Después de cenar me fui a la cama sin perder un segundo, ni siquiera ayudé a mi madre a recoger la mesa y a lavar los platos. Puesto que asumieron que estaría muy cansada tras un día tan duro como aquel, nadie puso pegas al respecto. Pero mientras me disponía a desnudarme en aquel cuarto tan estrecho, pude oír las quejas de Harold:
—¡No me soporta! ¡Me he dado cuenta enseguida!
—Ha sido un día con demasiados cambios para ella —replicó mamá—. Se ha encariñado mucho con la familia Beckett en Yorkshire y ahora se siente desarraigada. Todo le parece mal, aquí. No te lo tomes como algo personal.
—Creo que ha sido un error traerla en contra de su voluntad —dijo Harold.
Yo me quedé de piedra, llena de esperanza; tal vez acabaran llegando a la conclusión de que… Sin embargo, mamá no tardó en destrozar mi sueño.
—No —replicó con firmeza—, no ha sido un error. Al contrario, ya iba siendo hora de que volviera. Estaba a punto de integrarse completamente en esa otra familia, tenía que tomar medidas para que eso no ocurriera.
—¡Al fin y al cabo fue idea tuya mandarla al campo!
—Ya sabes cómo eran las cosas. Llovían bombas, noche tras noche. No quería perder a mi única hija. Y en este momento tampoco deseaba perderla de otro modo, ¿comprendes? ¡No quería que acabara considerando a otra mujer como a su madre!
—Bueno, ya hacemos lo que podemos para que no siga siendo hija única —dijo Harold, y a pesar de mi juventud y de mi falta de experiencia, mientras aguzaba el oído desde mi cuarto no me pasó inadvertido que su tono de voz había cambiado—. Tal vez deberíamos intentarlo de nuevo ahora mismo, ¿no crees?
—Tengo que arreglar la cocina. Además, Fiona aún no está dormida. Puede aparecer en cualquier momento.
—Tonterías. Estaba agotada por completo. Ya no se moverá de su cuarto.
—Harold, déjalo… de verdad, tengo miedo de que Fiona… ¡Para!
Oí cómo se volcaba un taburete. Y las risitas de mamá. Horrorizada, contuve el aliento. Aquellos dos no estarían…
Los ruidos que poco después llegaron a mis oídos no dejaban lugar a dudas. Mi madre y Harold Kane se pusieron a hacerlo poco después de cenar, en la cocina, sin importarles un pimiento que yo pudiera oírlo todo, absolutamente todo.
Fue insoportable. Sí, insoportable.
Ni siquiera seguí desnudándome. En lugar de eso, me metí en la cama tal como estaba, con la falda de verano floreada que Emma había cosido para mí y los calcetines cortos puestos. La ropa de cama olía a moho. Hundí la cara en la almohada y me tapé las orejas con las dos manos para no tener que oír nada de aquella actividad repugnante. Durante todo ese día tan horrible había conseguido controlarme, pero en esos momentos no pude más.
Lloré, y creo que fueron las lágrimas más amargas de toda mi vida.
Debo reconocer que en las semanas y los meses siguientes no se lo puse fácil a mi madre y a Harold. La rabia que había provocado el hecho de que me hubieran llevado a Londres en contra de mi voluntad no se disipó; al contrario, en todo caso se intensificó. Llegó el otoño, la niebla, las tardes oscuras. Mi estado de ánimo tocó fondo.
Harold me evitaba y yo lo evitaba a él, en la medida que nos lo permitía aquel piso tan diminuto. Pero era cierto que él pasaba la mayor parte del día en el astillero, donde tenía un puesto de capataz, y cuando volvía a casa se emborrachaba con bastante facilidad hasta que se quedaba dormido en el pequeño sofá que teníamos en la cocina. Roncaba y apestaba a alcohol; me estremecía cada vez que tenía que pasar por su lado.
—Es un borracho, mamá —le dije una vez a mi madre—. ¿Cómo has podido casarte con un borracho?
