería a cambiarla si él se lo pedía. Pero se había equivocado de lleno en ese sentido.

—No debió mentir tanto. Lo único que consiguió fue empeorar las cosas.

Valerie Almond entrecerró los ojos.

—En ese sentido, nadie debió mentir, porque ocultar información importante también se considera mentir, al menos cuando se ocultan datos en el transcurso de la investigación de un asesinato.

Leslie sabía a qué se refería.

—Pero el destino de Brian Somerville no fue en absoluto un motivo para lo que hizo Gwen, inspectora —dijo—. Ese pequeño que luego se convirtió en un hombre desamparado no la conmovió lo más mínimo. Simplemente vio en esa historia una oportunidad de dar rienda suelta al odio que había estado acumulando y de dejar una pista falsa.

—Sin embargo, yo debería haberlo sabido —le dijo la inspectora Almond—. Su silencio podría tener consecuencias jurídicas para usted, doctora Cramer. Y lo mismo digo respecto a los Brankley. Tal vez incluso respecto a Dave Tanner.

Leslie se limitó entonces a encogerse de hombros.

Una vez más, intentó no pensar en las palabras teñidas de amenaza de la inspectora Almond y recordar, en cambio, las indicaciones que le había dado Semira Newton y que Leslie había intentado grabar en su memoria.

Cruzar el río y torcer a la izquierda pasada la iglesia católica de Saint Hilda. Luego a la derecha, al llegar a la estación y seguir el rótulo que guiaba hasta el hospital.

Accedió al interior del recinto y vio que correspondía a la descripción que Semira le había dado. Leslie respiró, aliviada. Al menos no se había perdido.

«Justo delante de la residencia hay un aparcamiento muy grande —le había dicho Semira—. Hay que sacar un ticket, pero así estará a dos pasos del lugar.»

Vio el aparcamiento en cuestión y entró en él. Estaba bastante lleno, pero aún quedaban algunas plazas libres. Detuvo el coche y salió.

¿Desde cuándo se había vuelto tan frío el viento? Tenía que haber sido en algún momento durante la noche. Tiritando, Leslie se ajustó todavía más el abrigo y miró a su alrededor.

Pensó que ese entorno tal vez resultara más agradable en un día no tan gris y nuboso. Las vistas sobre las instalaciones portuarias le parecieron deprimentes: las enormes grúas negras, los grandes almacenes, los barcos sobre el agua plomiza. Y por encima de todo aquello, las omnipresentes gaviotas con sus estridentes chillidos.

Desvió la mirada. Esa era la última estación para Brian Somerville: la visión diaria de ese puerto. ¿Debía de gustarle? ¿Debía de mirar los barcos? ¿Debían de fascinarle las grúas? Tal vez, pensó, es capaz de ver el movimiento, la vida que hay en todo eso.

Tenía esa esperanza. A ella, sin embargo, la desolación de ese día gris casi le quitaba el aliento. Frente al puerto se alzaba la montaña con la abadía, aunque el impresionante edificio no podía verse desde allí. Debajo había una hilera de casas a lo largo de una carretera, el Museo del Capitán Cook, una peluquería, un salón de té, un restaurante italiano y un pub.

El edificio de ladrillo rojo que había al lado tenía que ser la residencia.

Leslie tragó saliva. Fue hacia el parquímetro, sacó el ticket y lo puso cuidadosamente tras el parabrisas de su coche. Se movía despacio, mucho más despacio que de costumbre. Y sabía por qué: para postergar en lo posible el momento de entrar en la residencia.

Se encontraría con un anciano que, a juzgar por lo que había escrito Fiona y lo que le había dicho Semira, tenía la mentalidad de un niño. Leslie no era capaz de imaginarse cómo sería Brian. ¿Jugaba con cubos apilables? ¿Se limitaba a permanecer sentado con la mirada perdida? ¿O había días, días bonitos, soleados, días especiales, en los que una enfermera lo agarraba por un brazo y se lo llevaba a pasear, y quizá incluso lo invitaba a tomar un té y un trozo de pastel en la cafetería que había al lado?

Cogió aire y cruzó la calle.

Cuando apenas una hora más tarde Leslie volvió a salir por la puerta, vio a Stephen apoyado en el coche de ella, con las manos hundidas en los bolsillos de la chaqueta y los hombros encogidos para soportar mejor el frío. Estaba mirando el puerto. No había cambiado nada en todo ese tiempo, ni el viento frío ni la desesperación casi hostil de aquel día.

Stephen se volvió en cuanto oyó los pasos de Leslie. Esta se dio cuenta de que se estaba congelando.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó en lugar de saludarlo.

