Ya era pasada la medianoche cuando oí cómo Harold subía la escalera, lenta, pesadamente. Al parecer ya había llegado al rellano. Salí disparada hacia la puerta. Se quedó delante de mí, mirándome con los ojos inyectados en sangre y apestando a aguardiente. Durante el camino de vuelta desde el hospital debió de haber hecho más de una parada en algún que otro bar.
—Fiona —dijo, arrastrando la voz.
—¿Cómo está? Harold, ¿cómo está mi madre?
Entró tambaleándose en el piso y fue directo hacia la cocina, para sacar la botella de aguardiente. Me habría gustado poder azotarlo.
—¡Harold! ¡Por favor! ¿Cómo está mamá?
—Sobrevivirá. La… la han operado.
Cerré los ojos y sentí que se apoderaba de mí el vértigo, un vértigo de alivio. Mamá no estaba muerta. Mamá volvería conmigo.
—El niño —susurró Harold. Se le trababa la lengua. Tomó un buen trago de la botella antes de volverse hacia mí—. Era… era realmente un niño. Mi hijo… ha muerto.
Para ser sincera, debo admitir que esa información no me conmovió demasiado. Yo no tenía nada que ver con el hijo de Harold Kane; por muy hermanastros que fuéramos, no podía dejar de pensar: Mamá está viva, mamá está viva, ¡mamá está viva!
De repente me había quitado un peso enorme de encima.
Sin embargo, Harold se encontraba inmerso en una crisis terrible.
Estaba sumido en la desesperación. No paraba de beber aguardiente, de quejarse y de lamentarse, con la voz cada vez más pastosa, acerca del hijo que había perdido. El hijo que tanto había estado esperando, que lo significaba todo para él, que tenía que cambiarle la vida.
Cuando finalmente ya hube tenido bastante, me dirigí a él de forma impertinente:
—Dios mío, Harold. ¡Ya tendrá otro niño! ¡Todo irá bien!
Él bajó la botella que, justo en ese momento, estaba a punto de llevarse a la boca.
—Nunca… más —dijo—. Nunca más. El… el médico ha dicho que… que nunca… más.
—Lo siento —dije, con bastante torpeza.
¿Qué más podía decir? Harold me miró a los ojos y luego, para mi horror, rompió a llorar.
—Oh, Dios —se lamentaba—. ¡Oh, Dios! —Se levantó y se acercó tambaleándose hasta donde yo estaba—. F…Fiona, F… Fiona, abrázame… abrázame fuerte…
Yo retrocedí enseguida hasta dar con la espalda contra un armario.
—¡Harold! —dije en un tono de rechazo.
Lo tenía muy cerca. Apestaba horriblemente a alcohol, tanto que a punto estuve de marearme. Además, me infundió miedo. ¿Qué quería? Nunca nos habíamos dado un abrazo a pesar de lo mucho que a mamá le habría gustado. Yo no había querido y él lo había respetado. En ese momento, sin embargo, en la cocina, en plena noche, bajo un fuerte estrés emocional, borracho y desesperado, parecía que estuvieran a punto de cruzársele los cables.
—Ni un paso más —le advertí con voz ronca.
—Fiona —casi me suplicó él mientras intentaba agarrarme.
Me zafé de su mano y me planté frente a la puerta. Era más ágil y más hábil que él, por no decir que estaba sobria. Pero, claro, él era mucho más fuerte, y en el peor de los casos yo no tendría nada que hacer. Nada que hacer si pasaba… ¿exactamente qué?
Más tarde llegué a la conclusión de que Harold Kane no había tenido intención alguna de abusar de mí. Ni esa noche ni ninguna otra, no hizo nada que indicara que se hubiera encaprichado conmigo. Al contrario, llegó un momento en que me quedó claro que tenía una especie de fijación con mi madre. Al parecer, ni siquiera miraba a las otras mujeres.