—Todos los hombres beben —respondió mi madre, lo que, desde su punto de vista y teniendo en cuenta su experiencia, seguramente le sonaba cierto.
Yo negué con la cabeza.
—¡No! Arvid Beckett, por ejemplo…
Ese comentario, claro está, le tocó la fibra.
—¡No vuelvas a salirme con los Beckett! —me espetó—. Para ti es como si hubieran bajado del mismísimo cielo. Pero son personas normales, ¡como tú, como yo y como Harold!
—Pero no beben —insistí.
—Entonces seguro que tienen otros vicios. Todos tenemos nuestros vicios. ¡Créeme!
Puede que mamá tuviera razón o puede que no, yo no era nadie para juzgarlo. En cualquier caso, el alcoholismo de Harold y la visión de su rostro abotargado me provocaban tanta aversión que durante toda mi vida he sentido un rechazo tan profundo por el alcohol que me ha impedido siquiera probarlo. Lo odiaba. Aun hoy en día ni siquiera soporto tener una botella de aguardiente digestivo en casa.
Iba a la escuela, terminaba escrupulosamente mis deberes y dedicaba el tiempo libre a escribir interminables cartas a Chad. En ellas le describía mi desoladora rutina, la triste atmósfera del Londres bombardeado, aquel piso tan sombrío, la escasez de alimentos. Siempre acababa dedicándole la mayor parte de las cartas a Harold. Se lo describía como un verdadero monstruo, para que a Chad le quedara la impresión de que mi madre se había casado con un engendro gordo, estúpido y borracho. Le escribía con la esperanza de recibir algo de consuelo, si bien él apenas me respondió alguna vez. Me hizo saber que no le gustaba escribir cartas y que tenía mucho trabajo en la granja, pero que me echaba de menos y pensaba en mí a menudo. Tuve que contentarme con eso. Al fin y al cabo era un hombre. En general les resulta más difícil expresar sus sentimientos por escrito.
A finales de noviembre recibí una carta de Chad en la que, como de costumbre, se lamentaba de vivir ligado a esa granja ovina en lugar de poder ir a la guerra a luchar por Inglaterra.
«La suerte está dando la espalda a los alemanes en la guerra —me escribió—, acabarán derrotados ¡y a mí me gustaría contribuir a ello!»
Al final de la carta, mencionaba que su madre volvía a estar gravemente enferma.
«Tiene mucha tos y fiebre. Y un aspecto muy enfermizo. Este tiempo frío y húmedo no es para ella, pero no tenemos dinero para costearle una estancia en el sur y tampoco son buenos tiempos para ello. Las islas Anglo-Normandas serían un buen sitio para mi madre, pero Hitler las ha invadido. Además, ¿cómo nos las arreglaríamos sin ella?»
Fue inevitable pensar en Nobody. ¿Quién se ocuparía de él si Emma tenía que guardar cama durante unas semanas? Tal vez acabarían llevándolo a un orfanato. Sería lo mejor para él.
La Navidad me reservaba una sorpresa muy especial. Tras el reparto de regalos por la mañana, en el que en esencia me regalaron cosas prácticas como una bufanda, una gorra y unos guantes, mamá me comunicó que en el mes de julio dejaría de ser hija única.
—Un hermanito —dijo Harold desde el sofá, y para celebrarlo se tomó el primer vaso de aguardiente del día, a las nueve de la mañana.
—Eso todavía no lo sabemos —agregó mamá.
—Yo sí lo sé —insistió Harold—. Será un chico. ¡Ya lo verás!
—Bueno ¿qué? ¿No te alegras? —me preguntó mamá.
—En julio… —dije yo—. Entonces es probable que nazca el mismo día de mi cumpleaños.
Solo me faltaba eso. Que el hijo de Harold, que con toda probabilidad saldría a su padre, me disputara el día de mi cumpleaños.