Él hizo un gesto indeterminado con la mano.

—Pensé que… tal vez no te apetecería estar sola.

—¿Y cómo sabías que estaba aquí?

—Te marchaste de repente. Simplemente lo he adivinado. Me habías dicho que Brian Somerville vivía en una residencia de Whitby, por lo que no me ha costado demasiado encontrarte… Solo hay dos residencias como esta por aquí. He tenido suerte al primer intento. He visto tu coche en el aparcamiento y… bueno, he decidido esperarte.

Leslie esbozó una sonrisa.

—Gracias —dijo en voz baja.

Stephen la miró con atención.

—¿Estás bien?

—Sí, sí, estoy bien.

Leslie dejó que su mirada se perdiera por detrás de él, la fijó en lo más alto de una oscura grúa de construcción que destacaba frente al cielo nuboso. Encima de la grúa se había posado una gaviota que escrutaba el agua que quedaba muy por debajo de ella. En algún lugar, a lo lejos, sonó la sirena de un barco.

—Sigue esperando —dijo Leslie. Su voz sonó extraña y sabía que era a causa de lo que le estaba costando mantener la serenidad—. Sigue esperando, Stephen, y está convencido de que vendrá. La espera desde el mes de febrero de mil novecientos cuarenta y tres, lleno de ilusión y de esperanza. Ese anciano me ha preguntado por ella, y yo… no he conseguido decirle… —No pudo seguir hablando.

—No has podido decirle que ha muerto —dijo Stephen para concluir la frase—. No has podido decirle que no vendrá jamás.

—No. Simplemente no he podido. Esa esperanza es lo único que tiene, no la perdió durante esa vida tan llena de horror y de crueldad que ha tenido. Esa esperanza lo acompañará hasta su muerte y tal vez… tal vez sea eso lo más misericordioso que podemos hacer por él: no quitársela.

—Gracias a Dios —dijo Stephen—. Menos mal que ha sido esa tu decisión.

—¿Nos movemos un poco? —preguntó Leslie—. Hace mucho frío.

Dejaron atrás el aparcamiento y recorrieron la calle, se sumergieron en los pequeños callejones adoquinados que formaban una especie de telaraña en el barrio del puerto. Tiendas de souvenirs, pubs, todo tipo de comercios con objetos relacionados con los barcos. Stephen había cogido la mano a Leslie y ella no lo había rechazado.

—Gwen ha utilizado la historia de Brian —dijo Leslie—, y no consigo comprender cómo pudo ser tan fría. Es como si, estando ya en el último tramo de su vida, hubieran vuelto a aprovecharse de él. Una mujer llena de odio y de ansias de venganza que se sentía discriminada y fracasada. ¿Cómo ha podido hacerlo?

—¿Cómo pudo hacer todo lo que hizo? —exclamó Stephen—. Matar a Fiona y a Chad, y luego intentarlo con Dave Tanner. Y también contigo. Había perdido totalmente el control de sus actos. ¡Nuestra Gwen! Aquella mujer amable y simpática, de rostro afable. Es tan difícil de comprender…

—No hemos llegado a conocerla en realidad, Stephen. Hemos visto su fachada, pero para ser francos ninguno de nosotros se interesó mucho por mirar lo que había detrás. Solo Jennifer Brankley, tal vez. Sin embargo, creo que ni siquiera ella misma se daba cuenta de la magnitud del peligro que se estaba gestando.

—Eso solo habría podido verlo alguien con la formación adecuada —dijo Stephen—. A nosotros nos superó por completo.

—No obstante, me pregunto cómo he sido tan ciega —dijo Leslie—. Lo vi tan claro anteayer por la noche, en el despacho de su padre, mientras me hablaba con aquella voz tan extrañamente monótona, mientras me miraba con aquellos ojos tan inexpresivos. Una persona sin la más mínima empatía, sin el menor sentimiento por los demás. ¡No es posible que mostrara todo eso solo durante esa noche!

—Es que no debió de ser así. Pero supo disimular a la perfección. Gwen era dulce, amable y bonachona, pero también era una persona llena de odio, capaz de atentar contra la vida de los demás. Era las dos cosas a la vez. Es difícil comprenderlo, pero así es. Y lo comprendamos o no, debemos aceptarlo.

El paseo los llevó hasta el puerto, desde donde pudieron contemplar el mar abierto. Por debajo de ellos el agua ondeaba ligeramente sobre una estrecha franja de arena. Leslie se soltó de la mano de Stephen y se apoyó en el muro del muelle. A lo lejos el mar se fundía con el cielo, una visión que encontró tranquilizadora, aunque no habría sabido explicar por qué. Tal vez era solo que la vista resultaba más agradable, más que la de las grúas y los almacenes de acero.