Lo único que buscaba esa noche era un poco de consuelo. Estaba desesperado. Se le caía el mundo encima. Le hubiera dado igual que fuera un hombre o una mujer quien lo abrazara; se habría lanzado a los brazos de cualquiera con tal de encontrar algo de apoyo, un poco de seguridad. Pero yo era muy joven. Y muy susceptible. Lo único que sentía al verlo era antipatía y desconfianza. Estaba agotada tras aquella horrible tarde en la que mi madre no había parado de gimotear y de retorcerse de dolor. Supongo que yo tenía los nervios a flor de piel.
—Gritaré —le advertí—, si te acercas un paso más, ¡gritaré hasta que se entere todo el edificio!
Él se quedó perplejo.
—¿No… no creerás que…?
No esperé a que terminara de formular la pregunta. Rápida como una centella, me di la vuelta y salí corriendo por el estrecho vestíbulo hasta llegar a mi cuarto, me encerré en él con un portazo y apoyé la espalda contra la puerta. No había cerrojo y era algo que había lamentado a menudo, aunque nunca tanto como aquella noche. Me sentía desprotegida y vulnerable. Quizá Harold tratara de entrar en cualquier momento si yo no lo impedía. Lo único que podía hacer era mantenerme despierta a toda costa y dificultarle tanto como fuera posible cualquier intento de atacarme. Si se atrevía a entrar en mi territorio, me resistiría y gritaría. De ninguna manera podría sorprenderme durmiendo.
Así que me mantuve despierta toda la noche, hasta la mañana. Me senté en el suelo con la espalda apoyada en la puerta y agucé la vista en la oscuridad. Estaba muerta de cansancio y, sin embargo, absolutamente desvelada. El corazón me latía a toda prisa mientras los pensamientos se apelotonaban en mi cabeza. No podía quedarme allí, lo tenía muy claro. Harold había dicho que debían operar a mamá y eso significaba que habría de quedarse un tiempo en el hospital. Diez días, al menos, tal vez incluso dos semanas. No estaba dispuesta a pasar todo ese tiempo sola con un borracho en aquel piso. No lo soportaba. Me daba miedo.
Solo había un lugar en el mundo en el que me sentía segura. Mi única esperanza era que el dinero que había estado ahorrando me alcanzara para comprarme un billete de tren a Scarborough. Una vez allí, ya vería qué hacía. No contaba con que mi madre y Harold aceptasen tan fácilmente mi huida, pero al menos mamá estaría unos días fuera de combate y Harold no tenía nada que decirme. Y lo más importante para mí era sentirme segura.
Eso era lo más importante.
De manera que me senté y esperé, cavilando, hasta el amanecer. A Harold no volví a oírlo y tampoco intentó entrar en mi habitación. En algún momento debí de dar alguna cabezada, porque di un respingo al oír cómo se cerraba la puerta de casa, el primer ruido que oía en varias horas. Justo después, unos pasos que bajaban por la escalera. Gracias a Dios, Harold se marchaba a trabajar como cada día.
Me levanté absolutamente anquilosada. Los ojos me escocían debido al cansancio. Y sin embargo estaba decidida a no permitirme ni siquiera media hora de sueño. Me lavé, me cambié de ropa y recogí lo más necesario. Y tan rápido como pude me marché hacia la estación.
La siguiente noche la pasaría en la granja de los Beckett.
El trayecto se me hizo interminable. El dinero me había alcanzado para pagar el billete, y llegué a Scarborough por la tarde. Sin embargo, me costó descubrir qué autobús tenía que coger a partir de allí, y luego el tiempo que tuve que esperar hasta que por fin llegó el vehículo me pareció una eternidad. Según el horario, el autobús debería haber llegado mucho antes, y cuando me quejé al conductor por el retraso, este se limitó a encogerse de hombros.
—Estamos en guerra, señorita —dijo, y el hecho de que me hubiera llamado «señorita» me levantó el ánimo tremendamente—. La mayoría de los conductores están en el frente. Y los que quedamos no nos podemos partir en trozos.