—Seguro que no —dijo mamá—. El médico dice que nacerá a principios de julio. Tal vez a finales de junio. Seguro que no coincidiréis en el día. —Le brillaban los ojos y se le habían suavizado los rasgos. ¡Realmente se alegraba de traer al mundo al hijo de un alcohólico de rostro colorado!
Entonces me vino de repente otra duda a la cabeza.
—Pero ¡si aquí no hay sitio para otra persona! ¡Viviremos demasiado estrechos!
Tal vez, o así lo esperaba yo, al final verían necesario volver a mandarme a Staintondale.
Al parecer, mamá no había pensado en eso.
—El primer año dormirá con Harold y conmigo en la habitación. Y luego ya veremos. Tal vez encontremos un piso un poco más grande.
—Claro que lo encontraremos —fanfarroneó Harold.
A mí me habría gustado preguntarle cómo pensaba pagar un alquiler más elevado, teniendo en cuenta que la mayor parte de su sueldo debía de destinarlo a comprar alcohol, pero me mordí la lengua. Era Navidad. No quería estropearle el día a todo el mundo.
Al final no tendríamos que preocuparnos ni por la cuestión de la fecha del nacimiento ni por lo de la habitación, puesto que todo acabó en un drama.
A finales de febrero, mamá sufrió una desgraciada caída a causa del hielo que había en la calle, frente a la casa. Subió arrastrándose con una mueca de dolor en el rostro, se dejó caer sobre el sofá y empezó a quejarse levemente. Le preparé un té, pero no tomó más que un par de sorbitos.
—Me duele mucho, Fiona —susurró—. ¡Me duele mucho!
—¡Mamá, debería verte a un médico!
Ella negó con la cabeza.
—No. Solo conseguiría meterme el miedo en el cuerpo. Lo único que tengo que hacer es tranquilizarme y todo irá bien.
Sin embargo, al parecer los dolores se volvieron más intensos porque empezó a quejarse cada vez con más vehemencia mientras se llevaba las dos manos al vientre. Yo estaba muy preocupada. Aparte de algún que otro resfriado ocasional, jamás había visto a mi madre enferma, solo la conocía sana y en plena forma, y en ese momento tenía la cara pálida y amarillenta, los labios exangües y se retorcía desesperadamente a causa del dolor. Cuando en algún momento, no sin dificultades, se puso de pie para dar un par de pasos con la esperanza de relajarse un poco, vi que había dejado una gran mancha roja en la tapicería de color claro del sofá.
—Mamá, estás sangrando —dije, horrorizada.
Ella se quedó mirando la mancha.
—Lo sé. Pero… eso es de… No debe de querer decir nada…
—¡Deja que vaya a buscar a un médico de una vez! —le supliqué.
A pesar de que apenas podía tenerse de pie, me espetó:
—¡No! ¡De ninguna manera! ¡Ni te atrevas!
—¿Por qué no, mamá? Yo…
—¡No! —repitió antes de volver a apretar los labios y dejarse caer de nuevo en el sofá. Yo no sabía qué hacer.
No comprendía por qué se resistía tanto a que la viera un médico. Sentía dolores, perdía mucha sangre… ¿En serio creía que volvería a sentirse bien tan fácilmente? Yo era demasiado joven para comprender que mi madre se encontraba en estado de shock, que estaba a punto de perder al bebé y que se daba cuenta de ello de forma subconsciente, pero a la vez se resistía a aceptarlo con todas sus fuerzas. Quería poder traer al mundo, fuera como fuese, a ese hijo que Harold tanto deseaba, ya había tardado demasiado en quedarse embarazada. Su instinto maternal también contribuyó a que se aferrara a ese hijo nonato, a que intentara protegerse a sí misma y al pequeño del diagnóstico imparcial, y a todas luces funesto, de un médico. Se negó en redondo a aceptar la realidad y decidió jugarse la vida. Y yo a su lado, desesperada, amedrentada por el dolor que transmitía su voz, esa voz que me prohibía acudir en busca de ayuda.
Por la tarde fue incapaz de seguir aguantando los dolores y al cabo reconoció que iba a pasar algo.