—Creo que el drama de Brian Somerville ha sido como un veneno para la familia Beckett —dijo Leslie—, y también para la mía. Un acto olvidado con tanta desconsideración, una culpa tan poco asumida no desaparece del todo solo porque alguien la haya ocultado bajo la alfombra. Ya demostró su efecto evitando una verdadera unión entre Chad y Fiona, lo que a su vez provocó otras parejas infelices. Y así sucesivamente, su efecto pasó a los hijos y a los nietos, que hemos vivido inmersos en ese drama en el que al principio solo había dos personas atrapadas y que, por lo tanto, no eran libres. Fiona siempre controló la vida de Chad y todos nosotros lo hemos sufrido. La esposa de Chad, aquejada de cáncer a tan pronta edad; mi madre, que acabó enganchada a las drogas; yo, que tuve que criarme con mis abuelos. Y Gwen… tal vez Gwen fue la que más lo sufrió. Con ese padre tan cerrado y la impertinente de Fiona. Tuvo que soportar durante décadas en la granja a la mujer que, primero de forma intuitiva y más adelante de forma consciente, había sido la responsable de la muerte de su madre. Es normal que alguien acabe enfermo de la cabeza con algo así.

—Sí —dijo Stephen—, es posible. Pero… tampoco podemos cambiarlo. Tenemos que centrarnos en lo que sucederá a partir de ahora.

—¿Qué será de la granja?

—Sin duda, la venderán. Chad ha muerto y Gwen pasará un buen tiempo entre rejas, puede que ni siquiera vuelva a salir.

Leslie lo miró fijamente.

—Tal vez… si nadie se hubiera entrometido —dijo Leslie— Gwen y Dave habrían acabado casándose. Dave habría convertido la granja en una verdadera joya y Gwen quizá se habría reconciliado con la vida. Si…

—Leslie. —Stephen la interrumpió con dulzura—. Está enferma. Hace tiempo que lo está. Su vida derivaba en tragedia desde hacía años. De un modo u otro habría pasado algo malo. Nada ni nadie habría podido evitarlo. Estoy convencido de eso.

Ella sabía que Stephen tenía razón. Pero el hecho de reconocerlo deshizo la tensión que la había acompañado hasta Whitby. De repente, se sintió muy cansada. Le escocían los ojos y no era solo porque no hubiera dormido la noche anterior. Estaba cansada por todo lo que había sucedido durante la última semana. Y durante el último año. Aquel año en el que todo había cambiado.

Stephen intuyó hacia dónde derivaban los pensamientos de Leslie.

—¿Y nosotros? —preguntó de repente en voz baja—. ¿Qué será de nosotros?

Ella había estado temiendo esa pregunta desde el momento en que lo había visto apoyado en el coche. Y sin embargo, había sentido cierto alivio al encontrarlo allí. Stephen la conocía bien. Había supuesto que iría a visitar a Brian Somerville. Y había sabido que saldría de allí hecha polvo. Así era Stephen y así esperaba Leslie que siguiera siendo: un amigo que sabía lo que la emocionaba. Un amigo que la abrazaría y le ofrecería el hombro para que llorara a gusto. Un amigo que hablaría con ella cuando lo necesitara y que guardaría silencio cuando esa fuera la única manera de entenderse.

Pero nada más que eso. Nada más que un amigo.

Lo miró fijamente, y él pudo ver en los ojos de Leslie lo que estaba pensando. Esta se dio cuenta de ello al ver el rostro afligido de Stephen.

—Sí —dijo él—. Lo suponía. No, lo sabía. Es que aún tenía… alguna esperanza.

—Lo siento —dijo Leslie.

Durante un rato ninguno de los dos supo qué decir, hasta que al fin fue Stephen quien rompió el silencio.

—Vayamos a tomar una taza de té caliente —dijo—. Si nos quedamos más rato por aquí, acabaremos resfriados.

—Justo al lado de la residencia hay una cafetería —dijo Leslie.

De repente, sin embargo, se sintió casi superada por la mera idea de volver a la residencia en la que Brian Somerville esperaba su final ante la visión obligada del puerto. A la residencia desde donde seguía esperando a una mujer que sesenta y cinco años atrás le había prometido que regresaría y se ocuparía de él. La rabia y la desesperación se mezclaron en Leslie en cuanto cayó en la cuenta de que jamás podría escapar a todo lo que había ocurrido, de que a partir de ese momento formaba parte de su vida.

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