No tardamos en llegar a Staintondale. Con la nariz pegada al cristal, aproveché la última luz del día para embeberme con toda solemnidad de aquel encantador paisaje, en el que tanto confiaba. A pesar de que ese día de febrero era frío y gris, de que los campos y el cielo se fundían en aquel horizonte neblinoso tan típicamente invernal y de que los árboles estaban pelados, me habría gustado abrazar cada hectárea de terreno, cada prado, cada muro de piedra y cada una de las cercas que envolvían los pastos para sentirlos cerca de mi corazón. Sabía qué aspecto tendría el lugar cuando, pocas semanas después, los narcisos empezaran a cubrir el suelo, cuando el cielo se volviera en marzo de un azul claro extraordinario, cuando poco a poco los árboles empezaran a echar hojas.
Dios mío, permíteme seguir aquí cuando eso ocurra, suplicaba yo en silencio; por favor, Señor, ¡deja que me quede!
Había un buen trecho desde el punto de la carretera en el que el autobús me había dejado hasta la granja y, aunque no llevaba mucho equipaje, la bolsa pesaba. Pero ya tenía mi destino al alcance de la mano y el mero hecho de saberlo me dio fuerzas renovadas. Llevaba treinta y seis horas sin dormir y, a pesar de todo, estaba desvelada. Enseguida volvería a ver a Chad. Emma me acogería entre sus brazos.
Pronto llegaría a mi hogar.
La granja estaba a oscuras y eso me sorprendió. Ya había caído la noche y solo hacia el oeste el cielo seguía siendo de color gris claro cerca del horizonte, donde los árboles pelados parecían extrañas siluetas. El viento empezó a soplar más fuerte, del mar al interior, más frío y cargado de salitre. Pero yo sentía calor debido al esfuerzo. Vi la puerta de frente y contemplé la casa. Emma solía encargarse de mantener encendidas muchas luces porque quería que su hogar tuviera un aspecto acogedor y cálido, y a menudo había sido testigo de las riñas que eso provocaba con Arvid. Naturalmente, este consideraba que esa costumbre no era más que un derroche. Sin embargo, Emma siempre se salía con la suya al respecto, a pesar de lo sumisa que se mostraba ante su marido por lo general.
A lo mejor es que no había nadie en casa. Pero ¿adónde habrían ido en una noche tan fría entre semana?
Poco a poco, me fui acercando a la granja, me detuve un momento frente a la puerta y no sin cierto titubeo accioné el picaporte. La puerta se abrió. Un gato que estaba sentado en el suelo pasó como una exhalación por mi lado y desapareció entre la oscuridad.
La casa no olía bien, reparé en ello de inmediato. Olía a cerrado, a comida pasada, a polvo. La casa de Emma, pese a su humildad, siempre había estado limpia y ventilada; antes olía a flores, a velas o al fuego de la chimenea. Había sido una casa que parecía recibir a los que la visitaban con los brazos abiertos. Sin embargo, en ese momento… ¿Cómo podía haber cambiado tanto la granja desde mi partida, solo medio año antes? ¿O había sido yo quien había cambiado? ¿Tal vez me tomaba las cosas de otro modo? ¿Estaba demasiado agotada?
—¿Hola? —dije, tímidamente. Nunca se dejaban la puerta abierta si no había nadie en casa.
Atravesé el vestíbulo y asomé la cabeza en el salón. Oscuro. Frío. No había fuego en la chimenea, ni velas en la ventana.
Volví a intentarlo.
—¿Hola? —grité otra vez—. ¿No hay nadie en casa?
Cuando llegué a la cocina reparé en que salía un poco de luz por debajo de la puerta. Tomé aire. Allí había alguien. Con todo, no conseguí alejar la angustia que sentía.
Algo no marchaba bien.
Abrí la puerta de la cocina.