—Ve corriendo a los astilleros —me susurró con voz ronca—. ¡Tan rápido como puedas! Ve a buscar a Harold. ¡Que venga enseguida!
No hay duda de que habría sido más sensato acudir directamente a un médico, pero para mí supuso un alivio el hecho de pasar aquella responsabilidad a un adulto. Nuestro piso no estaba muy lejos del astillero en el que trabajaba Harold, tal vez a un cuarto de hora a pie. Creo que esa gélida tarde de febrero de 1943 conseguí cubrir el trayecto en apenas diez minutos. A pesar de que las calles estaban cubiertas por peligrosas capas de hielo, las recorrí a toda prisa con el corazón acelerado, un doloroso flato, la boca seca y apenas sin aliento. El pánico me dio fuerzas. Hacía ya mucho rato que el instinto me decía que mamá podía acabar muriendo si no la ayudaba. Ya habíamos perdido demasiado tiempo. Tan solo rezaba por encontrar a Harold enseguida, que no se hubiera marchado ya y estuviera en uno de los sórdidos pubs del muelle, donde se tomaba las primeras copas de la noche. En ese caso, sabía que tenía pocas posibilidades de encontrarlo. Por suerte lo atrapé justo a tiempo, cuando ya se despedía de sus compañeros. Se quedó perplejo al verme aparecer de repente, jadeando y encorvada a causa del flato.
—Mamá —dije—. Tienes que venir ahora mismo. Está… ¡Se encuentra muy mal!
Me sorprendió ver que Harold, sin preguntarme ni dudar un solo instante, emprendió el camino de vuelta a casa corriendo. No habría creído que alguien de su generoso tamaño fuera capaz de moverse tan deprisa. Al llegar a casa, tenía la cara de color rojo oscuro y brillante debido al sudor, pero no se había detenido ni un solo instante. Supongo que tuvimos suerte de que todavía no le hubiera dado un ataque al corazón.
Encontramos a mamá tendida en el sofá, acurrucada, con los brazos entrelazados sobre el vientre. La nariz le destacaba mucho en ese rostro demacrado y amarillento. No me explicaba cómo había podido suceder en tan pocas horas, pero parecía como si hubiera envejecido varios años y hubiera perdido varios kilos a lo largo de esa tarde. Miró fijamente a su marido con los ojos muy abiertos.
—Harold —dijo con algo parecido a un sollozo—, creo que… nuestro hijo… ha…
—Tonterías —dijo él—, tendremos el hijo más guapo del mundo, ¡ya lo verás!
Harold la acompañó al hospital. Por un instante me pareció ver en su rostro que no sentía ni el más mínimo amor por mi madre. No era un buen presagio.
Solo tengo recuerdos vagos acerca de lo que sucedió esa noche. Creo que intenté distraerme arreglando el piso y tratando de limpiar la mancha de sangre del sofá, aunque a pesar de todo no conseguí eliminarla por completo: quedó un tono más oscuro que el resto y, más adelante, cuando mamá ya no soportaba seguir viéndola, Harold se vio obligado a llevarse el sofá de casa. Nunca llegué a saber qué hizo con él.
Finalmente, cuando ya no había nada más que hacer, me limité a esperar. Me preparé un té, me senté a la mesa y simplemente fijé la mirada en la pared. Tenía un terrible sentimiento de culpa. Por dentro me había resistido a aceptar la llegada de aquel niño, había deseado tantas veces que no llegara a ver la luz que me parecía como si hubieran sido mis deseos secretos los que se habían cumplido. Y temía perder también a mi madre. Había visto el aspecto horrible que presentaba y sabía que había perdido mucha sangre. ¿Qué pasaría si no volvía? ¿Por qué no había ignorado sus prohibiciones y había ido a buscar a un médico enseguida? Seguí debatiéndome conmigo misma, llorando, y por primera vez en mi vida me di cuenta de que esperar puede convertirse en el peor de los tormentos posibles.