La luz del techo estaba apagada, solo vi encendida una lamparita sobre el fregadero que apenas si alcanzaba a iluminar la estancia. Hacía bastante frío, aunque al parecer había un tímido fuego en la cocina. Arvid estaba sentado a la mesa, grande, oscuro, en silencio. Frente a él, un vaso y una jarra. Olía ligeramente a la tila que Emma solía preparar por la noche, justo antes de irse a dormir.
—¡Arvid! —Cuando entré temí asustarlo, pero ni siquiera se sobresaltó un poco. Me había oído llegar y había oído mi saludo, pero no había reaccionado—. Arvid, soy yo. Fiona.
Levantó la mirada hacia mí. Sabía que era un hombre parco en palabras, pero en ese momento tuve la sensación de que su reacción no se debía solo a que fuera un tipo callado o a que no estuviera de humor. Parecía… petrificado.
—Arvid, ¿dónde está Emma? ¿Dónde está Chad?
Se limitó a mirarme. La angustia creció en mi interior, fría y pesadamente.
—¿Dónde están? —repetí yo, apremiante.
Fue justo entonces cuando oí pasos en la escalera. Alguien corría por el pasillo. Me di la vuelta y Nobody se echó a mis brazos. Estaba radiante de felicidad y no hacía más que emitir exclamaciones inconexas. Una única palabra acabó concretándose de todo aquel galimatías.
—¡Fiona! ¡Fiona! —Y mientras tanto no dejaba de acariciarme la cara mientras babeaba de felicidad.
Yo le tenía tan poca simpatía como antes, pero en ese momento me sentí tan aliviada de que se hubiera roto el silencio de Arvid que acabé abrazando al chico con ganas.
—¡Brian! ¡Has crecido mucho durante el invierno!
Él barboteó y se echó a reír. Como antes, su desarrollo intelectual no parecía guardar ni la más mínima relación con su desarrollo físico.
Me volví de nuevo hacia Arvid.
—¡Arvid! ¿Dónde está Chad? ¡Por favor!
Hubo algo en su rostro que cambió levemente. La mirada hasta entonces perdida de sus ojos por fin reparó en mí. Movió los labios de forma casi imperceptible, aunque fueron necesarios dos intentos para que pudiera articular algo al cabo. Durante un par de segundos parecía como si se le hubiera pegado la manera de hablar balbuceante de Nobody.
—Chad se presentó a filas el pasado viernes.
—¿Qué? —exclamé después de tragar saliva.
—No pude detenerle —dijo Arvid—. Y tampoco quería. Ya es un hombre. Ya sabe lo que hace.
—Pero… pero… ¿Qué ha dicho Emma sobre eso?
Ella no le habría dejado ir, no lo habría permitido jamás. No había nada que temiera más que…
De nuevo, silencio. Incluso Nobody paró de balbucear. El silencio se concentró a mi alrededor y en él retumbaba la verdad, retumbaba tan alta y tan clara que, aterrorizada, no pude más que reconocerla y aceptarla antes incluso de que Arvid volviera a hablar.
—Emma murió hace dos semanas —dijo.
Yo había tomado un camino que no había conducido a nada. Me di cuenta esa misma noche, mientras estaba tendida en la cama de mi antigua habitación en la granja de los Beckett, todavía insomne a pesar de lo absolutamente agotada que estaba. Me dediqué a escuchar con atención aquellos sonidos de la casa que tan familiares me resultaban, los crujidos de las tablas del suelo, el leve tintineo de los cristales cuando el viento daba contra las ventanas y el susurro de los árboles cuando mecía sus ramas. No había nada que hubiera añorado y anhelado más durante los últimos meses como el momento en que volviera a encontrarme en aquella casa, en aquella habitación. Pero, por supuesto, me lo había imaginado de un modo completamente distinto, porque había creído que Emma estaría allí para abrazarme, y también Chad, por descontado, con el que habría bajado hasta la cala jadeando, con el corazón acelerado, para entregarme a sus palabras, a su voz, a sus tiernas caricias… No obstante, en lugar de eso…